3/05/22

Las tentaciones de Jesús

1.º domingo de Cuaresma (Ciclo C). 


Evangelio (Lc 4,1-13)

Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo. No comió nada en estos días, y al final sintió hambre. Entonces le dijo el diablo:

— Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.

Y Jesús le respondió:

— Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre.

Después el diablo lo llevó a un lugar elevado y le mostró todos los reinos de la superficie de la tierra en un instante y le dijo:

— Te daré toda esta potestad y su gloria, porque me ha sido entregada y la doy a quien quiero. Por tanto, si me adoras, todo será tuyo.

Y Jesús le respondió:

— Escrito está: Adorarás al Señor tu Dios y solamente a Él darás culto.

Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso sobre el pináculo del Templo y le dijo:

— Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo desde aquí, porque escrito está: Dará órdenes a sus ángeles sobre ti para que te protejan y te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra.

Y Jesús le respondió:

— Dicho está: No tentarás al Señor tu Dios.

Y terminada toda tentación, el diablo se apartó de él hasta el momento oportuno.


Comentario

Comenzamos el tiempo de cuaresma recordando esos cuarenta días en los que Jesús ayunó en el desierto al comienzo de su vida pública. El pueblo de Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, fue tentado en su peregrinación por el desierto camino de la tierra prometida. Donde ellos cayeron, Jesús vence y nos da ejemplo de cómo vencer.

San Lucas hace notar que “fue conducido por el Espíritu al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo” (vv. 1-2). Las tentaciones no fueron una contrariedad que se cruzó en su camino, sino algo previsto en los planes de Dios para que aprendiésemos que, como Él, también nosotros seremos tentados.

Jesús siente hambre y el diablo, que está siempre al acecho, aprovecha esa circunstancia para tentarlo. Días antes, al recibir el bautismo de Juan, Jesús oyó la voz del cielo que le decía: “Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me he complacido” (Lc 3,22). ¿Será verdad? El diablo le pone por delante una necesidad física urgente, como la de tomar alimento, y le sugiere que lo haga comprobando, de paso, si efectivamente es el Hijo de Dios, capaz de superarla con un poder divino. Se trata de una provocación insidiosa, y muy actual. Cuando tantas personas pasan hambre en el mundo y apremia solucionar numerosas emergencias sociales, la Iglesia, por no decir Dios mismo, ¿no tendrían que interesarse primero por lo urgente, dejando lo demás para después? Jesús señala el mejor camino para resolver esas necesidades: sólo de un corazón alimentado por la palabra de Dios, recto y bueno, pueden surgir soluciones creativas y eficaces.

A continuación, el diablo le ofrece tanto poder y gloria cuanto pueda desear, a cambio de que lo adore. Intenta que ambicione mando y autoridad para pervertir su misión espiritual. Es la insidia de servirse del poder temporal para implantar el reino de Dios en la tierra, una tentación que también ha sufrido la Iglesia con el correr de los siglos. La cuestión que se plantea no es banal: ¿Qué medios hay que poner para que las esperanzas mesiánicas se realicen? ¿Qué aporta el cristianismo al mundo para solucionar sus problemas? En realidad, es algo muy sencillo. No se trata de ningún régimen político ni social. Lo que aporta es el conocimiento del Dios verdadero. “Adorarás al Señor tu Dios y solamente a Él darás culto” (v. 8), responde Jesús. Los reinos surgidos por la ambición de poder humano se van derrumbando. Sólo cuando se reconoce a Dios como creador y se respetan las leyes de la naturaleza, se alcanza el verdadero bien del hombre.

Por último, el diablo le sugiere realizar una acción espectacular ante las gentes que pululaban por los atrios y alrededores del Templo de Jerusalén, lanzándose desde su esquina más alta, para que unos ángeles detuvieran su caída ante la mirada atónita de aquellos espectadores. Sin duda, su reconocimiento como Mesías sería inmediato. ¿No hacía falta alguna señal clara para que se reconociera al enviado del Señor? Esta tentación también incide en una inquietud muy arraigada hoy: ¿Cómo se puede reconocer a Dios? ¿Es posible creer en él sin haber contemplado nunca nada extraordinario? ¿No es necesario comprobar experimentalmente su existencia? En realidad, quien trata a Dios como si fuera un objeto que ha de ser sometido a experiencias de laboratorio, nunca podrá encontrarlo. Ante la arrogancia intelectual, la respuesta de Jesús es la humildad: “No tentarás al Señor tu Dios” (v. 12).