Juan Moya
Al gobernante no le ha de importar tanto el juicio de los hombres como el juicio de Dios, al que tendrá que dar cuenta del desempeño de su misión, lo crea o no, como todos tendremos que hacerlo
Por la importante tarea y la grave responsabilidad que recae sobre los gobernantes, se comprende que ya los clásicos señalaran las buenas cualidades que deben tener los que gobiernan. Por ejemplo Platón dejó escrito que los gobernantes deberían ser los que estén mejor dotados para ello, y vayan a servir al bien común y a la justicia. Incluso sugería que los que van a dedicarse a gobernar deberían ser educados para cumplir estrictamente su tarea. Como principios generales a tener en cuenta enseñaba que formar un buen gobernante exige además elegir a individuos que tengan un carácter noble y recto, educarlos en los principios de la virtud y la justicia enseñándoles a discernir el bien y el mal. Si a esto se une un don para conciliar opuestos, armonizar lo diverso, unir las voluntades, tendremos seres capaces de regir, con el auxilio de las leyes, una polis habitable y razonablemente feliz.
Aristóteles opinaba que el hombre de Estado tiene que reunir tres cualidades: amor a las leyes, competencia en lo que atañe a su cargo y virtud y justicia adecuadas al régimen. Y en fin, Cicerón tenía muy claro que el gobernante debe poseer una integridad excepcional, lo que significa amor a la verdad −no mentir jamás−, rectitud de intención −buscar sinceramente el bien común y no sus propios intereses−, humildad para reconocer sus errores y aceptar las críticas, etc.
Estas cualidades no son algo simplemente conveniente sino necesarias para gobernar bien. Por eso, si el candidato −aunque haya sido elegido democráticamente− carece de ellas, si llega a gobernar lo hará mal; puede hacer un grave daño al país en aspectos fundamentales y arrastrar al desprestigio al partido que representa. Por eso es importante y lógico que el que aspira a desempeñar un puesto de alta responsabilidad no surja "de la nada", sino que haya demostrado ya su valía personal en otros ámbitos de cierto relieve, de igual modo que en una empresa privada sería inimaginable que fuera elegido para dirigirla quien no fuera ya conocido por su idoneidad y competencia.
Desde siempre, la Iglesia ha valorado en mucho la noble y difícil tarea de gobernar, por el gran servicio que debe ser para los gobernados y porque la legítima potestad humana tiene su último fundamento en Dios. Así, por ejemplo, leemos en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos. Por la responsabilidad de los gobernantes y para no desvirtuar la legitimidad del poder, es necesario que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común (n. 74).
En las enseñanzas de los grandes maestros que hemos señalado encontramos las cualidades principales de todo buen gobernante. Apoyándonos en ellas podemos deducir algunos rasgos más, implícitos en ellas.
Además de la competencia, la integridad moral, el amor a la verdad, el respeto a las leyes y la humildad, el gobernante debe aceptar el cargo sabiendo que necesitará un gran espíritu de servicio y de amor a su país, para buscar siempre lo que más convenga al bien común, por encima de sus intereses personales.
El gobernante debe estar desprendido del poder, porque no debe buscar mantenerse el poder a toda costa sino servir. Y si no sirve, no sirve, no es útil. De aquí se deduce que al gobernante no le ha de importar tanto el juicio de los hombres como el juicio de Dios, al que tendrá que dar cuenta del desempeño de su misión, lo crea o no, como todos tendremos que hacerlo.
La tarea de gobernar es muy compleja y como es natural el que manda debe rodearse de colaboradores que deben tener, en un grado adecuado a sus responsabilidades, cualidades semejantes a las de su jefe.
El gobernante debe inspirar una gran confianza, lo que requiere competencia para desempeñar el cargo, dedicación seria a la misión encomendada, cumplir lo que dice, informar con objetividad y transparencia, reconocer con sencillez sus errores y admitir las críticas ponderadas. Si el pueblo advirtiera incompetencia, ocultamiento de información que el gobernante tiene obligación de comunicar, contradicción de criterios, falsedades comprobadas…, la confianza se convertiría en desconfianza, inseguridad, sospecha de intenciones ocultas…
Una muestra clara de buen gobierno es ser querido y admirado por los ciudadanos, incluso por lo que no le hayan votado; al menos estos reconocerán su valía y su ejemplaridad. Si un gobernante no es querido mayoritariamente por aquellos a los que gobierna, no habrá alcanzado una de las mayores satisfacciones del gobernante; y habría que revisar cómo ha cumplido su misión.
La doctrina de la Iglesia sobre la actitud que el cristiano ha de tener hacia los que gobiernan es evangélica. Basta recordar las indicaciones de San Pablo a Timoteo para que “se hagan súplicas y oraciones por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto” (1 Tim 2,2). El cristiano tiene presente en sus oraciones a los que gobiernan, y a la vez debe llamarle la atención −por los cauces adecuados− si se aparta del fin para el que ha sido elegido.
El año 2019 publiqué un libro titulado “El cristiano, luz del mundo”. Uno de los capítulos lo dediqué a la tarea de gobernar. Ahí aparecen algunas de estas ideas y otras más, a disposición del que desee consultarlas.
Juan Moya, en religion.elconfidencialdigital.com