José María Torralba
El autor responde al artículo de Diego S. Garrocho 'Carta a un joven posmoderno' desde la perspectiva de un profesor
Querido colega:
Ya habrás leído el reciente artículo Carta a un joven posmoderno de Diego S. Garrocho en El español. Se trata de un mentís en toda regla al discurso intelectual que, desde hace décadas, reciben los jóvenes que pasan por nuestras aulas.
No se deja a nadie fuera: desde Friedrich Nietzsche como catalizador de la rebeldía adolescente hasta Judith Butler como incitadora de la liberación del propio cuerpo. ¿Recuerdas esa conferencia en la universidad donde el ponente comenzó diciendo: “Yo no soy real, sólo estoy presente aquí por medio de mi palabra?”
Pensamos que iba de broma, pero no. Y era uno de los gurús del momento.
Esta no es la primera vez que alguien de la profesión critica los excesos de la filosofía posmoderna. Al contrario, supuestamente nos pagan para eso: pensar, contrastar posturas y, ojalá, aprender unos de otros.
Además, la posmodernidad no surge de la nada, sino como reacción al dominio de la racionalidad instrumental, al intento de reducir la complejidad de la vida a ideas claras y distintas y, especialmente, al desmoronamiento de los grandes relatos que daban sustento a nuestras sociedades.
Desde luego, no podemos seguir filosofando como si estuviéramos en pleno siglo XIX, pero tampoco podemos cambiar algo por nada (nada constructivo, quiero decir), que es precisamente lo que ha sucedido.
Lo que sí es novedoso es que la llamada de atención de Garrocho se refiere (uniéndose a un creciente coro de voces) a las penosas consecuencias para la vida de las personas de los principales postulados posmodernos.
Su texto te deja con mal cuerpo, porque no puedes evitar pensar en la responsabilidad que los profesores hemos tenido en esa deriva. Nos encontramos en una situación de profunda crisis de la institución familiar y de ausencia de referentes sociales, de modo que la educación es uno de lo pocos lugares donde los jóvenes pueden encontrar respuestas sólidas a sus inquietudes más profundas.
Por desgracia, muchas veces no hemos estado a la altura y nuestros alumnos han quedado defraudados.
Les hemos fallado cuando, en vez de enseñarles a pensar por sí mismos, han terminado siendo perfectos escépticos. El fomento del pensamiento crítico, bajo capa de conceptos valiosos como la autonomía, la tolerancia y el respeto por el otro, no pocas veces se ha convertido en una escuela de relativismo.
Si la meta de la enseñanza no es la verdad, lo único que queda son opiniones, más o menos interesantes. Y reclamar, como se hace, que mi opinión valga tanto como la tuya ha sido el camino más directo para terminar en una sociedad de masas.
El problema de ser masa, en palabras de José Ortega y Gasset, es que uno se hermetiza y no ve la necesidad de aprender de otros. La genuina capacidad crítica empieza cultivando la humildad y reconociendo la autoridad del saber.
Les hemos fallado al permitir que acabaran desconfiando de todo y de todos, porque se han quedado con la imagen de que vivimos en un mundo hostil, que busca aprovecharse de ellos: de su dinero, su tiempo o su cuerpo. Algo de eso hay, pero no se puede vivir en continua actitud de sospecha.
Quizá por ello las relaciones de amistad y amor (cuya base es la confianza) resultan hoy tan precarias. Es necesario recuperar la mirada ingenua.
Recordarás que hicimos la prueba de leer con universitarios El principito. Yo era muy reacio porque creía que les resultaría cursi o naif. Pero cuánto nos alegramos al ver su interés, como si dijeran: “Eso es, eso es lo que echábamos en falta”. Aplicaban a su vida con entusiasmo las metáforas de lo que hace única a la rosa, el “domestícame” del zorro o la risa al mirar las estrellas.
Les hemos fallado, por último, al cerrarles las puertas de la tradición. A esto han contribuido varios factores, desde la fascinación por las metodologías (con frecuencia en detrimento de los contenidos) hasta la idea de que la educación necesariamente tiene que desacreditar la cultura occidental. Así han acabado por saber más sobre quienes critican que sobre lo criticado.
En el mejor de los casos, tienen un conocimiento de oídas, es decir, de segunda mano (o de manual, que es lo mismo). Es el mundo al revés. De Homero a Oscar Wilde y de Platón a Karl Marx: qué distinta sería la situación si nos dedicáramos a leer y estudiar esos grandes libros en clase. Al menos, permitiríamos que bebieran directamente de la fuente y que consiguieran los mejores compañeros de viaje.
En el fondo, ¿no te parece que el problema está en la crisis de la vocación docente? No tenemos claro qué se espera de nosotros. Hace un tiempo se preguntó a profesores universitarios si consideraban que debían tratar asuntos éticos en clase. La mayoría respondió negativamente, porque no querían influir en los alumnos.
¿En qué se sostiene la idea de que la educación puede ser neutral o que los estudiantes no son capaces de sacar sus propias conclusiones? Si algo nos ha enseñado la hermenéutica es que siempre hablamos desde una perspectiva. Además, esto contrasta con la opinión de los alumnos, que esperan salir de las aulas teniendo un poco más claro cómo vivir.
Toda educación va dirigida, en último término, a aprender a usar la libertad, tanto de acción como de pensamiento. De hecho, para adquirir conocimientos técnicos, los docentes somos cada vez menos necesarios.
Recordarás a ese profesor de la carrera que distinguía dos modos de vivir en la postmodernidad: el decadente, que describe muy bien Diego S. Garrocho, y el de la resistencia.
Resistir no es tratar de volver a épocas premodernas. Consiste en señalar las trampas que hay en el pensamiento dominante y seguir nutriéndose de lo mejor de la tradición, de la antigüedad a la modernidad.
Pasar de la decadencia a la resistencia: eso, al menos, se lo debemos a nuestros alumnos.
José María Torralba es profesor titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Navarra.
Fuente: elespanol.com