João S. Clá Dias
Siete son los dones del Espíritu Santo, según Isaías (Is 11, 2-3), a saber: entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios.
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos en las potencias del alma (en el momento del Bautismo), para disponerla a recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo.
Primero, se ordenan a recibir la moción divina, y en este sentido se les puede considerar como hábitos receptivos o pasivos. Sin embargo, al recibir la moción divina, el alma reacciona vitalmente y la auxilia con facilidad y sin esfuerzo gracias al mismo don del Espíritu Santo, que actúa en este segundo aspecto como hábito operativo. Son, por tanto, hábitos pasivo-activos, desde diferentes puntos de vista.
Siete son los dones del Espíritu Santo, según Isaías ( Is 11, 2-3), a saber: entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios, de los cuales, los cuatro primeros pertenecen a la perfección de entendimiento, y los otros tres a la perfección de la voluntad.
Distinción entre virtudes y dones
La distinción esencial entre virtudes y dones está en la forma diferente de operar unas y otros: en la práctica de la virtud, la gracia nos deja activos, bajo el influjo de la prudencia; el uso de los dones, en cambio, cuando hemos alcanzado su pleno desarrollo, requiere de nuestra parte más docilidad que actividad. Una comparación: los que practican la virtud navegan remando; al contrario, quienes disfrutan de los dones navegan a vela, con lo que van más rápido y con menos esfuerzo. Los dones perfeccionan las virtudes teologales y morales (es decir, las cardinales y las que se derivan de ellas).
Dios da, junto con la gracia santificante, todos estos dones. Los concede, sin embargo, a cada uno en cierta medida. Sólo a María, por así decirlo, los dio sin medida. Repasemos brevemente.
Don de consejo
El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia, haciéndonos juzgar con prontitud y seguridad, por una especie de intuición sobrenatural, sobre lo que debemos hacer, especialmente en los casos difíciles. El objeto mismo del don de consejo es la buena dirección de las acciones particulares.
Admirable fue este don en María, a quien la Iglesia llama Madre del Buen Consejo. De hecho, el alma de María estuvo siempre volcada a Dios, de quien recibió con facilidad todas las aspiraciones, por lo que ella, más que cualquier otro santo, puede aplicar las palabras: Tu protección será un buen consejo y la prudencia te salvará (Pr 2, 11).
Pero fue especialmente en dos circunstancias que María Santísima nos hizo saber la forma eminente en que poseía este precioso don.
Esto sucedió, primero, en su presentación en el Templo, cuando, por inspiración divina, supo que agradaba a Dios que se le consagrara, desde la niñez, por voto de virginidad perpetua. En segundo lugar, fue en su Anunciación, cuando, al ser saludada por el Ángel como llena de gracia, y cuando se le pidió su consentimiento para el cumplimiento de la Encarnación, acudió al Nuncio celestial para conocer cuáles eran las disposiciones divinas a su respecto y conocidas éstas, se ofreció totalmente, como sierva, al Señor.
Don de piedad
El don de la piedad perfecciona la virtud de la religión, que es anexa a la justicia y produce en el corazón un afecto filial a Dios y una tierna devoción a las Personas y a las cosas divinas, para hacernos cumplir con santa prontitud nuestros deberes religiosos.
Si se nos permitiera penetrar con la mirada íntima de María, nos sorprendería el sentimiento de afecto filial por Dios, inspirado en su don de piedad. Esto llevó a María de niña a dedicar su actividad al servicio del Templo, que Ella, con la misma tierna piedad, veneraba sobre todas las cosas materiales. Fue el don de la piedad lo que le inspiró una especial veneración por la Sagrada Escritura, así como por las palabras pronunciadas por su Hijo Jesús, que todas guardaba en su corazón.
En el alma de la Inmaculada, todo cantaba a Dios sin resistencia alguna, en perfecta armonía de sus potencias y de todos sus actos, al soplo del Espíritu Santo. Su plenitud de gracia y santidad, su total correspondencia con las más ligeras inspiraciones divinas, su deseo único de glorificar a Dios, hicieron de la Virgen María el templo vivo más hermoso de la Santísima Trinidad. María es la criatura que más gloria dio al Señor.
Don de la fortaleza
El don de fortaleza perfecciona la virtud del mismo nombre, dando a la voluntad un impulso y una energía que la hace capaz de operar y de sufrir valientemente grandes cosas, superando todos los obstáculos.
Si consideramos, por un lado, la grandeza de la obra a realizar, a la cual María había sido predestinada por Dios y, por otro lado, las innumerables dificultades que tuvo que afrontar, no por parte de la carne, pues era inmaculada, sino por parte del diablo y del mundo, veremos que habría habido una razón justa para que Ella perdiera el coraje, si se hubiera quedado con sus propias fuerzas. ¿Cómo podría una criatura, en verdad santa, pero débil por naturaleza para encontrar tanto coraje para llevar a cabo una labor tan ardua y vencer a enemigos tan feroces? En la gracia de Dios, por Jesucristo, responde San Pablo.
Sí, por la gracia que le será dada casi sin medida por los méritos de Jesucristo, su Hijo, María superará todas las dificultades, todos los peligros y cumplirá la ardua empresa de cooperar con Cristo en el rescate de la humanidad. Esta gracia la hará imbatible, como una roca en medio de un mar embravecido, y la hará descansar en Dios como un niño en los brazos de su madre.
Don de temor
El don de temor perfecciona tanto la virtud de la esperanza como la virtud de la templanza, haciéndonos temer desagradar a Dios y estar separados de Él; la virtud de la templanza, alejándonos de los falsos placeres que podrían llevarnos a perder a Dios.
Es un don, por tanto, que inclina la voluntad al respeto filial de Dios, nos aleja del pecado que le desagrada y nos hace esperar su poderosa ayuda. Por tanto, no es ese temor de Dios que nos inquieta cuando recordamos nuestros pecados, que nos entristece y perturba.
Tampoco es el miedo al infierno (también llamado temor servil, que nos lleva a evitar la culpa por miedo al castigo), que basta para esbozar una conversión, pero no basta para terminar nuestra santificación. Es el temor reverencial y filial el que nos hace temer cualquier agravio contra Dios (aunque no conlleve pena o castigo).
En realidad, el temor de María era grande, pero no servil. De hecho, llena de gracia divina y tan pura, tan santa, ¿qué castigo podría temer? Ni siquiera había en ella ese temor llamado casto, que considera la posibilidad y el peligro de perder a Dios por el pecado, porque sabía que, por una ayuda especial del Espíritu Santo, no podía perder la gracia. De modo que el temor de María, como el temor de que el alma misma de Cristo estuvo oprimida, era un temor reverencial, producido por un vivo sentimiento de la infinita majestad de Dios y su infinito poder.
Don de ciencia
Nos resta considerar los tres dones intelectuales: ciencia, inteligencia y sabiduría. El don de ciencia nos hace juzgar correctamente las cosas creadas en su relación con Dios; el don de inteligencia descubre la íntima armonía de las verdades reveladas; el don de sabiduría nos hace juzgar, apreciar y degustar las cosas divinas (reveladas). Los tres tienen en común que nos dan un conocimiento experimental, o casi, porque nos hacen conocer las cosas divinas no a través del razonamiento o la reflexión, sino a través de una luz superior que nos hace llegar a ellas como si tuviéramos la experiencia.
La ciencia de la que estamos hablando es la ciencia filosófica o teológica, pero se llama ciencia de los santos, que nos hace juzgar las cosas santas creadas en su relación con Dios. Por tanto, el don de la ciencia puede definirse como aquello que, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, perfecciona la virtud de la Fe, haciéndonos conocer las cosas creadas en su relación con Dios.
Los objetos del don de la ciencia son, por tanto, las cosas creadas en cuanto que nos conducen a Dios, de donde proceden todas y por las que todas son preservadas. Son como escalones para subir a Él.
La Madre de Jesús poseía en grado eminente el don de ciencia, que la ayudó a distinguir el bien del mal en las criaturas con las que trataba a diario. Dios la había mantenido virgen, sin mancha. Nunca había experimentado el mal. Pasó por la Tierra como puro reflejo de Dios.
Y, sin embargo, ninguna otra criatura ha juzgado con tanta seguridad sobre el pecado. Ella percibía el mal con un instinto divino infalible. El Espíritu Santo la iluminó e ilustró sobre todo.
Madre de un Dios Salvador, su amor le hacía sentir la bondad y la malicia de todos los hombres, sus hijos (…) Ella conoció todos nuestros sentimientos humanos, sublimados por el amor divino. El corazón de María envuelve, en la misma ternura de una Madre, a su Hijo Jesús y a la multitud de sus hijos adoptivos.
Paseó por la creación maravillándose de descubrir en ella, a cada paso, un reflejo de los esplendores del Verbo (…) A sus ojos aparecían hombres y cosas iluminados por la claridad de Dios y, por contraste, también distinguía perfectamente la sombra del Mal. (…)
Ninguna criatura poseía la ciencia de los santos, el conocimiento del bien y del mal, de las posibilidades de caída y de resurgimiento contenidas en nuestra libertad como ella. Con su Fe traslúcida, juzgó perfectamente el encadenamiento de las causas segundas en el universo, a la luz de la ciencia de Dios.
Don de inteligencia
El don de la inteligencia se distingue del de ciencia porque su objetivo es mucho más amplio: no se limita a las cosas creadas únicamente, sino que se extiende a todas las verdades reveladas. Además, su mirada es más profunda, haciéndonos penetrar (Intus legere – leer dentro) el significado de las verdades reveladas. En verdad, no nos hace alcanzar los misterios de la Fe, pero sí nos hace comprender que, a pesar de su oscuridad, son creíbles, que se armonizan bien entre sí y con lo más noble de la razón humana. Esto confirma los motivos de credibilidad.
Que la Santísima Virgen tuvo el don de inteligencia de la manera más espléndida, consta que penetró claramente en las cosas que son de la Fe, en la medida de lo posible, a un alma en esta Tierra. Y conoció por abundante experiencia, como, por ejemplo, que Ella, Virgen, concibió a Dios; que Dios se hizo hombre; que Dios es uno en esencia y trino en personas; que el Hijo de Dios es Dios y hombre en unidad de persona. Conoció también la suma dignidad de su divina maternidad y la eminencia de sus gracias, la admirable economía de la redención humana y el papel que tenía por beneplácito divino en esa laboriosa obra. Cosas todas que Ella percibió con con-naturalidad y el espíritu afectuoso propios de la Madre de Dios y cooperadora de la Redención.
Don de sabiduría
El don de la sabiduría, el más perfecto de los tres dones intelectuales del Espíritu Santo, perfecciona la virtud de la caridad y reside, al mismo tiempo, en el intelecto y en la voluntad. Este don compendia todos los demás, así como la caridad compendia todas las demás virtudes.
Se puede definir, entonces, como un don que, al perfeccionar la virtud de la caridad, nos hace discernir y juzgar a Dios y las cosas divinas según sus principios más elevados, y darnos su sabor.
Que la Santísima Virgen María obtuvo en alto grado el don de la sabiduría, Dionisio el Cartujo lo atestigua bellamente: “Así como María fue, después de Cristo, inefablemente más santa que todos los santos, así también en el don de la sabiduría fue mayor, más perfecta y más espléndida que ningún otro.
Experimentó y saboreó más que todos con el paladar de la mente y de una manera inestimable, secretísimo, suavísimo, frecuentísimo y exuberantísimo, cuán suave es Dios, cuán bueno el Dios de Israel para los rectos de corazón, cuán bueno el Señor es para los que esperan en él, para el alma que lo busca; cuán inmensa es su dulzura, cuán verdaderamente es el Dios escondido, más secreto que todos los misterios, que resplandece con candidez y se manifiesta al alma purificada con misericordia paternal, clemencia y abundancia para contemplarlo y degustarlo. (…)
El Espíritu Santo, con los siete dones, reposó en el corazón de María con una plenitud indecible, y con el don de la sabiduría, la adornó con una belleza incomparable. Aún más. La pureza de corazón dispone en gran medida para el aumento y complemento de la sabiduría.
En el alma malévola no entrará la sabiduría, etc. Dado que la Virgen María resplandeció con tanta pureza y santidad, que después de Dios no se puede concebir mayor, se entiende que la Sabiduría increada se trasladase e se infundiese abundantísimamente en el alma de María, y el don de la sabiduría hiciese progresos tan inefables en esta eminente Madre de la Sabiduría”.
Fuente: es.gaudiumpress.org/