3/24/22

El corazón de Padre

Mons. Enrique Díaz


IV Domingo de Cuaresma

Josué 5, 9. 10-12: “El pueblo de Dios celebró la Pascua al entrar en la tierra prometida”

Salmo 33: “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”

II Corintios 5, 17-21: “Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo”

San Lucas 15, 1-3. 11-32: “Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”


 

Nadie puede negar que ésta es una de las parábolas más bellas de Jesús y que más nos llegan al corazón, quizás porque toca las fibras más íntimas o quizás porque mientras recorremos nuestra vida y nos encontramos en diferentes situaciones podemos identificarnos siempre con alguno de los personajes. Es muy conocida como la “parábola del hijo pródigo”, porque efectivamente la figura del hijo está presente en toda la narración y tanto en el bien como en el mal, suscita en nosotros sentimientos de condena, de compasión o de franco reflejo de nuestra vida, y así, toca muy de cerca nuestro corazón. Pero la parábola en realidad tiene al menos tres protagonistas principales, sin olvidar los personajes secundarios que también tendrían su palabra que comunicarnos. Algunos han insistido en llamarla mejor: “la parábola del padre misericordioso”,  o bien: “la parábola del amor del padre”, argumentando que somos muy dados a mirar el lado negativo de los acontecimientos y si bien es cierto que el hijo derrochador  aparece en toda la narración y que su decisión de retornar es una acción difícil y muy loable, no tiene parangón con la actitud de los brazos paternales siempre abiertos que añoran al hijo, de la restitución de la dignidad con los vestidos y el anillo, y de la celebración festiva en torno a la mesa paterna. La actuación del padre supera con mucho todo lo esperado y es una de las intenciones de Jesús de trastocar la imagen deformada de Papá Dios que se ha posesionado de aquellos pueblos y que también tiene mucha incidencia en nuestros ambientes.

Pero queda otro personaje que reclama también la atención como elemento esencial de esta narración: el hijo mayor. Y entonces hay quien prefiere llamarla: “la parábola de los dos hermanos”. Y quizás con mucha razón San Lucas justifica esta narración en labios de Jesús porque: “Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: ‘Este recibe a los pecadores y come con ellos’”. Es decir, nos presenta dos grupos, dos hermanos: publicanos y pecadores por un lado; fariseos y escribas por el otro. La lucha fratricida que se remonta hasta Caín y Abel, los conflictos de hermanos que aparecen en toda la historia bíblica, la lucha de los pueblos y las familias que se descalifican y se agreden desde todos los tiempos. Jesús retoma, pues, estos conflictos que se dan al interno de las familias, de las comunidades y de los pueblos, y les da una nueva dirección. Si el Padre ha salido al encuentro del hijo derrochador ofreciendo una acogida increíble con abrazos y besos que más recuerdan a una madre, como diría Oseas, si le ha organizado un gran banquete con todo el pueblo para restituir la honra de quien la había perdido, con igual o mayor cariño sale en búsqueda del hijo “bueno” que rechaza al hermano. No le grita, no le da órdenes, no actúa como juez o como patrón, simplemente, otra vez como madre, suplica que venga a la fiesta. La explosión de coraje y la sarta de reclamos parecen descubrir el verdadero corazón del hermano mayor. Exige, cuenta los servicios, reclama las atenciones y se olvida que ha vivido en la casa paterna, que es de la familia. Humilla al padre y denigra al hermano, no entiende el amor paternal hacia su hermano a quien desconoce. No acoge, ni perdona.

¿Qué pasa por el corazón del padre? Mira con ojos de misericordia, habla con ternura especial y contempla al hijo venido de lejos no como un depravado, sino como un recuperado, “hijo muerto que ha vuelto a la vida”. Pero también mira con inmenso amor al hermano mayor porque no es un sirviente ni un esclavo, sino un hijo querido que puede disfrutar todas las posesiones del padre y sentarse a la mesa con toda dignidad. Su único deseo es contemplar a sus dos hijos sentados a la misma mesa, compartiendo fraternalmente y con alegría, el banquete preparado. ¿No es la ilusión de todo padre? ¿No es el sueño de toda madre? Al escuchar esta parábola, ¿qué sentirían aquellos padres que habían cerrado sus puertas a los hijos rebeldes que habían abandonado la casa? ¿Qué pensarían los que se sentían tan justos y seguros que despreciaban a sus hermanos? Quizás en un primer momento juzgarían insensato y pusilánime al papá que así permite el libertinaje y altanería de sus hijos, pero al contemplar su compasión increíble, al verlo perdonar y proteger maternalmente al hijo perdido, al mirarlo salir al encuentro del muy molesto hermano mayor, buscando la reconciliación y participación en la misma fiesta, todo mundo quedamos sorprendidos y conmovidos ante tan gran amor. Quizás sea la más grande enseñanza que nos quiera ofrecer Jesús: por encima de nuestras mezquindades y miserias, de nuestras luchas fraternas y descalificaciones, está el corazón amoroso del Padre.

Los tres personajes de la parábola nos deben cuestionar fuertemente, y podemos asumir el rol de cada uno de ellos y compararlo con nuestro propio comportamiento. Y así, a veces nos miraremos como el hijo que ahogado en las miserias, caído en lo profundo, se encuentra desvalido, humillado por sus propias ambiciones, y ahora necesita regresar, volver a la casa paterna; otras veces nos sentiremos abrazados y acariciados por el Padre que nos ha rescatado del pecado; ojalá que nunca asumamos la actitud del hermano mayor, de crítica dura y corazón cerrado, que no se convierte ni admite la conversión del hermano, que se cierra a la bondad del Padre y que excluye a su hermano de la mesa, con argumentos que lo justifican. Tiempo de Cuaresma es tiempo de levantarse y volver al Padre para sentir nuevamente toda su ternura; es tiempo de recobrar la dignidad de hijo y asumir la condición de hermano. ¿Nos animaremos, en esta Cuaresma, a regresar a la casa del Padre?

Padre de Misericordia, concédenos asumir nuestras miserias para levantarnos de nuestros pecados y retornar a tus brazos amorosos. Amén.

Fuente: exaudi.org