3/29/20

Llevar a Jesús a la gente

El Papa en Santa Marta


Monición de entrada
En estos días, en algunas partes del mundo, se ven las consecuencias –algunas consecuencias– de la pandemia; una de ellas es el hambre. Se empieza a ver gente que pasa hambre, porque no puede trabajar, o no tenía un trabajo fijo, y por tantas circunstancias. Ya se empieza a ver el “después”, que vendrá más tarde, pero comienza ahora. Pidamos por las familias que empiezan a sentir necesidad por causa de la pandemia.
Homilía
«Y se volvieron cada uno a su casa» (Jn 7,53): después de la discusión y todo eso, cada uno volvió a sus convicciones. Hay una división en la gente: el pueblo que sigue a Jesús lo escucha –no se da cuenta del mucho tiempo que pasa escuchándolo, porque la Palabra de Jesús entra en el corazón– y el grupo de los doctores de la Ley que a priori rechaza a Jesús porque no actúa según la ley, según ellos. Son dos grupos de personas. El pueblo que ama a Jesús, lo sigue, y el grupo de los intelectuales de la Ley, los jefes de Israel, los jefes del pueblo. Esto se ve claro cuando «los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron: “¿Por qué no lo habéis traído?”. Los guardias respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre. Los fariseos les replicaron: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”» (Jn 7,45-49). Este grupo de doctores de la Ley, la élite, siente desprecio por Jesús. Pero también siente desprecio por el pueblo, “esa gente”, que es ignorante, que no sabe nada. El santo pueblo fiel de Dios cree en Jesús, lo sigue, y ese grupito de élite, los doctores de la Ley, se separa del pueblo y no recibe a Jesús. ¿Cómo así, si eran ilustrados, inteligentes, habían estudiado? Porque tenían un gran defecto: habían perdido la memoria de su propia pertenencia a un pueblo.
El pueblo de Dios sigue a Jesús… no sabe explicar porqué, pero lo sigue y llega al corazón, y no se cansa. Pensemos en el día de la multiplicación de los panes: han estado toda la jornada con Jesús, hasta el punto de que los apóstoles dicen a Jesús: “Despídelos, para que vayan a comprarse de comer” (cfr. Mc 6,36). Hasta los apóstoles tomaban distancia, no tenían en consideración, no despreciaban, pero no tenían en consideración al pueblo de Dios. “Que vayan a comer”. La respuesta de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (cfr. Mc. 6,37). Los devuelve al pueblo.
Esta división entre la élite de los dirigentes religiosos y el pueblo es un drama que viene de lejos. Pensemos también en el Antiguo Testamento, en la actitud de los hijos de Elí en el templo (cfr. 1Sam 2,12-17): usaban al pueblo de Dios; y si viene a cumplir la Ley alguno de ellos un poco ateo, decían: “Son supersticiosos”. El desprecio del pueblo. El desprecio de la gente “que no es educada como nosotros que hemos estudiado, que sabemos…”. En cambio, el pueblo de Dios tiene una gracia grande: el olfato. El olfato de saber dónde está el Espíritu. Es pecador, como nosotros: es pecador. Pero tiene ese olfato de conocer las sendas de la salvación.
El problema de las élites, de los clérigos de élite como esos, es que habían perdido la memoria de su pertenencia al pueblo de Dios; se han vuelto sofisticados, han pasado a otra clase social, se sienten líderes. Eso es el clericalismo, que ya se daba allí. “¿Pero cómo es posible –he oído estos días– que esas monjas, esos sacerdotes que están sanos vayan a los pobres a darles de comer, y pueden coger el coronavirus? ¡Diga a la madre superiora que no deje salir a las monjas, diga al obispo que no deje salir a los sacerdotes! ¡Ellos están para los sacramentos! ¡Pero para dar de comer, que provea el gobierno!”. De esto se habla en estos días: el mismo argumento. “Es gente de segunda clase: nosotros somos la clase dirigente, no debemos ensuciarnos las manos con los pobres”.
Tantas veces pienso: es gente buena –sacerdotes, monjas– que no tienen el valor de ir a servir a los pobres. Algo falta. Lo que faltaba a esa gente, a los doctores de la Ley. Han perdido la memoria, han perdido lo que Jesús sentía en el corazón: que era parte de su propio pueblo. Han perdido la memoria de lo que Dios dijo a David: “Yo te tomé del rebaño” (cfr. 2Sam 7,8). Han perdido la memoria de su pertenencia al rebaño.
Y estos, cada uno, cada uno volvió a su casa (cfr. Jn 7,53). Una división. Nicodemo, que algo veía –era un hombre inquieto, quizá no tan valiente, bastante diplomático, pero inquieto–, fue a Jesús después, pero era fiel en lo que podía; intenta una mediación y parte de la Ley: «¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?» (Jn 7,51). Le respondieron, pero no respondieron a la pregunta sobre la Ley: «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas» (Jn 7,52). Y así acabaron la discusión.
Pensemos también hoy en tantos hombres y mujeres cualificados en el servicio de Dios que son buenos y van a servir al pueblo; tantos sacerdotes que no se separan del pueblo. El otro día me llegó una fotografía de un sacerdote, párroco de montaña, de muchas aldeas, en un lugar donde nieva, y en la nieve llevaba el ostensorio a los pueblecitos para dar la bendición. No le importaba la nieve, no le importaba el ardor que el frío le hacía sentir en sus manos en contacto con el metal de la custodia: solo le importaba llevar a Jesús a la gente.
Pensemos, cada uno, de qué parte estamos, si estamos en medio, un poco indecisos, si estamos con el sentir del pueblo de Dios, del pueblo fiel de Dios que no puede fallar: tiene esa “infallibilitas in credendo”. Y pensemos en la élite que se separa del pueblo de Dios, en ese clericalismo. Y tal vez nos venga bien a todos el consejo que Pablo da a su discípulo, el obispo, joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela” (cfr. 2Tim 1,5). Acuérdate de tu madre y de tu abuela. Si Pablo aconsejaba esto era porque sabía bien el peligro al que llevaba ese sentido de élite en nuestra gestión.
Comunión espiritual
A tus pies, Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abaja en su nada y en tu santa presencia. Te adoro en el Sacramento de tu amor, la inefable Eucaristía. Deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece mi corazón. En espera de la felicidad de la comunión sacramental, quiero poseerte en espíritu. Ven a mí, Jesús mío, que yo voy a ti. Que tu amor inflame todo mi ser, en la vida y en la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Así sea.