Raúl Ortiz Toro, sacerdote
Generalmente, cuando le pregunto a una persona: ¿Eres santo? Suele abrir los ojos, en señal de admiración y un poco confusa responde radicalmente: “No”. Se nos ha enseñado que el santo no peca, no camina por los senderos tortuosos de las liviandades humanas: desde el egoísmo hasta la sonrisa. Porque también, un santo, según el imaginario, no puede divertirse, ni siquiera sanamente, porque se le ve mal. Hay toda una ideología alrededor de la santidad que no nos ha dejado creer la verdad de que hemos sido llamados a ella. El Concilio Vaticano II lo expresó con voz solemne en el numeral 40 de la Constitución Lumen Gentium (Luz de las Naciones): “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena”. Escuchando al Concilio podemos decir que todos, desde el momento de nuestro bautismo, tenemos un llamado a la Santidad que debemos trabajar en el diario vivir, con el hermoso objetivo de alcanzar un nivel de vida más humano.
Un poco más adelante, el Concilio resume la santidad en el deber de “entregarse con toda el alma a la gloria de Dios y el servicio del prójimo”. En primer lugar: ¿Qué es la gloria de Dios? Decía san Ireneo (Adversus haereses, 4, 20, 7) que “La gloria de Dios es el hombre viviente” o sea nosotros, como imagen y semejanza de Dios somos su gloria y en la medida que nos acercamos al ideal de Cristo descubrimos la gracia que el Señor nos transmite. En términos específicos nosotros no le “damos” gloria a Dios pues no podemos aportarle nada al Creador, pero somos su gloria en la medida en la que nos hacemos “Cristiformes”, o sea: ofrecemos nuestros sufrimientos, perdonamos al que nos ofende, vivimos las bienaventuranzas, etc. La segunda exigencia de la santidad es estar al servicio del prójimo, ver en el rostro de Cristo en las personas, desde las que nos incomodan hasta las que queremos profundamente, para servirlas con amor, y como el Señor, “sanar sus heridas con el aceite del consuelo y con el vino de la esperanza” como lo refiere el Prefacio Común VIII del Misal Romano.
Finalmente, quiero terminar con las palabras de san Juan Pablo II en la Audiencia del 23 de marzo de 1983 que nos resume maravillosamente este tema: “La santidad cristiana no consiste en ser impecables, sino en la lucha por no ceder y volver a levantarse siempre, después de cada caída. Y no deriva tanto de la fuerza de voluntad del hombre, sino más bien del esfuerzo por no obstaculizar nunca la acción de la gracia en la propia alma, y ser, más bien, sus humildes colaboradores”.
Qué hermosas palabras llenas de consuelo y esperanza. El santo no es el que nunca peca, sino que el que sabe aceptar sus limitaciones humanas, se pone en manos de Dios y grita, como Pedro en el mar de la tormenta: “Señor, sálvame” (Mateo 14,30) y se pone el empeño de tomar las medidas necesarias en su vida para no dejarse hundir.
La solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre) es una invitación a vivir la Santidad que muchos han asumido en sus vidas. Decía san Agustín: “Lo que éstos y éstas pudieron, ¿Por qué yo no?” En esa Comunión de los Santos se encuentran desde los santos declarados como tales por la Iglesia hasta los Santos anónimos, tantas personas con el corazón de Cristo que pasaron a la eternidad manifestando al mundo la gloria de Dios y ayudando a su prójimo. Allí también cabemos nosotros, con nuestro esfuerzo por ser santos; por lo tanto, es nuestra fiesta.
Fuente: exaudi.org