Diego Zalbidea
El Papa Francisco habla con frecuencia de la necesidad de generar una mayor unidad entre las distintas generaciones. La parábola del hijo pródigo, su hermano mayor y su padre, relatada por Jesús, nos puede ayudar a profundizar en este tema
Aquellos últimos días, Jesús había pasado mucho tiempo entre quienes, a ojos de la sociedad, parecían estar más lejos de Dios. El evangelista san Lucas nos cuenta que «todos los publicanos y pecadores» (Lc 15,1) se acercaban a escuchar sus enseñanzas. Este movimiento de gente hizo que quienes presumían de custodiar la ley mosaica empezasen a murmuran entre sí. El maestro, entonces, decide narrar tres parábolas destinadas a purificar la imagen de Dios que ellos tenían, distorsionada muchas veces por una mentalidad legalista que pierde de vista el amor divino. El tercero de estos relatos es el famoso sobre un padre y sus dos hijos (cfr. Lc 15,11-32): el menor, que pide la herencia para malgastarla lejos de su casa, y el mayor, que permanece en el hogar pero sin sintonizar verdaderamente con el corazón de su padre.
El olvido de ambos hijos
Al leer la parábola, podemos suponer que los dos hermanos llevaban mucho tiempo distraídos, alejados de la gratuidad con la que su padre les amaba. El pequeño soñaba con lugares en donde suponía que iba a ser más feliz. A este la dispersión le llegó por la cabeza –tal vez menos amueblada– y por la imaginación –quizá más viva–, hasta convencerse de que podía comprar el amor: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde» (Lc 15,12). El mayor, por su parte, había adormecido su corazón porque aparentemente cumplía bien sus responsabilidades; estaba satisfecho, no daba disgustos a su padre. Sin embargo, por alguna rendija se había colado el frío en su alma. Quizá se había ido enredando en planes que, aunque parecían muy cercanos, no incluían a quien tanto le quería. Al final, ninguno de los dos concebía −aunque fuera de manera inconsciente− que era posible alcanzar una auténtica felicidad estando en familia. Mientras el pequeño la buscaba lejos, el mayor la añoraba en una fiesta con sus amigos. Ninguno de los dos imaginaba que podía alcanzar una vida plena junto a su padre.
Aunque, como señala san Juan Pablo II, todos tenemos dentro de nosotros, a la vez, algo de ambos hermanos, quizá no sea casualidad que Jesús haya querido hacer explícita la edad de ambos. Puede que el Señor eligiera al mayor para ilustrar actitudes más frecuentes entre personas que llevan mucho tiempo buscando y tratando a Dios. Este hermano, ciertamente, había logrado cumplir con perfección sus tareas. Su padre no podría reprocharle casi nada, así que estaba tranquilo, no debía nada a nadie. Sin embargo, no era del todo feliz. El joven, por su parte, idealista y apasionado, puede representar actitudes más comunes en etapas iniciales de la vida. Tal vez era más vulnerable al atractivo de una libertad que se dirige hacia bienes que finalmente no sacian. Huir, escapar y divertirse puede ser apetecible, pero no se puede rechazar indefinidamente la propia identidad: tarde o temprano aparecen carencias que solo Dios es capaz de colmar. Él tampoco era feliz.
Ambos hermanos vivían en medio de su realidad de manera incómoda. En esa atmósfera era difícil que creciera el amor, que echara sus raíces la ternura, que ambos alcanzaran a ver lo orgulloso que estaba su padre por la vida de ambos y lo mucho que contaba con ellos. Sus sueños estaban desenfocados. Quizá no les cegaba el egoísmo, pero es posible que hubieran cedido a una tentación sutil: preocuparse solo de lo que tenían entre manos, olvidándose de dejarse querer por quien les había dado todo. Tal vez, sin darse cuenta, habían puesto un dique a ese amor. Mientras el joven imaginaba lo que podría hacer lejos de su hogar, el mayor contabilizaba lo que ya había atesorado. Ambos pensaban que tenían un botín, pero en realidad lo estaban guardando en sacos rotos. El mayor aguantaba a la espera del premio que, según él, merecía, mientras el pequeño no quiso esperar y reclamó la herencia. Al final los dos pedían lo mismo: su recompensa.
La alegría paterna de tenerlos cerca
Ambos hermanos, atrapados en sus seguridades, eran incapaces de atisbar siquiera lo que ocurría a muy poca distancia, en el corazón de su padre. Quizá los dos, cada uno a su modo, habían convertido el trato diario con él en una cosa más que hacer. Quizá nos puede suceder algo parecido a nosotros. Tenemos tantas actividades cada día, la mayoría buenas, que podemos agotar nuestra energía en eso. Incluso los momentos en los que queremos dialogar con Dios pueden convertirse simplemente en una tarea más. Al pequeño posiblemente le costaba mucho esa rutina, necesitaba algo más intenso y sensible. El mayor, en cambio, lo había incorporado regularmente a su vida, pero no lo disfrutaba, así que la crisis estaba al caer y es desencadenada por el regreso del pequeño. Ese es el momento en que todos muestran sus cartas.
Entonces, mientras el pequeño no se atreve a pedir nada más que volver como jornalero, aunque fuera el último, nos enteramos de que el mayor no se sentía bien pagado. Pero el padre tiene una jugada maestra: mientras al pequeño lo premia con una fiesta como nunca antes se había celebrado, al mayor le recuerda que a él, en realidad, le pertenece todo. El padre trata de reconciliar a sus hijos. No le duele el pecado de uno o de otro por sí mismo sino por lo que ellos sufren: «No lloréis por mí, llorad más bien (…) por vuestros hijos» (Lc 23,28). El padre los pone frente a frente para que aprendan a quererse con el amor con que él los ama.
Romper nuestra burbuja y mirar cómo se conmueve el Señor es volver a la casa paterna; reconocer que, más que una tarea, la relación con nuestro Padre Dios es un don. Ninguno de los dos había sido capaz de apreciar ese derroche de ternura hasta que ambos comprueban el frío que hiela y la soledad que abruma. Bastó un pequeño gesto para que comprendieran cómo son amados: «Corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20); «hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). Su padre se siente orgulloso de ellos aunque no le hayan dado motivos. En las palabras de cada uno que nos trae la parábola vemos solamente lo que ellos hacen, sienten o piensan. En las palabras del padre, al contrario, se plasma la alegría de tenerlos cerca.
San Josemaría era muy consciente de este tipo de situaciones, tan comunes pero a veces ocultas; podemos ansiar el vértigo del hijo menor o estar un poco adormecidos como el hijo mayor. Sin embargo, el fundador del Opus Dei veía en ese trato diario con el padre el más tierno cariño: «Plan de vida: ¿monotonía? Los mimos de la madre, ¿monótonos? ¿No se dicen siempre lo mismo los que se aman? −El que ama está en el detalle». A través de esos encuentros nos concentramos en el gozo de Dios por tenernos cerca.
Una alianza anhelada
«No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos» y, por lo tanto, de hermanos. Puede que el pequeño saliera a buscar a su hermano. Quizá el mayor cedió, entró y terminó abrazando al pequeño a quien seguramente no había dejado de querer. La felicidad no sería completa si la reconciliación con su padre no implicara también el perdón por los agravios, reales o imaginarios, entre hermanos. El Papa Francisco nos ha confiado uno de sus grandes anhelos: «Últimamente llevo en el corazón un pensamiento. Siento que esto es lo que el Señor quiere que yo diga: que se haga una alianza entre jóvenes y mayores». Al menor le costaba comprender el valor de la perseverancia de su hermano: años y años cumpliendo con su obligación. Al mayor se le hacía incomprensible la insensatez del pequeño. Les pasaba exactamente lo contrario que a su padre, quien no entendía la vida sin sus hijos. Le hacían falta ambos, cada uno con su forma de ser y de querer.
Si hubieran alcanzado a mirarse entre ellos con los ojos paternos, se habrían sentido contemplados de otra forma, porque en esa mirada no caben los juicios ni los reproches. Quizá, con el tiempo, las algarrobas de los cerdos llegarían a ser motivo de bromas familiares. Tal vez el padre organizaría poco después un banquete sorpresa para su hijo mayor y sus amigos, sin más motivo que demostrarle su cariño, e incluso el pequeño ayudaría a prepararlo. Ninguno de los dos acierta a ser feliz hasta que se encuentra con su padre y comprende a su hermano. Aprenden a dejarse querer amándose el uno al otro como son.
Mientras el joven se había centrado en recibir amor, el mayor lo había hecho en cumplir con su parte del trabajo. Ninguna de las dos actitudes es valiosa por sí sola. Cumplir sin amor cansa y desgasta hasta que al final se rompe la cuerda. Por otra parte, querer ser amado sin corresponder es imposible, también así acaba rompiéndose la cuerda. Por eso, su padre les enseña a vivir juntos e integrar fidelidad y amor. ¡Pueden aprender tanto el uno del otro! A través del trato con su padre intuyen cómo se puede hacer las cosas por amor, libremente, porque les da la gana. Nadie como Cristo, verdadero hermano mayor de todos, ha logrado unir ambos aspectos con tanta fidelidad y felicidad. «No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz».
Los dos hermanos se necesitan. Separados naufragan en la amargura y su padre sufre. Juntos lo hacen muy feliz. El joven tiene toda la fuerza y el ímpetu de sus deseos de recibir cariño; estrena el amor. «Recuerdo −decía san Josemaría− que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son». El mayor, por su parte, ha luchado muchas batallas y, aunque al principio no se alegra, su corazón no rechazará la petición de su padre. El pequeño, en el fondo, quizá agradece que su hermano mayor le haya cubierto las espaldas y no haya dejado nunca solo su hogar. Concentrarse en el amor es la solución para ambos: mirar a su padre, recibir su Espíritu, y querer a quien él ama con su misma libertad, porque les da la gana. «El amor de nuestros hermanos y hermanas nos da la seguridad que necesitamos para seguir luchando por querer más a nuestro padre Dios».
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La fuerza para sobrepasar la mezquindad de nuestro corazón podemos obtenerla del banquete en el que aprendemos de verdad a ser hijos: «Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros». En Cristo, Hijo único del Padre, ambos son capaces de portarse como hijos y, por lo tanto, como hermanos. Participando juntos en el banquete del ternero cebado, se calzan las sandalias nuevas para recorrer el mundo entero, se visten la túnica limpia que huele a casa y se ponen el anillo de la fidelidad de su padre. Entonces empieza la fiesta en la que no dejarán de cantar ya nunca alabanzas a un padre que les cuida y comprende.
A lo mejor nos ha llamado la atención alguna vez que no aparece la madre de esta familia. No sabemos la razón, pero quizá podemos imaginar que la Virgen María, madre de Dios y madre nuestra, siempre nos ayuda a tener la mirada puesta en al amor del Padre. Para volver a casa, para concentrarnos en lo esencial, nada mejor que dejarnos llevar en el regazo de una madre que nos susurra al oído: «Mira cómo te quiere Dios».
Fuente: opusdei.org