Miguel Ángel Quintana Paz
«Este es un artículo sobre el aborto. Pero no va a ocuparse, como tantos otros, de los fetos que, a resultas de él, fallecieron»
Hace unos días la Corte Constitucional colombiana despenalizaba el aborto hasta el sexto mes de embarazo. No será ya preciso que la madre aduzca motivo alguno en aquel país: si no se han superado las 24 semanas desde que quedase encinta, podrá abortar a voluntad. La ministra de Igualdad española, Irene Montero, se congratuló en Twitter por ello:
«¡Enhorabuena a todas las mujeres colombianas y a todo el país por el importante paso que han dado con la despenalización del aborto! Una sociedad que respeta y reconoce los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres siempre es una sociedad más democrática».
Al final del tuit aparecían dos emojis: un aplauso y un corazón morado. También aparecía el nombre del movimiento promotor de esta despenalización: Causa Justa.
Sabido es que la propia Irene Montero dio a luz a sus dos primeros hijos, Leo y Manuel, de forma prematura: con poco más de seis meses. Por apenas tres semanas, Leo y Manuel habrían entrado dentro del plazo colombiano para abortar. Ahora bien, si hiciésemos caso a los proabortistas citados por la ministra, Causa Justa, incluso esos seis meses se quedarían cortos: en su web anuncian el propósito de «que todas las mujeres, en todas las circunstancias, puedan practicarse un aborto sin ser criminalizadas». Sin plazos. Hasta llegar al parto, la vida de cada feto dependerá solo del deseo de su madre: es ella sola quien determinará (pulgar arriba, pulgar abajo) si debe vivir.
Hace siglos que se discute sobre el aborto y su ética. Ya el juramento hipocrático, esa guía mínima de reglas para los médicos, lo mencionaba hace 2.400 años. Y no bajo una luz positiva. Ahora bien, al escuchar esta noticia colombiana, confesaré que no fue ningún argumento abortista, tampoco antiabortista, lo que me vino a las mientes. Recordé, en cambio, una historia.
Mi historia versa sobre una mujer que veía como un gran bien llegar a ser madre. Ya había aspirado a otros bienes y se le habían concedido. Tuvo a bien marcharse de su casa de provincias. Y consiguió trabajar en Madrid, en Barcelona, en Valladolid, por último en Salamanca. Echaba de menos el saber (apenas pudo formarse de niña, la sacaron de la escuela sin siquiera terminar primaria). Y, entre noches de insomnio y manuales de segunda mano, fue instruyéndose. Descubrió las bondades del amor con un hombre. Y, algo tarde, pero se casó.
Llegó entonces el embarazo. Pero le acompañó, mucho antes de los seis meses, una mala noticia. El feto daba problemas. Varios médicos pusieron mala cara. Les parecía insensato seguir adelante. Al final uno, el doctor Heredia, se comprometió a llevar todo a buen término. La mujer se confió a él y su clínica. Hace tiempo que ya no existe, pero por aquel entonces se hallaba sita en la salmantina plaza de San Juan de Sahagún.
Aconteció allí pues el parto, con favorable resultado, y el bebé se convertiría en niño, el niño en mozalbete, el mozalbete en adulto. Si la cosa siguió bien encaminada, ya no soy quién para juzgarlo: sería una forma de autoelogio o, peor aún, de autoexecración.
Como todas las historias, esta que he contado admite interpretaciones encontradas. Imaginemos que la ministra Montero lee THE OBJECTIVE: seguramente pensará que esta narración resulta inspiradora porque la madre quería, con firmeza, tener a su hijo; su voluntad, su deseo, fue todo lo que dio valor a aquella pequeña vicisitud.
No es, sin embargo, el modo en que lo veía aquella madre. Nunca me refirió estos acontecimientos como si su voluntad fuera lo que otorgaba valor al niño; bien al contrario, era aquella criatura la que llenaba de valor su decisión. Esta historia se contaría de una manera muy diferente si fuese solo la de una mujer que persiguió sus sueños; se trata más bien de la aventura que emprendió alguien que combatió por algo bueno. Lo bueno (como la vida de un niño) no lo es porque nosotros queramos que lo sea; lo bueno lo es y, luego, nosotros ya acertaremos a quererlo o no.
Este es un artículo sobre el aborto. Pero no va a ocuparse, como tantos otros, de los fetos que, a resultas de él, fallecieron. Fijemos nuestra atención en los otros, en los que sobreviven. Es decir, en todos nosotros.
Hay dos maneras de haber pasado por un embarazo. Una es la del niño de mi historia.
Él sabe (lo sabrá ya toda la vida) que por bien o mal que le vayan las cosas, tanto si siente que le quieren como si no, hubo al menos, en el principio mismo de su vida, alguien que le consideró, sin más, bueno. Su vida es preciosa, era preciosa, desde el mismo momento en que dio señales de ella. No estuvo nunca sometida a que otra persona, siquiera su madre, opinara sobre ella, decidiera sobre ella; al contrario, su vida valía tanto que es la que marcó las decisiones (algunas bien arduas) de los demás. Madre incluida. Quizá abandonen a aquel niño amantes, amigos, quizá le traicionen compañeros; podría ser que incluso Dios mismo lo dejara, algún día, de lado. Pero nadie podrá arrebatarle nunca la melodía que, como un bajo continuo, le acompaña desde el fondo de su alma en cada recoveco del camino: la melodía que le murmura que él vale, valió siempre, porque sí.
¿Cómo será la vida de los otros? Los que saben que están vivos solo porque su madre así quiso, pero la ven defender que, si antes de seis meses hubiese cambiado de idea, ellos no valdrían ya. ¿Cómo es la existencia cuando tu madre cree que, aunque puedas sobrevivir prematuro fuera de su seno, fue ella dueña y señora absoluta de tu valor? ¿Cómo es vivir cuando tu madre se alegra de que, antes del medio año, estés sometido a que ella te conceda vivir? ¿Qué música sonará de continuo en el fondo de tu alma? ¿Sonará música alguna? Cuando te dejen, cuando te vituperen, cuando te hieran, ¿no te recordará todo eso que quizá nunca valiste más que por decisiones ajenas? ¿No te llenará todo eso de lasitud? ¿Podrás creer en algún dios que te quiera seas como seas? ¿Alguna divinidad que te ame por lo que eres, cuando hubo meses tuyos en que no fue tu ser, sino el deseo de otra persona, el que te otorgó todo valor?
Fuente: theobjective.com/