Antonio Schlatter Navarro
Aprovechando que el Sena pasa por París, me gustaría hacer una reflexión en voz alta sobre el triste episodio acaecido el pasado 26 de julio en la inauguración de las Olimpiadas. Como se pueden fácilmente imaginar, me refiero a la blasfemia pública y premeditada en torno a la representación de la Última Cena.
He leído todo tipo de comentarios, la mayoría de ellos muy sensatos y acertados, acerca del carácter ofensivo e insensible de la actuación. Y todo tipo de reacciones. Casi todas ellas giran en torno al debate (tan liberal y tan falaz en el fondo) sobre hasta qué punto debe ser permitida la libertad de expresión cuando se trata de sentimientos religiosos, tema que en Francia se debate desde hace décadas y que a España ha llegado en los últimos años de la mano de las mismas ideologías. Hay otras opiniones y reacciones, pero casi todas ellas se centran en ese aspecto moral, de respeto, de los derechos... En mi opinión, no se salen del modo de razonar occidental moderno acerca de límites objetivos para libertades subjetivas. Ese laberinto que la Modernidad se ha construido con paneles movibles para manejarlo a su antojo.
Me gustaría no quedarme en ese plano de lo ético y lo formal, de lo que se puede o no se puede, se debe o no se debe, y profundizar un poco más. Quiero preguntarme por qué se eligió precisamente la Última Cena como imagen y símbolo para denigrar lo que se quería denigrar: el Cristianismo. Ya sé que eso incluye también la pregunta de por qué se atacan los signos cristianos y no los musulmanes, por ejemplo. Y no me vale en este caso como respuesta el cainismo (es Francia, no España), ni me vale tampoco el temor a una represalia violenta por parte de los fundamentalistas islámicos, ni me vale el ataque continuo de las ideologías de género contra todo lo cristiano. No me vale, no tanto porque no sean en parte los motivos de por qué se atacó la imagen de la Última Cena y no una imagen de Mahoma, sino porque, como digo, me gustaría ir un poco más al fondo del Sena. Aprovechando que pasa por París. A veces han ridiculizado la Cruz, otras a la Santísima Virgen… ¿Por qué en las Olimpiadas se ha elegido la Última Cena como símbolo cristiano a profanar?
Para comenzar quiero recordar que ese mismo día se cumplían justamente ocho años del asesinato del Siervo de Dios Jacques Hamel, sacerdote de 86 años y 60 de sacerdocio, que fue degollado por dos miembros del Estado Islámico mientras celebraba la Santa Misa. Se había jubilado hace casi una década, pero seguía trabajando como cura auxiliar en la iglesia Saint Etienne-du-Rouvray, un suburbio de Ruán, del noroeste de Francia. Era la primera vez en dos siglos que un cura era asesinado en Francia durante una Misa.
Con estos prolegómenos y con ese testimonio en mente, pongámonos por un momento más serios y vayamos en directo al núcleo de lo que no consigo quitarme de mi cabeza desde hace varios días y ahora deseo compartir. Veamos la secuencia en tres pasos consecutivos:
- El padre Hamel entregó su vida a Cristo, durante muchos años como sacerdote, pero de un modo definitivo, “hasta el extremo”, en aquella última Misa que fue su Última Cena.
- Hizo esa entrega definitiva precisamente dentro del Sacrificio de la Misa, memorial de la Última Cena, en ese cenáculo donde Jesús “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”, y les entregó su Cuerpo y su Sangre que anunciaban su inminente muerte en la Cruz.
- Y finalmente, con ese sacrificio redentor y salvador –y esto es lo esencial y a donde me quiero dirigir-, por ser Él quien da la vida y no otro quien se la quita, por ser víctima inocente y no culpable, por llevar consigo todos nuestros pecados, y sobre todo por vencer a la muerte por su Resurrección, con esa entrega de Amor por nosotros Jesucristo invirtió el sentido sacrificial que habían tenido hasta entonces todos los sacrificios de todas las religiones paganas que precedieron a la llegada de Cristo (subsistieran o no en la era cristiana, pues sacrificios paganos sigue habiéndolos en distintos puntos del planeta). Esos sacrificios eran los que alimentaban y justificaban las celebraciones y competiciones que tenían lugar en honor de sus deidades. Entre ellos destacaban los Juegos Olímpicos.
Pido perdón porque como habrán notado en su ánimo y en su mente tras leer el último párrafo, acabamos de pasar un rápido del Sena. Sigamos por aguas más tranquilas la corriente de ese río tan imperial como poco salubre para desgranar lo que ya hemos dicho…
Las Olimpiadas fueron prohibidas cuando el Cristianismo se asentó en el Imperio, porque eran unos juegos que se sostenían sobre una creencia en dioses que tenían que ser aplacados por los sacrificios, bien de animales bien de personas, con tal de que esos dioses o ese dios nos asegurara las cosechas, la paz, la fecundidad (¿no era acaso un guiño a la diosa de la fertilidad la elección de la mujer que fue elegida para suplantar a Jesús en la blasfema performance del puente del Sena?)… Y eso había que celebrarlo y recordarlo con espectáculos y pruebas que reforzaran la identidad y grandeza del pueblo correspondiente, creyente en unas u otras divinidades (al principio eran unas pocas; luego fueron aumentando hasta llegar a ser innumerables: todas las de los pueblos y tribus que iban conquistando)
Como no podía ser de otro modo (pues Francia es probablemente el país que mejores intelectuales ha dado en los últimos decenios), ha sido precisamente un francés, René Girard, quien ha puesto el dedo en la llaga al desvelar no sólo la relación de la violencia con lo sagrado a la que antes aludíamos, mostrando sin ambages cómo el sacrificio está en el origen de la cultura, sino que, estudiando las Sagradas Escrituras, llegó más lejos hasta comprender con enorme y providencial clarividencia que es precisamente Cristo quien desenmascara ese mecanismo de violencia haciéndose Él mismo la víctima inocente que carga con los pecados de toda la Humanidad.
No es ahora el momento de entrar en el pensamiento de este autor. Pero baste decir que Girard muestra cómo hasta Cristo era necesario elegir una víctima que lograra aplacar la violencia entre los pueblos o entre las personas, generada por el deseo mimético. Pero Cristo invierte ese modo de pensar. Ya no habrá más víctimas culpables que aplaquen a los dioses; Cristo será la víctima inocente, que se ofrece a sí mismo para aplacar a los hombres de su violencia. Es el Mandamiento del Amor, que Cristo enseñó en el Sermón de la Montaña y que se hace posible gracias a su entrega por Amor en la Cruz, adelantado en la Última Cena y renovado en cada Misa que se celebre hasta el final de los tiempos.
Por todo esto se puede decir -ya que el Sena pasa por donde pasa-, que detrás de esta reciente blasfemia en la que coinciden todas aquellas ideologías que generan violencia, bien sea matando inocentes (fundamentalismos religiosos) o bien sea ofendiendo mortalmente las vidas de los demás (fundamentalismos ateos), se desvela y revela algo que sigue siendo una hermosa novedad: que se puede revertir toda violencia gracias a la corriente de Amor que Cristo ha derramado en nuestros corazones gracias a su sacrificio. Ese es el corazón del Cristianismo.
Me encanta esa definición que daba san Josemaría describiendo la Santa Misa: “la corriente trinitaria de Amor por los hombres que se perpetúa de manera sublime en cada Eucaristía”. Por grande que sea la corriente del Sena y de todos los Senas del mundo, y por potentes que puedan parecer las corrientes ideológicas que se revuelven en última instancia contra el propio hombre (pues a Dios no le pueden hacer daño por más que quieran), esa otra corriente de Amor que une al Padre y al Hijo con la cooperación del Espíritu Santo, esa corriente que se alimenta constantemente de la sangre y del agua que brotan del costado abierto de Nuestro Señor, es sobreabundante e infinita, y anega y vivifica todo lo que encuentra en su recorrido.
Me viene ahora a la cabeza esa otra gran pensadora francesa, Simone Weil, absorta ante la Eucaristía (no confundir, por favor, con Simone Veil, también francesa, que bien podría haber auspiciado la blasfemia pública del otro día en aras del europeísmo). Pues bien, Simone Weil, como Leon Bloy, Jacques Maritain, Paul Claudel… por nombrar franceses. O como nuestro Narciso Yepes que se convirtió una mañana acodado en un puente del Sena viendo pasar el agua (¿Sería el de las drag Queens? Pienso que sí. Dios tiene sentido del humor…), o como René Girard, o tantos otros que han sido y serán almas grandes, y que se convirtieron a Cristo cuando comprendieron la radical novedad del Cristianismo. Cuando comprendieron que en la Última Cena está todo el Cristianismo. Como lo entienden perfectamente quienes quieren atacarlo.
Esta es mi reflexión. En definitiva, que el Cristianismo sigue teniendo el mismo “problema” que en los comienzos de la Iglesia, cuando también había Olimpiadas y diosecillos: es demasiado novedoso para nuestras ancianas mentes modernas. Y cuando la Fe cristiana está cansada, como en esta Europa que habitamos, es lógico que se rebele contra ese único enemigo que es el auténtico Cristianismo, el Cristianismo de manantial, no ese otro de aguas impotables que arrastran ahora una barca, ahora un pescado, ahora una lata vacía, ahora una blasfemia. El Cristianismo de aguas cristalinas que salió de los labios de Cristo en la Última Cena sigue siendo la única novedad que se ha dado en la Historia. Y se comprende perfectamente que nuestro Cristianismo secularizado haga de las Olimpiadas una paraliturgia, justifique todo tipo de atropellos en aras (¡en el altar!) de la libertad, y no necesite atacar a cualquier otra religión que no sea la cristiana, que ni molesta a sus fines últimos ni se distingue de él en sus procedimientos victimarios.
Como corolario de lo anterior, un aviso a navegantes, pero a navegantes que defienden defender la nave, no de los que forman parte del motín. ¿Cómo valorar la blasfemia del otro día?¿Con enojo, con desánimo… con violencia? Pienso que no. Más bien como una prueba de que Europa necesita recuperar desde luego sus raíces cristianas, pero que éstas y sus manifestaciones (la Santa Misa en su centro), a pesar de tantísimas voces agoreras, están más vivas que nunca. Como acaba de contemplar el mundo entero, la Última Cena sigue siendo el símbolo a batir, la mesa que se debe profanar, si se pretende atacar toda la cultura cristiana que nos sostiene.
Y ya que el Sena pasa por París, apelo al espíritu de Jean Valjean y pido sólo un poco de paciencia. Hay cosas que necesitan su tiempo para que terminen bien. Todas ellas, porque cuentan con el tiempo y porque terminan bien, son historias cristianas. Que se lo digan si no a los que estuvieron en la Última Cena.
Fuente: almudi.org