7/31/24

Aprovechando que el Sena pasa por Paris

Antonio Schlatter Navarro


Aprovechando que el Sena pasa por París, me gustaría hacer una reflexión en voz alta sobre el triste episodio acaecido el pasado 26 de julio en la inauguración de las Olimpiadas. Como se pueden fácilmente imaginar, me refiero a la blasfemia pública y premeditada en torno a la representación de la Última Cena.

He leído todo tipo de comentarios, la mayoría de ellos muy sensatos y acertados, acerca del carácter ofensivo e insensible de la actuación. Y todo tipo de reacciones. Casi todas ellas giran en torno al debate (tan liberal y tan falaz en el fondo) sobre hasta qué punto debe ser permitida la libertad de expresión cuando se trata de sentimientos religiosos, tema que en Francia se debate desde hace décadas y que a España ha llegado en los últimos años de la mano de las mismas ideologías. Hay otras opiniones y reacciones, pero casi todas ellas se centran en ese aspecto moral, de respeto, de los derechos... En mi opinión, no se salen del modo de razonar occidental moderno acerca de límites objetivos para libertades subjetivas. Ese laberinto que la Modernidad se ha construido con paneles movibles para manejarlo a su antojo.

          Me gustaría no quedarme en ese plano de lo ético y lo formal, de lo que se puede o no se puede, se debe o no se debe, y profundizar un poco más. Quiero preguntarme por qué se eligió precisamente la Última Cena como imagen y símbolo para denigrar lo que se quería denigrar: el Cristianismo. Ya sé que eso incluye también la pregunta de por qué se atacan los signos cristianos y no los musulmanes, por ejemplo. Y no me vale en este caso como respuesta el cainismo (es Francia, no España), ni me vale tampoco el temor a una represalia violenta por parte de los fundamentalistas islámicos, ni me vale el ataque continuo de las ideologías de género contra todo lo cristiano. No me vale, no tanto porque no sean en parte los motivos de por qué se atacó la imagen de la Última Cena y no una imagen de Mahoma, sino porque, como digo, me gustaría ir un poco más al fondo del Sena. Aprovechando que pasa por París. A veces han ridiculizado la Cruz, otras a la Santísima Virgen… ¿Por qué en las Olimpiadas se ha elegido la Última Cena como símbolo cristiano a profanar?

          Para comenzar quiero recordar que ese mismo día se cumplían justamente ocho años del asesinato del Siervo de Dios Jacques Hamel, sacerdote de 86 años y 60 de sacerdocio, que fue degollado por dos miembros del Estado Islámico mientras celebraba la Santa Misa. Se había jubilado hace casi una década, pero seguía trabajando como cura auxiliar en la iglesia Saint Etienne-du-Rouvray, un suburbio de Ruán, del noroeste de Francia. Era la primera vez en dos siglos que un cura era asesinado en Francia durante una Misa.

          Con estos prolegómenos y con ese testimonio en mente, pongámonos por un momento más serios y vayamos en directo al núcleo de lo que no consigo quitarme de mi cabeza desde hace varios días y ahora deseo compartir. Veamos la secuencia en tres pasos consecutivos:

  • El padre Hamel entregó su vida a Cristo, durante muchos años como sacerdote, pero de un modo definitivo, “hasta el extremo”, en aquella última Misa que fue su Última Cena.
  • Hizo esa entrega definitiva precisamente dentro del Sacrificio de la Misa, memorial de la Última Cena, en ese cenáculo donde Jesús “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”, y les entregó su Cuerpo y su Sangre que anunciaban su inminente muerte en la Cruz.
  • Y finalmente, con ese sacrificio redentor y salvador –y esto es lo esencial y a donde me quiero dirigir-, por ser Él quien da la vida y no otro quien se la quita, por ser víctima inocente y no culpable, por llevar consigo todos nuestros pecados, y sobre todo por vencer a la muerte por su Resurrección, con esa entrega de Amor por nosotros Jesucristo invirtió el sentido sacrificial que habían tenido hasta entonces todos los sacrificios de todas las religiones paganas que precedieron a la llegada de Cristo (subsistieran o no en la era cristiana, pues sacrificios paganos sigue habiéndolos en distintos puntos del planeta). Esos sacrificios eran los que alimentaban y justificaban las celebraciones y competiciones que tenían lugar en honor de sus deidades. Entre ellos destacaban los Juegos Olímpicos.

Pido perdón porque como habrán notado en su ánimo y en su mente tras leer el último párrafo, acabamos de pasar un rápido del Sena. Sigamos por aguas más tranquilas la corriente de ese río tan imperial como poco salubre para desgranar lo que ya hemos dicho…

Las Olimpiadas fueron prohibidas cuando el Cristianismo se asentó en el Imperio, porque eran unos juegos que se sostenían sobre una creencia en dioses que tenían que ser aplacados por los sacrificios, bien de animales bien de personas, con tal de que esos dioses o ese dios nos asegurara las cosechas, la paz, la fecundidad (¿no era acaso un guiño a la diosa de la fertilidad la elección de la mujer que fue elegida para suplantar a Jesús en la blasfema performance del puente del Sena?)… Y eso había que celebrarlo y recordarlo con espectáculos y pruebas que reforzaran la identidad y grandeza del pueblo correspondiente, creyente en unas u otras divinidades (al principio eran unas pocas; luego fueron aumentando hasta llegar a ser innumerables: todas las de los pueblos y tribus que iban conquistando)

          Como no podía ser de otro modo (pues Francia es probablemente el país que mejores intelectuales ha dado en los últimos decenios), ha sido precisamente un francés, René Girard, quien ha puesto el dedo en la llaga al desvelar no sólo la relación de la violencia con lo sagrado a la que antes aludíamos, mostrando sin ambages cómo el sacrificio está en el origen de la cultura, sino que, estudiando las Sagradas Escrituras, llegó más lejos hasta comprender con enorme y providencial clarividencia que es precisamente Cristo quien desenmascara ese mecanismo de violencia haciéndose Él mismo la víctima inocente que carga con los pecados de toda la Humanidad.

No es ahora el momento de entrar en el pensamiento de este autor. Pero baste decir que Girard muestra cómo hasta Cristo era necesario elegir una víctima que lograra aplacar la violencia entre los pueblos o entre las personas, generada por el deseo mimético. Pero Cristo invierte ese modo de pensar. Ya no habrá más víctimas culpables que aplaquen a los dioses; Cristo será la víctima inocente, que se ofrece a sí mismo para aplacar a los hombres de su violencia. Es el Mandamiento del Amor, que Cristo enseñó en el Sermón de la Montaña y que se hace posible gracias a su entrega por Amor en la Cruz, adelantado en la Última Cena y renovado en cada Misa que se celebre hasta el final de los tiempos.

          Por todo esto se puede decir -ya que el Sena pasa por donde pasa-, que detrás de esta reciente blasfemia en la que coinciden todas aquellas ideologías que generan violencia, bien sea matando inocentes (fundamentalismos religiosos) o bien sea ofendiendo mortalmente las vidas de los demás (fundamentalismos ateos), se desvela y revela algo que sigue siendo una hermosa novedad: que se puede revertir toda violencia gracias a la corriente de Amor que Cristo ha derramado en nuestros corazones gracias a su sacrificio. Ese es el corazón del Cristianismo.

          Me encanta esa definición que daba san Josemaría describiendo la Santa Misa: “la corriente trinitaria de Amor por los hombres que se perpetúa de manera sublime en cada Eucaristía”. Por grande que sea la corriente del Sena y de todos los Senas del mundo, y por potentes que puedan parecer las corrientes ideológicas que se revuelven en última instancia contra el propio hombre (pues a Dios no le pueden hacer daño por más que quieran), esa otra corriente de Amor que une al Padre y al Hijo con la cooperación del Espíritu Santo, esa corriente que se alimenta constantemente de la sangre y del agua que brotan del costado abierto de Nuestro Señor, es sobreabundante e infinita, y anega y vivifica todo lo que encuentra en su recorrido.

Me viene ahora a la cabeza esa otra gran pensadora francesa, Simone Weil, absorta ante la Eucaristía (no confundir, por favor, con Simone Veil, también francesa, que bien podría haber auspiciado la blasfemia pública del otro día en aras del europeísmo). Pues bien, Simone Weil, como Leon Bloy, Jacques Maritain, Paul Claudel… por nombrar franceses. O como nuestro Narciso Yepes que se convirtió una mañana acodado en un puente del Sena viendo pasar el agua (¿Sería el de las drag Queens? Pienso que sí. Dios tiene sentido del humor…), o como René Girard, o tantos otros que han sido y serán almas grandes, y que se convirtieron a Cristo cuando comprendieron la radical novedad del Cristianismo. Cuando comprendieron que en la Última Cena está todo el Cristianismo. Como lo entienden perfectamente quienes quieren atacarlo.

          Esta es mi reflexión. En definitiva, que el Cristianismo sigue teniendo el mismo “problema” que en los comienzos de la Iglesia, cuando también había Olimpiadas y diosecillos: es demasiado novedoso para nuestras ancianas mentes modernas. Y cuando la Fe cristiana está cansada, como en esta Europa que habitamos, es lógico que se rebele contra ese único enemigo que es el auténtico Cristianismo, el Cristianismo de manantial, no ese otro de aguas impotables que arrastran ahora una barca, ahora un pescado, ahora una lata vacía, ahora una blasfemia. El Cristianismo de aguas cristalinas que salió de los labios de Cristo en la Última Cena sigue siendo la única novedad que se ha dado en la Historia. Y se comprende perfectamente que nuestro Cristianismo secularizado haga de las Olimpiadas una paraliturgia, justifique todo tipo de atropellos en aras (¡en el altar!) de la libertad, y no necesite atacar a cualquier otra religión que no sea la cristiana, que ni molesta a sus fines últimos ni se distingue de él en sus procedimientos victimarios.

Como corolario de lo anterior, un aviso a navegantes, pero a navegantes que defienden defender la nave, no de los que forman parte del motín. ¿Cómo valorar la blasfemia del otro día?¿Con enojo, con desánimo… con violencia? Pienso que no. Más bien como una prueba de que Europa necesita recuperar desde luego sus raíces cristianas, pero que éstas y sus manifestaciones (la Santa Misa en su centro), a pesar de tantísimas voces agoreras, están más vivas que nunca. Como acaba de contemplar el mundo entero, la Última Cena sigue siendo el símbolo a batir, la mesa que se debe profanar, si se pretende atacar toda la cultura cristiana que nos sostiene.

Y ya que el Sena pasa por París, apelo al espíritu de Jean Valjean y pido sólo un poco de paciencia. Hay cosas que necesitan su tiempo para que terminen bien. Todas ellas, porque cuentan con el tiempo y porque terminan bien, son historias cristianas. Que se lo digan si no a los que estuvieron en la Última Cena.

Fuente: almudi.org



7/30/24

Los Juegos Olímpicos y la relevancia de los católicos en la cultura contemporánea

Giovanni Tridente

La inauguración de los Juegos Olímpicos en París ha vuelto a llamar la atención pública sobre cuestiones fundamentales acerca de la relación entre fe, cultura y sociedad moderna.

La reciente inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024 ha reavivado el debate sobre la presencia y el papel de los valores cristianos en la sociedad contemporánea. El acontecimiento, que tradicionalmente celebra la unidad y la diversidad mundiales, se ha convertido en el centro de una polémica en la que están implicados varios miembros de la Iglesia católica y ha vuelto a llamar la atención pública sobre cuestiones fundamentales acerca de la relación entre fe, cultura y sociedad moderna.

En el centro de la polémica estuvo una representación artística durante la ceremonia inaugural que, según muchos observadores, parecía recordar la iconografía de la “Última Cena” de Leonardo da Vinci, pero reinterpretada en clave “queer”. Varios obispos católicos expresaron su enérgica desaprobación, calificando la representación de “repugnante” e “irrespetuosa” con los símbolos sagrados del cristianismo.

En particular, surge la urgencia de “volver a despertar la fe y la pasión, sin las cuales no es posible ninguna verdadera iniciativa cultural”, especialmente mientras asistimos al fenómeno mundial de la “desculturización de la religión y de los fenómenos religiosos”.

Una fe meditada

El concepto central del pensamiento del fundador de la Comunidad de Sant’Egidio gira en torno a la idea de una “fe pensada”, retomando una intuición de san Juan Pablo II: “Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente aceptada, no enteramente pensada, no fielmente vivida”.

Esta visión sugiere que el catolicismo, para mantener su relevancia e incisividad en el mundo contemporáneo, debe entablar un diálogo profundo y continuo con la cultura, en lugar de limitarse a reacciones defensivas o condenatorias. Además, Bergoglio pensaba lo mismo cuando era arzobispo en Buenos Aires, recuerda Riccardi, subrayando la continuidad de un pensamiento que ve en la cultura una expresión vital de la fe.

El historiador Riccardi, que también es profesor emérito de la Universidad “Roma Tre”, no oculta su preocupación por la situación actual del catolicismo: “La fragilidad de la expresión actual de la cultura católica -reflexiona- deriva de la fragilidad de la fe vivida, más aún, de la fragilidad de nuestras comunidades y de la renuncia a decir una palabra de importancia”. Más que “de importancia”, de hecho, esta palabra a menudo sólo tiene el carácter de una indignación como fin en sí misma. Es signo de una fragilidad que se manifiesta en un “catolicismo acurrucado en los rincones de la vida urbana”, poco proactivo.

Cultura nacida de la pasión

Así pues, la solución no reside en un simple llamamiento a los intelectuales católicos, como si fueran los únicos portadores del pensamiento razonado, sino en el despertar de la pasión en las comunidades cristianas: “El verdadero problema es el bajo nivel de pasión en las comunidades cristianas”. En cambio, es necesario ser conscientes -añade el historiador- de que “toda operación cultural nace de una gran pasión, y digamos también de la gran pasión desencadenada por la fe”.

Citando a Pablo VI, Riccardi recuerda que: “El mundo sufre por falta de pensamiento”. Un concepto ampliado más tarde por el Papa Francisco: “El mundo se ahoga por falta de diálogo”.

Reflexión y diálogo

Esto abre una nueva perspectiva sobre cómo el catolicismo puede mantener su relevancia en una sociedad cada vez más plural y secularizada. En lugar de replegarse a una postura defensiva o de confrontación, Riccardi propone, siguiendo el ejemplo de los sucesivos papas, un catolicismo que se comprometa activamente con la cultura contemporánea, ofreciendo ese plus de pensamiento crítico, capaz de dialogar al mismo tiempo con la complejidad del mundo moderno.

Vuelve entonces el reto crucial: cómo mantener la propia identidad y los propios valores dialogando constructivamente con una sociedad que cambia rápidamente. Ciertamente, no hay que temer la confrontación, de la que puede surgir una oportunidad de renovación y crecimiento, también para la propia fe, que sabe cómo hacerse relevante en el contexto global actual.

Una fe que sin duda hay que volver a despertar, posiblemente con gran pasión.

Fuente: omnesmag.com

7/29/24

Sacrificio

Ignacio Sánchez Cámara

Nuestro tiempo adolece de una incapacidad para el sacrificio. Apenas puede comprender qué es. El sacrificio no consiste en hacer algo que nos resulta incómodo, difícil o incluso heroico. Consiste en entregar la propia vida, toda ella, a algo o a alguien. La idea de entregar la vida suena a algo incomprensible o ridículo. Entregarse uno mismo.

Pero tampoco son buenos tiempos para la generosidad y la solidaridad auténticas. Son estas virtudes personales. No es posible ser generoso con lo que a uno no le pertenece. No hay generosidad por cuenta ajena. El Estado no puede ser generoso porque todo lo que posee es ajeno. Tiene que ser justo, pero no solidario ni generoso. Tampoco es posible la solidaridad estatal, porque ella consiste en asumir como propia una causa ajena, y la obligación del Estado es ser justo, no apoyar causas ajenas. Su única causa es la justicia. La filantropía moderna es falsa e inauténtica. En ella reside la impostura moral de la mayor parte de la izquierda.

Consideremos la política sobre la inmigración. No conozco el caso, acaso sea ignorancia, de ningún político de la izquierda radical que acoja en su casa (en muchos casos, mansión) a ningún indigente, nacional o extranjero. Pero no deja de exhibir su solidaridad y generosidad, eso sí, siempre con cargo al presupuesto estatal. Esto es ser solidario y generoso con el dinero ajeno. La izquierda agita la cuestión social como arma de propaganda política. Siempre es aleccionador comprobar lo que alguien hace y contrastarlo con lo que dice. Es cierto que el gran filósofo Max Scheler decía que él era como un poste que indica el camino que se debe seguir, aunque él no lo siguiera. Pero no fue ese su más memorable momento moral.

Creo que la más admirable expresión de lo que es la generosidad se resume en la divina parábola del buen samaritano. Quizá muy pronto, casi ya, habrá que contarla. Acaso no sea necesario a la mayoría de los lectores de este diario. Otra cosa es hipocresía y fariseísmo. No parece que la izquierda radical cumpla el precepto evangélico de que no sepa tu mano derecha lo que hace tu mano izquierda. Quizá porque sólo tiene una mano. Es natural que padezca una intensa alergia al Evangelio.

Recuerda el gran místico Thomas Merton que, para san Bernardo, la misericordia es la gran realidad de la vida espiritual. Esta misericordia no consiste en una filantropía condescendiente y autocomplaciente, ni en una especie de paternalismo benevolente. «Supone sacrificarse de verdad, poner a los demás por delante de nosotros, sentir su dolor como propio, cargar con la cruz de los otros, sufrir con ellos, y no convertir sus padecimientos en una ocasión para la vanidad autocomplaciente».

El ideal de nuestro tiempo indigente, si es que caber hablar propiamente de ideal, es una vida autónoma y placentera. Placer y autorrealización. Y adormecer la mala conciencia, si es que apunta, con el balsámico narcótico del altruismo. ¿Qué lugar queda para el sacrificio? Apenas sabemos ya lo que es. Es la entrega de la propia vida a algo o a alguien. El que pierde su vida, la ganará. El supremo acto de dignidad es el sacrificio: la entrega de la propia vida. El sacrificio es la máxima expresión del amor. Incluso supera al amor. Dios es amor, y sacrificio. Esta donación absoluta es algo divino. Esta donación y olvido de sí es lo que muestra, según el filósofo Jan Patocka, la sustancia cristiana, lo única que expresa lo que es el cristianismo.

Para comprender lo que es el sacrificio puede contemplarse la bellísima, por espiritual, película Sacrificio de Andrei Tarkovski. El sacrificio sólo es posible a través de la espiritualidad. En cierto sentido, es la espiritualidad misma. El materialismo, como aborto del espíritu, lo mata antes de que pueda nacer. Sólo el sacrificio puede salvarnos.

Fuente: eldebate.com

¿Quién tiene la culpa de que haya hambre en el mundo?

Juan Luis Selma

La solución está en una mejor distribución, en tener más sentido solidario

La respuesta fácil es decir que la tiene Dios: si de verdad existe y es todopoderoso, ¿no podría hacer que cayera maná del cielo todos los días? Pues, efectivamente, cae todos los días, lo que pasa es que hay aprovechados que no dejan nada para lo demás.

¿Es verdad que no se puede alimentar a todo el mundo o hay comida de sobra si estuviera bien repartida? La IA responde lo siguiente: es una paradoja compleja. Aunque la producción mundial de alimentos es suficiente para nutrir a toda la población, el hambre persiste en algunas partes del mundo. Aquí hay algunas razones clave: desperdicio de alimentos. Cada año, aproximadamente un tercio de toda la comida se pierde; si recuperáramos solo el 25% de esa comida, podríamos alimentar a 870 millones de personas con hambre.

Además, la distribución es desigual: a pesar de la abundancia global, la distribución de alimentos no es equitativa. Algunas regiones sufren más que otras debido a conflictos, pobreza y falta de acceso a infraestructuras adecuadas. La solución está en una mejor distribución, en tener más sentido solidario, en darnos cuenta de que “sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social”, como dijo san Juan Pablo II recién elegido. No podemos vivir de espaldas a los demás. Los hombres formamos una gran familia, nadie nos puede ser ajeno.

Leemos en el libro de los Reyes: “En aquellos días, acaeció que un hombre de Baal Salisá vino trayendo al hombre de Dios primicias de pan, veinte panes de cebada y grano fresco en espiga. Dijo Eliseo: Dáselo a la gente y que coman. Su servidor respondió: ¿Cómo voy a poner esto delante de cien hombres?. Y él mandó: Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor, comerán y sobrará. Y lo puso ante ellos, comieron y aún sobró, conforme a la palabra del Señor".

También Jesús da de comer a multitudes hambrientas, pero, como sucede en el Antiguo Testamento, requiere que los hombres aporten lo que tienen. En una ocasión se sirvió de cinco panes y dos peces de un muchacho para dar de comer a miles de personas.

La sociedad occidental, la nuestra, vive un auténtico delirio consumista. Se podría decir que basamos la felicidad en la capacidad de consumir: a mayor poder adquisitivo, más felicidad. Y esto, en el fondo lo sabemos, es un error. Somos esclavos de la propaganda consumista. El grado de poder adquisitivo se ha convertido en un elemento de significación social. No nos valoramos por lo que somos sino por lo que podemos gastar. Compramos para mejorar la autoestima, para escalar en el grado de admiración, por rutina. Consumimos por enfermedad: por ansiedad.

La felicidad no la da el tener sino el ser. Puedo tener mucho y ser un desgraciado. El señorío de ser uno mismo, de ser libre, de poder estar por encima de lo que digan los demás, de las diversas situaciones en las que me puedo encontrar, de salud, edad, éxito… Saber quién soy, qué quiero y a dónde voy, es mucho más esencial que lo que pueda tener. Podemos caer en el engaño de buscar la autorrealización en el mundo de los deseos, de los sueños, de las quimeras, olvidando que la realidad, por dura que sea, es lo que hay y es lo mejor.

Hay una virtud preciosa y olvidada, la templanza. En mi tierra, para expresar que una persona es agraciada, guapa, se decía: ¡qué templado/a es! Da belleza, comedimiento, medida, continencia. Lo contrario es desenfreno, glotonería, lujuria, fealdad. Podemos crecer en este modo de vivir y podemos educar a los nuestros. Podemos descubrir su belleza.

Si vivimos con sobriedad, son señorío, tendremos paz, alegría, ánimo y estaremos en condiciones de hacer agradable esta virtud a los hijos. Les defenderemos de la trampa del consumismo. Es una batalla difícil de ganar; hay infinitos frentes adversos: la moda, los medios, los amigos… Pero nos jugamos nuestra felicidad y la de los nuestros. Nos jugamos nuestra fe. Las Bienaventuranzas tienen un común denominador en la templanza y sobriedad. La caridad, base de la vida cristiana, nos lleva a compartir, a dar, a estar pendientes de los demás.

No basta con el ejemplo para educar en este modo de vivir, hay que transmitir el sentido que tiene. Copio: “Hay que saber explicar, saber fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso, saber oponerse -y pedir al Señor la fuerza para hacerlo- a los caprichos que el ambiente y los apetitos del niño -ciertamente naturales, pero mediados ya por una incipiente concupiscencia- reclaman”.

“Si la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando natural tal modo de proceder”. Además, tenemos el ejemplo de Jesús que hizo recoger las sobras en la multiplicación de los panes.

Fuente: eldiadecordoba.es


7/28/24

Ofrecer, dar gracias y compartir

El Papa en el Ángelus


Hoy, el Evangelio de la Liturgia nos habla del milagro de los panes y los peces (cfr. Jn 6,1-15). Un milagro, es decir, un “signo”, cuyos protagonistas realizan tres gestos que Jesús repetirá en la Última Cena. ¿Cuáles son estos gestos? Ofrecer, dar gracias y compartir.

Primero: ofrecer. El Evangelio habla de un muchacho que tiene cinco panes y dos peces (cfr. Jn 6,9). Es el gesto con el que reconocemos que tenemos algo bueno que dar, y decimos nuestro “sí” incluso si lo que tenemos es demasiado poco con respecto a lo que se necesita. En la Misa, esto se subraya cuando el sacerdote ofrece sobre el altar el pan y el vino, y cada uno se ofrece a sí mismo, su propia vida. Es un gesto que puede parecer poca cosa si pensamos en las inmensas necesidades de la humanidad, al igual que los cinco panes y los dos peces ante una multitud de miles de personas; pero Dios hace de él la materia para el milagro más grande que existe: aquel en el que Él mismo, ¡Él mismo!, se hace presente entre nosotros, para la salvación del mundo.

Y así se comprende el segundo gesto: dar gracias (cfr. Jn 6,11). El primer gesto es ofrecer, el segundo, dar gracias, esto es, decirle al Señor con humildad, pero también con alegría: “Todo lo que tengo es don tuyo, Señor, y para agradecértelo solamente puedo devolverte lo que Tú me has dado primero, junto con tu Hijo Jesucristo, añadiendo lo que puedo”. Cada uno de nosotros puede añadir algo. ¿Qué puedo darle al Señor? Quien es pequeño, ¿qué puede dar? Su pobre amor. Puede decir: “Señor, te amo”. ¡Nosotros somos pobres, nuestro amor es tan pequeño! Pero podemos dárselo al Señor, y Él lo acoge.

Ofrecer, dar gracias, y el tercer gesto es compartir (cfr. Jn 6,11). En la Misa es la Comunión, cuando juntos nos acercamos al altar para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo: fruto del don de todos transformado por el Señor en alimento para todos. El momento de la Comunión es un momento muy hermoso que nos enseña a vivir cada gesto de amor como un don de la gracia, tanto para quien da como para quien recibe.

Hermanos, hermanas, preguntarnos: ¿yo creo verdaderamente, por gracia de Dios, que tengo algo único que donar a los hermanos, o me siento anónimo, “uno entre muchos”? ¿Poseo un bien que puedo donar? ¿Agradezco al Señor los dones con los que continuamente me manifiesta su amor? ¿Vivo el compartir con los demás como un momento de encuentro y enriquecimiento recíproco?

Que la Virgen María nos ayude a vivir con fe cada Celebración eucarística, y a reconocer y gustar todos los días los “milagros” de la gracia de Dios.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Aseguro mi oración por las víctimas del deslizamiento de tierras que arrolló un poblado en el sur de Etiopía. Estoy cerca de esta población que sufre tanto y de todos los que la están socorriendo.

Y mientras en el mundo hay tanta gente que sufre calamidades y hambre, se siguen fabricando y vendiendo armas y se queman recursos para alimentar guerras grandes y pequeñas. Este es un escándalo que la comunidad internacional no debería tolerar, y que contradice el espíritu de fraternidad de los Juegos Olímpicos que acaban de comenzar. No lo olvidemos, hermanos y hermanas: ¡la guerra es una derrota!

Hoy se celebra la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores, con el tema “En la vejez no me abandones” (cf. Sal 71,9). El abandono de los ancianos es, de hecho, una triste realidad a la que no debemos acostumbrarnos. Para muchos de ellos, sobre todo en estos días de verano, la soledad puede convertirse en un peso difícil de soportar. La Jornada de hoy nos invita a escuchar la voz de los ancianos que dicen: “¡No me abandones!”, y a responderles: “¡No te abandonaré!”. Reforcemos la alianza entre nietos y abuelos, entre jóvenes y ancianos. ¡Digamos “no” a la soledad de los ancianos! Nuestro futuro depende mucho del modo en que los abuelos y los nietos aprendan a vivir juntos. ¡No olvidemos a los ancianos!¡ Y un aplauso para todos los abuelos, para todos!

Saludo a todos los romanos y peregrinos venidos de varias partes de Italia y del mundo. En especial, saludo a los participantes en el Congreso General de la Unión del Apostolado Católico; a los chicos de la Acción Católica de Bolonia y a los de la Unidad pastoral Rivera del Po–Sermide, en la diócesis de Mántua; al grupo de jóvenes de la diócesis de Verona; y a los animadores del Oratorio “Carlo Acutis” de Quartu Sant’Elena.

Envío un saludo a cuantos participan en la conclusión de la fiesta de la Virgen del Carmen en Transtíber: esta tarde tendrá lugar la procesión de la Virgen por el río Tíber. ¡Aprendamos de María, nuestra Madre, a poner en práctica el Evangelio en la vida cotidiana!

He oído antes un canto neocatecumenal… ¡luego me gustaría volver a escucharlo!

Les deseo a todos un feliz domingo. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!.

Fuente: vatican.va

7/27/24

Evangelio del domingo: el pan que da la vida eterna

Solemnidad de Santiago Apóstol.

Evangelio (Jn 6, 1-15)

Después de esto partió Jesús a la otra orilla del mar de Galilea, el de Tiberíades. Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía con los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Pronto iba a ser la Pascua, la fiesta de los judíos.

Jesús, al levantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, le dijo a Felipe:

— ¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos? — lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer.

Felipe le respondió:

— Doscientos denarios de pan no bastan ni para que cada uno coma un poco.

Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:

— Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?

Jesús dijo:

— Mandad a la gente que se siente — había en aquel lugar hierba abundante.

Y se sentaron un total de unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes y, después de dar gracias, los repartió a los que estaban sentados, e igualmente les dio cuantos peces quisieron.

Cuando quedaron saciados, les dijo a sus discípulos:

— Recoged los trozos que han sobrado para que no se pierda nada.

Y los recogieron, y llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido.

Aquellos hombres, viendo el signo que Jesús había hecho, decían:

— Éste es verdaderamente el Profeta que viene al mundo.

Jesús, conociendo que estaban dispuestos a llevárselo para hacerle rey, se retiró otra vez al monte él solo.

Comentario al Evangelio 

El Evangelio de hoy narra una multiplicación de los panes y de los peces; era un día de primavera, ya que había mucha hierba donde Cristo hizo recostar a una gran multitud (cf. Jn 6,10). Jesús hizo primero una pregunta a Felipe, para prepararle a recibir el milagro con fe. ¿Cómo podemos dar de comer a tanta gente? Dios quiere necesitar de las personas humanas. Es un modo que tiene Dios de hacernos crecer en la fe y en la audacia; es también su manera de asociarnos más íntimamente a su vida. Andrés presenta a Jesús a un joven que tiene cinco panes de cebada y dos peces. El Señor da las gracias y multiplica estos alimentos en abundancia. No sabemos exactamente cómo ocurrió el milagro. En la multiplicación de los panes relatada por Mateo, Jesús pide a sus discípulos que distribuyan el alimento (cf. Mt 14,19), y quizás, como piensan algunos Padres de la Iglesia, el pan seguía saliendo de los cestos en los que los discípulos metían las manos, como ocurrió con el milagro de Eliseo con el aceite de la viuda: el aceite seguía manando de la alcuza (cf. 2 R 4,1-7).

San Juan especifica que la Pascua estaba cerca. Un poco más tarde, en el mismo capítulo, el evangelista relata el discurso del pan de vida. Hay, pues, un evidente simbolismo en el relato de Juan que remite al misterio pascual y al misterio eucarístico. En este pasaje, algunas palabras en griego, como el verbo "eucharistein" (v. 11) – "dar gracias" –, o la palabra "klasma" (v. 12) – fragmento –, tienen una clara connotación eucarística; la primera se encuentra en Lucas y Pablo (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,23); la segunda, en un texto muy antiguo, la Didachè (finales del siglo I).

La liturgia de la misa de este domingo confirma este simbolismo al proponer como primera lectura el episodio de la multiplicación de los panes por el profeta Eliseo. Lo que se subraya es la abundancia de los dones divinos, ya que Eliseo puede decir: "Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor: 'Comed, que sobrará'" (2 R 4,43). Pero, en ese caso, eran veinte panes para solo cien hombres. El milagro de Jesús es más importante. El Salmo 145(144) invita a dar gracias por el alimento que el Señor da: lo hace por una parte gracias a un milagro, por otra en la Eucaristía, de modo que la historia del pasado abre pie también a la esperanza del pueblo de la que se hace eco el Salmo: "Los ojos de todos se dirigen a Ti esperando: Tú les das el alimento a su tiempo. Tú abres tu mano y sacias de buen grado a todo viviente" (v. 15-16).

"No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios" (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3). Jesucristo, la Palabra viva del Padre, nos alimenta a través de la Palabra y de los sacramentos. Esa Palabra llena nuestro corazón de paz y alegría, y al mismo tiempo alimenta nuestra inteligencia, porque el "Logos", la Palabra eterna de Dios, da sentido a nuestra vida. San Juan nos invita a creer en Jesús, que es él mismo alimento, como proclama el Discurso del Pan de Vida (cf. Jn 6, 26-59), un pan que da la vida eterna (cf. Jn 6, 58). Esta es la esperanza esencial del cristiano, que la Carta a los Efesios presenta en un himno a la unidad de la Iglesia, exponiendo siete manifestaciones de esta: "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza: la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4, 6). En efecto, porque comen el mismo Pan, los cristianos se hacen Cuerpo de Cristo; en la celebración de la Eucaristía, el Pueblo de Dios se transforma en este Cuerpo.

Poco después de este relato de la multiplicación de los panes, Juan sitúa el episodio de Cristo caminando sobre las aguas (cf. Jn 6, 16-21). De hecho, hay milagros que fueron realmente realizados, no meras parábolas, sino hechos históricos, presenciados por testigos, y son el fundamento de la fe de los que siguieron a Jesús y de la nuestra. Al mismo tiempo, más allá de los milagros, estas evocaciones del agua que se "amaestra" de alguna manera y del pan que alimenta, así como los murmullos de los que se asombran ante los gestos y las palabras de Jesús (cf. Jn 6, 42), se inscriben en la continuidad de los milagros de Moisés durante el Éxodo y de las murmuraciones del pueblo hebreo (cf. Ex 16, 2.8): el maná en el desierto, el paso del Mar Rojo.

La oración sobre las ofrendas de la misa de hoy afirma que el pan y el vino que se acaban de presentar al Señor son fruto de su largueza, de su generosidad. En la Eucaristía, Dios se da a sí mismo, y a su vez nos permite entregarnos. La medida de este don no es otra que la del amor: el amor conlleva el don de sí mismo, con un sentido de sacrificio alegre. Por eso Cristo se retira, para no ser hecho rey (cf. Jn 6, 15): su realeza es amor y servicio. "Con el Señor, la única medida es amar sin medida”. Por eso, podemos decir de la Virgen María que es la Madre del amor hermoso (cf. Si 24, 24). ¡Que tan buena Madre nos ayude a descubrir cómo responder generosamente a los dones de Dios en nuestra vida y a dar gracias por el don de la Eucaristía, manifestación del amor de Jesús por su Padre y por la humanidad!.

Fuente: opusdei.org

7/26/24

Jesús en el Nuevo Testamento, a la luz del Antiguo

Francisco Varo

Toda la Sagrada Escritura mira a Cristo y prepara al pueblo para su venida y reconocimiento. Por ello, conocer los libros del Antiguo Testamento supone, para todo cristiano, un ejercicio fundamental para entender en plenitud la vida y el mensaje de Jesús

Antiguo y Nuevo Testamento se complementan. No son dos bloques de libros en conflicto, sino testimonio conjunto de un único plan salvífico que Dios ha ido desvelando progresivamente.

No se trata de dos etapas sucesivas y excluyentes en las que, una vez alcanzada la meta, los primeros pasos perderían su interés. Son, en cambio, dos momentos de un mismo plan, donde el primero prepara el camino para el segundo y definitivo. 

Incluso después de alcanzar la meta, la preparación sigue siendo esencial para que el resultado final funcione correctamente. Los libros del Antiguo Testamento no son como las grúas y los andamios, necesarios para construir un edificio pero que se retiran una vez terminada la obra.

Son más bien como los estudios de medicina para un médico: un momento previo en el tiempo al ejercicio de su profesión, pero una vez obtenido el título, la práctica médica se basa en el conocimiento adquirido. Siempre se requiere una formación continua, volviendo al estudio. Algo similar ocurre con las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

El Antiguo Testamento es una preparación para el Nuevo, pero una vez alcanzada la plenitud de la revelación en el Nuevo, su comprensión precisa requerirá un conocimiento profundo del Antiguo. A su vez, el Antiguo Testamento seguirá ofreciendo referencias permanentes a las que será conveniente volver una y otra vez, especialmente cuando sea necesario enfrentar desafíos inéditos en la interpretación del Nuevo.

San Agustín, en su comentario a Éxodo 20, 19 (PL 34, 623), expresó la relación entre ambos con una frase concisa: “El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo”.

Con su habitual brillantez retórica, expresa la convicción de que la lectura de los libros del Antiguo Testamento por sí solos, aunque sea comprensible, no permite captar todo su sentido. Este solo se alcanza en plenitud cuando se integra con la lectura del Nuevo. 

Al mismo tiempo, indica que el Nuevo Testamento no es ajeno al Antiguo, ya que está latente en él, dentro del sabio plan de Dios en su revelación.

Explicar en detalle las citas, alusiones o ecos del Antiguo Testamento que impregnan los pasajes del Nuevo requeriría muchas páginas, que excederían el marco limitado de este ensayo. Por lo tanto, nos limitaremos a señalar algunos ejemplos sencillos tomados del evangelio según san Mateo que nos ayuden a comprender la importancia de conocer a fondo los relatos y expresiones del Antiguo Testamento. Estos nos muestran el camino para reconocer a Cristo en la lectura de los Evangelios.

La genealogía de Jesús

El evangelio según san Mateo comienza mostrando que Jesús está plenamente integrado en la historia de su pueblo: “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán” (Mt 1, 1). A partir de ahí, se enumeran tres grupos de catorce generaciones, en las que se aprecian numerosos puntos de contacto con personajes y textos de la historia de Israel. 

Especialmente significativas son sus relaciones con los dos personajes mencionados en el encabezamiento: David y Abrahán. El hecho de que se enumeren catorce generaciones tres veces es significativo ya que, en hebreo, catorce es el valor numérico de las consonantes de la palabra David (DaWiD: D vale 4, W vale 6 y la otra D 4 más). Esto señala que Jesús es el Mesías, el esperado descendiente de David.

El Anuncio a José

Al final de la genealogía, un ángel del Señor explica a José la concepción virginal de Jesús y le da instrucciones precisas: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21). 

El ángel utiliza las mismas palabras que se usaron para anunciar a Abrahán que Sara “dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Isaac” (Gn 17, 19). De esta manera, el evangelista va delineando la figura de Jesús con alusiones a rasgos literarios propios de la literatura bíblica sobre Isaac.

Belén, los Magos, Herodes, Egipto

En cuanto a David, es importante destacar que Jesús nació en Belén, la ciudad de David: “Después de nacer Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén preguntando: ─¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle. Al oír esto, el rey Herodes se inquietó, y con él toda Jerusalén. Y, reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les interrogaba dónde había de nacer el Mesías. ─En Belén de Judá ─le dijeron─, pues así está escrito por medio del Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel. Entonces, Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella; y les envió a Belén, diciéndoles: ─Id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para que también yo vaya a adorarle” (Mt 2, 1-8). 

El texto es muy expresivo, ya que, con ocasión de la pregunta de los magos, se recurre a una cita de la Escritura para mostrar que Jesús es el Mesías esperado, el descendiente que el Señor había prometido a David, y para eso se menciona la profecía de Miqueas (Mi 5, 1). 

Poco después, una vez que los magos adoraron al niño, se dice que José fue advertido en sueños de los planes de Herodes para matarlo. José obedeció inmediatamente: “Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: De Egipto llamé a mi hijo” (Mt 2, 14-15).

De nuevo, se hace notar que lo sucedido ya estaba anticipado en el Antiguo Testamento, incluso aunque sus lectores no lo hubieran advertido antes. En efecto, la frase “de Egipto llamé a mi hijo” está en Oseas 11, 1, aunque en el libro del profeta ese “hijo” es el pueblo de Israel al que Dios sacó de Egipto para llevarlo a la tierra prometida.

Este juego de citas y alusiones, que solo puede percibir quien conoce con todo detalle el Antiguo Testamento, está cargado de sentido. 

Es significativo que Mateo presente a Jesús perseguido en su nacimiento por un rey, Herodes, que quiere darle muerte, y que, una vez salvado de esa persecución tras la muerte de Herodes, se dirija a la tierra de Israel procedente de Egipto. 

De este modo, se está presentando a Jesús como un nuevo Moisés. En la orden de Herodes de dar muerte a todos los niños menores de dos años (Mt 2, 16) se está volviendo a hacer real la persecución que el faraón dictó contra todos los niños israelitas (Ex 1, 16), y así como Moisés escapó prodigiosamente de una muerte segura, Jesús también logró escapar de la espada de Herodes. 

Después, se dirigiría a la tierra prometida procedente de Egipto.

El Bautismo de Jesús en el Jordán

La idea de Jesús como el nuevo Moisés resuena en varios aspectos al comienzo de su vida pública. Jesús acude al Jordán, junto a Jericó, donde está Juan el Bautista, para ser bautizado por él. Comienza su vida pública después de salir de las aguas del río (Mt 3, 13-17). 

Según el libro del Deuteronomio, Moisés guió al pueblo de Israel desde Egipto hasta el Jordán junto a Jericó (Dt 34, 3) y, antes de cruzar el río, murió tras contemplar la tierra prometida desde el monte Nebo.

Jesús, como el nuevo Josué, sucesor de Moisés, comienza su predicación a partir de la orilla del Jordán en el mismo lugar donde había llegado Moisés, frente a Jericó. Es Jesús quien verdaderamente lleva a plenitud lo que Moisés había iniciado.

Al narrar el bautismo de Jesús, se dice que “después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y entonces se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos dijo: ─ Este es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido (Mt 3, 16-17). Esta frase “mi hijo, el amado”, que se escucha también en la transfiguración de Jesús (Mt 17, 5), es un eco de aquella en la que Dios se dirige a Abrahán para pedirle que le sacrifique a su hijo Isaac: toma a “tu hijo, el amado” (Gn 22, 2).

El paralelo entre Jesús e Isaac, que ya se había delineado en el anuncio del ángel a José (Mt 1, 20-21; Gn 17, 19), cobra de nuevo un protagonismo muy expresivo. Este modo de presentar a Jesús señala el paralelo entre la dramática escena del Génesis en la que Abraham está dispuesto a sacrificar a Isaac, que lo acompaña sin resistencia, y el drama que se consumó en el Calvario donde Dios Padre ofreció a su Hijo en sacrificio asumido voluntariamente para la redención del género humano.

La Predicación de Jesús

Mateo también habla de la predicación de Jesús presentándolo como el nuevo Moisés, que va detallando los preceptos de la Ley en un largo discurso desde una montaña (Mt 5, 1), en alusión al Sinaí.

Allí menciona algunos de los Mandamientos transmitidos por Moisés, y hace algunas precisiones acerca de su cumplimiento, asumiendo una autoridad que no dejaba indiferentes a quienes lo escuchaban. 

Jesús no plantea un conflicto con respecto a la aceptación de la Ley de Moisés, sino que, al contrario, ratifica su valor: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, de la Ley no pasará ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla” (Mt 5, 17-18). Pero explica con detalle el sentido y los modos de llevar a la práctica los principales mandamientos de la Torah. 

La “plenitud” de la que se habla no es la de un simple cumplimiento de lo mandado, sino una profundización en la enseñanza de la Ley que va mucho más allá que la rigurosa observancia de lo que expresa en su más pura literalidad.

El esquema de las palabras de Jesús (Mt 5, 43-45) corresponde a una explicación de los mandamientos según los procedimientos ordinarios entre los maestros de Israel en aquel tiempo. Primero se menciona el texto de la Ley que se va a comentar, y a continuación se indica el modo de cumplirlo de acuerdo con el espíritu de esos mandatos divinos. Los oyentes de Jesús escucharían, pues, un discurso estructurado de un modo que les resulta familiar.

En este caso, las explicaciones son introducidas de un modo peculiar, casi provocativo, por el maestro de Nazaret. No es un simple contraste ordinario de pareceres. Comienza diciendo: “Habéis oído que se dijo…” y cita palabras de la Ley a la que todos ellos reconocen un origen y autoridad divinos, para añadir: “pero yo os digo…”. ¿Quién es este maestro que se atreve a corregir con su interpretación lo que dice la Ley de Moisés?

Este modo de presentar la explicación de los mandamientos es propio del estilo de Jesús. Reclama para sí una autoridad por la que se sitúa al lado de Moisés, e incluso se eleva por encima de él.

Por un lado, Jesús acepta la Ley de Israel, reconoce su autoridad y enseña que tiene un valor perenne. Pero al mismo tiempo, esa perennidad va unida a la consecución de una plenitud que él mismo ha venido a darle, no abrogándola para sustituirla por otra, sino llevando a su culminación la enseñanza acerca de Dios y del hombre que contiene. No le ha añadido nuevos preceptos ni ha devaluado sus exigencias morales, pero sí que ha extraído de ella todas sus virtualidades ocultas y ha puesto de manifiesto nuevas exigencias de la verdad divina y humana que estaban latentes en ella.

Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo

Un repaso atento de las páginas del Evangelio, reparando en los detalles que un buen conocimiento del Antiguo Testamento aporta a su comprensión, es un ejercicio fascinante, pero que requeriría un tiempo y un espacio que supera los límites de un simple ensayo como este. Sin embargo, los ejemplos mencionados pueden servir para descubrir lo que puede aportar al conocimiento de Jesucristo una lectura del Nuevo Testamento a la luz de la Biblia hebrea.

La convicción expresada en la predicación apostólica de que el Antiguo Testamento solo se entiende en plenitud a la luz del misterio de Cristo, y, a su vez, que la luz de ese Antiguo Testamento hace brillar con todo su esplendor las palabras del Nuevo, se mantuvo inalterable en la teología patrística.

Es bien conocida la anotación de san Jerónimo en el prólogo de su Comentario a Isaías: “si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”.

Un buen conocimiento del Antiguo Testamento es necesario para conocer a Cristo en profundidad, ya que resulta imprescindible para captar todos los detalles que el Nuevo Testamento señala acerca de la persona y misión del Hijo de Dios hecho hombre.

 

Fuente: omnesmag.com

 

7/25/24

Peregrinación a Santiago, un camino de espiritualidad

José Fernández Lago

 

 El Camino de Santiago está destinado a dejar una seria impronta en el peregrino, hasta el punto de influir en su interioridad, para llevarle a la reflexión y, de ese modo, hacerle encontrarse consigo mismo.

El peregrino, en sentido amplio, es un hombre de camino. Es propio del peregrino, en primer lugar, el no sentirse dueño de la tierra que pisa, pues, apenas retira sus pies de ella, tiene que preocuparse del terreno que le falta por recorrer. El peregrino va adelante por el camino, en orden a la consecución de una meta.

En sentido estricto, en cambio, es quien va o vuelve de Santiago. Dante Alighieri distinguía entre quienes se ponían en camino hacia Santiago de Compostela, y los “Palmeros”, que se encaminaban a la Tierra Santa. Ambos se distinguían de los “Romeros”, que se dirigían a Roma, para visitar los sepulcros de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. Solo consideraba “peregrinos” a los que iban o volvían de Santiago.

Ciertamente en tiempos de Dante, el Camino de Santiago de Compostela era un camino espiritual, un camino de penitencia, en busca de un determinado perdón, fuera este civil o religioso.

Camino de Santiago, camino del espíritu

Precisamente Juan Pablo II, en su primera peregrinación a Santiago, en 1982, se fija en la visión trascendente del camino de Santiago. Dirigió desde allí unas palabras a Europa, pidiéndole que no se olvidara de sus raíces, sino que recuperara aquellos valores que hicieron gloriosa su historia y benéfica su presencia en otros continentes. Con esas palabras le llama a reconstruir su unidad espiritual.

Por eso el arzobispo de Santiago, en su Carta Pastoral “Sal de tu tierra”, con la que quiso preparar el Año Santo de 2021, dice que el Camino de Santiago es un camino del espíritu de la persona humana, que se rebela contra el peligro de desaparecer bajo la esfera del materialismo.

El comienzo de las peregrinaciones a Santiago

El comienzo de las peregrinaciones tiene lugar en el siglo IX, a poco de descubrirse la tumba con los restos del apóstol y de Atanasio y Teodoro, dos de sus discípulos. Apenas se enteró el rey Alfonso II el Casto, por la embajada del obispo de Iria Flavia Teodomiro, el rey se dirigió a Santiago con su familia, constituyéndose así en los primeros peregrinos.

En los siglos X y XI aumenta el número de peregrinos, y en esa línea continúan durante los siglos XIII y XIV. Sin embargo, en los años previos al Covid 19, el número de los que llegan a la tumba del apóstol Santiago el Mayor era mucho mayor de lo que había sido a lo largo de la historia.

Motivaciones de los peregrinos tradicionales

El camino está destinado a dejar una seria impronta en el peregrino, hasta el punto de influir en su interioridad, para llevarle a la reflexión y, de ese modo, hacerle encontrarse consigo mismo.

Como consecuencia, el cambio que se realice en el peregrino ha de ser tal que le convierta en un hombre hondamente renovado. Es la conversión lo que le hace cambiar no solo en los pensamientos que alberga en su mente, sino también en orden a ser consecuente en la propia vida. Aunque la dificultad del camino le hiciera a uno llegar triste, el retorno, una vez vivida aquella experiencia, es una explosión de verdadera alegría.

Normalmente se buscaba en la peregrinación a Santiago el perdón de los propios pecados, a la vez que se pedía la intercesión del apóstol para conseguir el perdón de las culpas de los familiares de quien peregrinaba. En otras ocasiones lo que se buscaba era cumplir la pena civil que les había sido impuesta. No faltaban tampoco los que cumplían, al realizar el camino, un voto que habían hecho. Finalmente, había quienes llegaban a Santiago sustituyendo a quien tenía la obligación de hacerlo. Los que así hacían, se denominaban “peregrinos por comisión”.

El camino de Santiago hoy

Desde el año 1993 se ha hecho una gran propaganda desde el mundo civil, en orden a conseguir que un número elevado de personas lleguen a Santiago y visiten la ciudad. De ahí que el sentido religioso de la peregrinación no sea común a todos los que a Santiago llegan, y sobre todo a los que allí se encaminan.

No faltan, entre los que inician su andadura, los que intentan cambiar el sistema de vida ordinaria que habían vivido hasta entonces. Otros buscan el encontrarse con personas que tengan los mismos deseos de poner en común sus experiencias. No faltan los que, con una preocupación semejante a la de su pareja, desean encontrarse con esta a lo largo del camino.

Actitudes más propias del verdadero peregrino, son las de aquellos que intentan contemplar los testimonios de los que fueron dejando su huella en el camino, e intentan vivir su espiritualidad, estimulados por esa vivencia, en relación con el Creador y Señor de la humanidad, que ha hecho todo lo que en el camino encuentran.

Otros sienten nostalgia del amor que tenían a Jesús y a la Virgen cuando eran niños, y desean recuperarlo, abriéndose a las llamadas de Dios, que se deja sentir más bien en la soledad que en el bullicio. Por ello, esperan conseguirlo a lo largo del Camino de Santiago.

Destino: libertad interior

Finalmente, la mejor actitud del peregrino de hoy es la de aquel que vive su fe, recibida de Dios, y, teniendo en cuenta que Santiago ha sido uno de los discípulos preferidos de Jesús, quiere peregrinar hasta donde se encuentran los restos del apóstol, en la esperanza de que le ayude a imitarlo a él e imitar de ese modo al Maestro.

Decía hace unos años el Papa Juan Pablo II, en una Carta dirigida a Mons. Julián Barrio Barrio, a las puertas del Año Santo, con motivo de la apertura de la Puerta Santa: “El peregrino no es simplemente un caminante: es, más que nada, un creyente, que, gracias a la experiencia de la vida, y con la mirada puesta en la intrepidez del apóstol Santiago, quiere seguir a Cristo con fidelidad”.

El arzobispo de Santiago, por su parte, dice en su Carta Pastoral “Sal de tu tierra”, con motivo del Año Santo Compostelano 2021, que, aunque el final geográfico de la peregrinación sea la Casa de Santiago, la meta de la peregrinación es la libertad interior, la libertad de los hijos de Dios, a la que Dios Padre nos llama.

Los símbolos del peregrino

Dice el “Liber Sancti Jacobi” o “Códice Calixtino” que el camino de la peregrinación es bueno, pero arduo. Por eso al comenzar el camino, el peregrino recibe la mochila y el bastón. 

La mochila es el símbolo de “una pequeña despensa, siempre abierta”. Para seguir de verdad al Señor, los bienes que se empleen en la peregrinación han de servir para ayudar a los pobres. En un sentido todavía más espiritual, deberíamos acompañarnos de “la mochila de nuestra vida en nuestro camino hacia Dios, que quiere seguir siendo para nosotros el compañero del camino de nuestra existencia terrena.

Otro objeto que recibe el peregrino antes de comenzar el camino es el bordón o bastón, para apoyarse en terrenos irregulares y en la subida y bajada de las montañas, así como para que el peregrino se defienda de los lobos y de algunos perros que puedan salirle al paso a lo largo de su andadura. En el ámbito espiritual, simboliza la defensa de quien camina, para vencer las dificultades y tentaciones que se le presenten en el camino. 

La calabaza se muestra de ordinario colgada del bordón del caminante. Este encontraría en algunas ocasiones fuentes para satisfacer su sed; pero en otras, como no le ayudara a resolver su problema una persona del lugar por el que transitara, dándole un poco de agua, tendría que soportar la sed en cuantiosas ocasiones… En la calabaza, el agua se mantiene fresca, de suerte que, si se presenta el caso, puede serle útil además para ofrecer agua en buenas condiciones a un compañero de camino. Tiene además la calabaza un sentido espiritual. En la tradición bíblica significa la vida interior, que transmite un cierto olor a perfume, que indica la pureza de corazón de quien vive su fe.

Finalmente, la concha de vieira que el peregrino lleva a su casa, le sirve para beber agua en el viaje de retorno, y se convierte además en un testimonio de haber realizado la peregrinación. 

Dice el “Liber Sancti Jacobi” que las dos valvas del molusco le sirven al peregrino como corazas para la propia defensa del cristiano. Son como los dos aspectos de la caridad: el amor a Dios y el amor al prójimo, un fruto excelente de la peregrinación.

Peregrinación y Jubileo 

El Jubileo Compostelano está íntimamente relacionado con la peregrinación. Cierto que, aun sin ser tiempo de Jubileo, la peregrinación puede resultar en extremo útil. 

El Papa Calixto II fue el primero en otorgar un Jubileo a la Diócesis compostelana, con el cual concedió el año 1122 muchas indulgencias para quien peregrinara a Santiago. En Roma también habían concedido Jubileos ocasionales, al menos en los años 1000, 1100 y 1200, como el que llegó a conceder Calixto II. Sin embargo, lo de Calixto II, lejos de extrañarnos, parece muy lógico, pues, cuando era arzobispo de Vienne del Delfinado, habrá visitado Santiago en más de una ocasión. De hecho, su hermano Raimundo de Borgoña era Conde de Galicia; y el propio Guido de Borgoña, conocido desde 1119 como el Papa Calixto II, asistió al entierro de Raimundo, cuyos restos se encuentran hoy en la Capilla de las Reliquias de la Catedral.

En el año 1181, mediante la Bula “Regis Aeterni”, el Papa Alejandro III dio estabilidad al Jubileo Compostelano, convirtiendo en años de Jubileo todos aquellos en los que la fiesta de Santiago del día 25 de Julio, cayera en domingo.

Mirando a la realización práctica del Jubileo Compostelano, a lo largo de la historia se ha tenido siempre con normalidad, incluso cuando coincidía con el Jubileo romano y la Santa Sede acostumbraba a suspender las indulgencias locales, para que participaran del Jubileo de la Ciudad Eterna. Sin embargo, Sixto V estableció que, aunque de ordinario se suprimieran las indulgencias locales, el Jubileo compostelano se celebraría siempre. Otro tanto ha querido ratificar León XIII, en su Bula “Deus Omnipotens”: que lo establecido por Alejandro III no debía ser nunca cancelado ni derogado, sino siempre válido y perpetuamente eficaz. Así pues, se han celebrado siempre los Años Santos ordinarios, en períodos de 5, 6, 5 y 11 años, y también se han tenido otros Extraordinarios.

El camino de Santiago, paradigma del camino de la vida

Siendo el camino de Santiago un camino de fe, hemos de buscar todo lo que signifique una ayuda para el creyente que recorre esa senda que conduce al encuentro con el hijo de Zebedeo y Salomé, y hermano de Juan.

En primer lugar, el creyente, sensible desde la fe a lo que percibe en la naturaleza, se vuelve especialmente receptivo, e incluso sublima lo que significa la fragancia de los campos, la riqueza del agua que fluye de la montaña, la belleza y el perfume de las flores, y el alegre movimiento de los animales que gozan de libertad, 

Por otro lado, el peregrino encuentra a lo largo de los días de su recorrido algunos compañeros que comparten su propio camino, con los que se cruza en más de una ocasión. Es lógico desear que, tanto a lo largo del camino como al declinar el día, se vuelvan a encontrar en los albergues. Si la relación más estrecha viene requerida por un problema físico, el peregrino debe ver en ello una llamada de Dios, para que ayude al compañero necesitado.

Por otra parte, si dos o más personas de las que realizan el Camino, se encuentran en el mismo albergue, ese momento es el más indicado para intercambiar experiencias. El Espíritu Santo será quien suscite en cada peregrino la respuesta de la fe y una viva esperanza.

A lo largo del camino irán encontrando los que por él transitan expresiones de fe, a menudo acompañadas de exquisiteces artísticas. Arquitectos o bien hombres de menor categoría, fueron edificando iglesias, donde gente del lugar o forasteros tuvieron la oportunidad de vivir y expresar su fe. Las pisadas de los peregrinos, a lo largo de la historia, dejaron también allí sus huellas. 

Hoy el caminante deberá indagar a qué horas abren los templos, y en qué momentos de la jornada celebran la Eucaristía, para fortalecer su espíritu con la participación en el memorial de nuestro Señor Jesucristo, y, de ese modo, recibir en su corazón al propio Jesús. 

Además de la importancia de participar en la Santa Misa, el peregrino tiene tiempo suficiente para vivir la soledad y mirar hacia lo alto. Entre los Santos, que gozan de la presencia de Dios, ocupa un lugar preferente la Virgen María, madre de Jesús y madre nuestra. A ella podemos dirigir el Avemaría, e incluso rezar el Rosario, para meditar los misterios de la vida de Cristo y de su santísima madre. Esa Virgen María, que ha dado ánimos a Santiago en momentos de flaqueza, acompaña también al peregrino cuando se dirige al sepulcro del Apóstol Santiago.

Escuchar al Señor durante el Camino

El hombre creyente que camina hacia esa meta, tiene mucho tiempo hábil para estar a la escucha del Señor. Precisamente Dios aprovecha esos momentos de apertura para hacer las oportunas llamadas. Si en el libro del Apocalipsis, precisamente dirigiéndose a una Iglesia poco fiel, como la de Laodicea, dice Jesús que está a la puerta y llama; y que, si alguno le abre, entrará a donde él y comerá con él, cuánto más si se dirige a una persona en búsqueda, que trata de ser fiel a Dios y a los hombres.

(Wikimedia Commons / Graham Stanley)

En una ocasión, a poco de morir Jesús, cuando dos discípulos volvían a su casa de Emaús, desilusionados por la muerte de Aquél en quien habían puesto toda su esperanza, Él se les apareció y conversó con ellos, hasta que se dio a conocer. El Señor querrá entrar en la interioridad del peregrino, para orientarlo en su vida. Eso será factible, porque el Señor no nos ha dejado solos, sino que nos ha enviado su Espíritu, de modo que, como dice San Pablo a los Efesios, clamemos por Dios llamándole Padre, conozcamos la esperanza a la que nos llama, y comprendamos cuál es la riqueza de gloria que Dios da en herencia a sus Santos. 

Ya, al final del camino, procederá entrar en el santuario jacobeo y participar allí en la liturgia que se celebre. Llega el peregrino con espíritu de humildad, e intentando orar con el corazón, fortalecido por los encuentros con el Señor en el camino recién concluido. Si recibe el Sacramento de la Penitencia, encontrará la paz del Espíritu; y, en los Años Santos, la indulgencia plenaria, que le hará salir renovado, por la gracia divina. 

El tiempo posterior a la peregrinación

La experiencia pascual del peregrino a lo largo del camino de Santiago, quedará confirmada por el testimonio del Apóstol, el amigo del Señor, junto a su sepulcro. Como consecuencia, el que antes fue peregrino de esperanza, deberá dar testimonio en el futuro, de su fe en Cristo resucitado, que es fundamento de nuestra esperanza; y tendrá especial interés en ejercitarse en el amor a Dios y al prójimo. 

El arzobispo de Santiago de Compostela, en su Carta Pastoral “Peregrinos de la fe y Testigos de Cristo resucitado», con motivo del Año Santo de 2010, manifestó con toda claridad lo que pensaba al respecto. Intentando llevar adelante su cometido, el peregrino, que dejó que el Señor purificara su corazón, dará testimonio en el futuro de lo visto y oído en su interioridad.

Para ello, sin más dilación, deberá intentar poner en práctica lo que ha vivido en el camino, y estar siempre a la escucha de la palabra que el Señor quiera dirigirle, y recibir a menudo en comunión al propio Cristo, que es prenda de la inmortalidad futura.

Fuente: omnesmag.com


 

7/24/24

Las raíces del divorcio entre ciencia moderna y religión cristian

Juan Arana
La separación, o incluso, el aparente enfrentamiento entre fe y el progreso científico no tiene consistencia real. No hay más que ver las creencias de muchos de los mayores científicos de la historia y el impulso que su fe dio a su investigación científica. El “divorcio” moderno entre ciencia y fe deviene de un olvido, por parte de ambos, de las claves y premisas de su necesaria relación


La relación entre ciencia moderna y religión cristiana aparece rodeada de un halo de conflictividad que condiciona todo lo que se diga al respecto. Así lo ven quienes tienen la convicción de que hay algo fundamentalmente erróneo en una o en otra: los cientificistas piensan que la ciencia moderna monopoliza la verdad, de manera que por fuerza habrán de ser falsas todas las religiones, salvo en todo caso una versión científica de ellas, como la “religión de la Humanidad” que intentó instaurar Augusto Comte en el siglo XIX. A su vez, hay cristianos que contraatacan recordando el nulo éxito de tales intentos: ven en la ciencia a lo sumo un puñado de verdades secundarias, que conviene atar corto para no absolutizarlas, tentación que siempre estaría acechando. 

Yo he consagrado la mayor parte de mi esfuerzo a examinar la historia de las relaciones entre ciencia moderna y religión cristiana. Debo decir que estoy en desacuerdo con ambas dos posturas. No me baso en una simple corazonada: me he tomado la molestia de coordinar un grupo de especialistas para analizar la actitud pro-, anti- o a-religiosa de una selección de 160 figuras destacadas en todos los campos del saber positivo desde principios del siglo XVI hasta finales del XX. Nuestras conclusiones son categóricas: durante el XVI, XVII y XVIII, prácticamente todos los creadores de la nueva ciencia fueron creyentes. No sólo fueron a la vez científicos y cristianos, sino que el trabajo que realizaron descansó casi siempre en motivaciones religiosas, de manera que consiguieron convertirse en investigadores de alto nivel porque eran cristianos (algo parecido cabe decir en general de los estudiosos de segundo y tercer nivel). 

En el siglo XIX, época en la que la descristianización de los intelectuales europeos (sobre todo de los filósofos) había avanzado muy significativamente, los científicos seguían siendo en su mayor parte hombres de fe: de nuestra selección, 22 sobre 32. Y los adscritos a la religión no fueron precisamente los menos representativos: entre ellos figuran nada menos que Gauss, Riemann, Pasteur, Fourier, Gibbs, Cuvier, Pinel, Cantor, Cauchy, Dalton, Faraday, Volta, Ampère, Kelvin, Maxwell, Mendel, Torres Quevedo y Duhem: lo mejorcito entre los matemáticos, astrónomos, físicos, químicos, biólogos, médicos e ingenieros de aquel tiempo. 

Todos sabemos que en el siglo XX el desfondamiento espiritual se ha convertido en un fenómeno de masas. Sin embargo, la opción religiosa sigue siendo la más frecuentada entre los grandes científicos: 16 de los 29 cuya afiliación no ofrece dudas. Una vez más, los cristianos no suponen en modo alguno un grupo marginal: Planck, Born, Heisenberg, Jordan, Eddington, Lemaître, Dyson, Dobzhansky, Teilhard de Chardin, Lejeune, Eccles…

Ilustración y secularización

Los datos siempre son interpretables; podemos presentarlos de una manera o de otra y darles todas las vueltas que queramos. No obstante ─sofismas y retóricas aparte─ es difícil evitar las siguientes conclusiones:

1ª. La ciencia moderna nació y creció en la Europa cristiana y no precisamente por obra de minorías disidentes, sino de la mano de personas firmemente aferradas a esa tradición (Copérnico, Képler, Galileo, Descartes, Huygens, Boyle, Bacon, Newton, Leibniz, etc. etc.).

2ª. No hay una única “Ilustración”, es decir, un solo movimiento decidido a impulsar el desarrollo de la razón y mejorar la humanidad mediante el libre uso de las facultades intelectuales de acuerdo con un ideal emancipatorio. Bien es cierto que hay una ilustración antirreligiosa (la de Diderot, La Mettrie, d’Holbach o Helvetius) y también una ilustración anticristiana (la de Voltaire, d’Alembert, Federico II o Condorcet). Pero junto a ellas existe también otra ilustración cristiana, la única que llevó a su definitiva madurez la ciencia moderna, tanto dentro del ámbito hispano (Feijóo, Mutis, Jorge Juan…), como fuera de él (Needham, Spallanzani, Maupertuis, Euler, Herschel, Priestley, Boerhaave, Linneo, Réaumur, Galvani, von Haller, Lambert, Lavoisier…) 

3ª. El proceso de secularización que tiene lugar en el mundo occidental a lo largo de la modernidad en modo alguno fue causado por el auge de la nueva ciencia, sino más bien retardado por ella. El colectivo científico, tanto en el ámbito de los grandes creadores como en el de los modestos obreros del saber, fue siempre (y hoy en día lo sigue siendo) más piadoso que su entorno social. 

4ª. Si queremos encontrar causas históricas y sociológicas del proceso moderno de secularización (dejando por el momento a un lado las específicamente espirituales), hay alternativas mucho más creíbles que atribuirlo al desarrollo de la racionalidad científica. La primera de todas ellas: la división de las iglesias cristianas tras la reforma protestante y el escándalo de las subsiguientes guerras de religión. Paul Hazard y otros muchos han subrayado las crisis de conciencia que se produjeron en todos los países donde la pérdida de unidad religiosa socavó las bases mismas de la convivencia social (muy particularmente, en Francia, Inglaterra y Alemania). Una anécdota entre un millón ilustra el fenómeno: en 1689 Leibniz atravesaba la laguna veneciana. Los barqueros (que no contaban con que aquel alemán comprendiera italiano) planearon asesinarlo, ya que, tratándose de un hereje, no veían nada malo en ello: más bien una acción tan loable como lucrativa. Leibniz salvó la vida sacando del bolsillo un rosario e iniciando su rezo, práctica que disuadió a aquellos rufianes de sus perversas intenciones: a la sazón la historia del buen samaritano no se contemplaba como modelo a seguir. 

La descristianización de filósofos, literatos e intelectuales estuvo íntimamente conectada con la pérdida de un suelo religioso común. Es trágica la impotencia que mostraron para remediar los innegables males que aquejaban a la Iglesia y evitar la fragmentación de la Reforma en innumerables confesiones. De nuevo lo ilustro con un ejemplo: el grito desesperado de Erasmo de Rotterdam ante la incapacidad de sus contemporáneos para hermanarse en torno a los misterios de la fe, en lugar de exacerbar los odios: “Hemos definido demasiadas cosas que hubiéramos podido ignorar o pasar por alto sin poner en peligro nuestra salvación… Nuestra religión es esencialmente paz y concordia. Pero éstas no podrán existir mientras no nos resignemos a definir la menor cantidad posible de puntos y no dejemos a cada uno su libre juicio en muchas cosas. Ahora se ha aplazado una gran cantidad de cuestiones hasta el concilio ecuménico. Sería mucho mejor aplazarlas hasta el momento en que el espejo y el enigma sean descubiertos y veamos a Dios cara a cara”.

Resulta patético el fracaso de los teólogos de la época. Se mostraron inviables o catastróficas las soluciones propuestas por los filósofos puros, tales como definir una religión meramente natural, apaciguar los ánimos a base de pura y simple “manga ancha” o buscar valores alternativos seculares para cimentar la vida individual y colectiva. En comparación, los adelantados de la nueva ciencia tuvieron una actitud mucho más constructiva y eficaz: se aferraron a los artículos capitales de la fe sin pretender desvirtuarlos ni convertirlos en arma arrojadiza contra el prójimo. Juzgaron —con pleno acierto— que la tarea de descifrar los enigmas del universo fomentaba la piedad, remediaba las miserias materiales de la existencia y, no en último lugar, unía las almas en lugar de sembrar la discordia.

Es llamativo el ecumenismo que desde primera hora mostraron estos personajes: un ecumenismo de buena ley, que no se basaba en el rechazo de los dogmas objeto de controversia, sino en el empeño de agregar nuevas verdades en el terreno de los preámbulos de la fe, las cuales alimentaban la admiración hacia el poder y sabiduría de Dios, al tiempo que aumentaban el respeto hacia el hombre, la criatura más excelsa del universo. Hay ejemplos verdaderamente conmovedores en este sentido: el canónigo Copérnico permaneció fiel a la Iglesia católica en medio de las turbulencias; sólo se decidió a publicar su gran obra astronómica por la insistencia de su obispo, la dedicó al Papa reinante (quien supo apreciar el detalle), se valió para ponerla a punto de los servicios de Rético, un joven astrónomo reformado, y encontró editor en la luterana Nuremberg. No hubo mayor problema para que las autoridades teológicas locales autorizaran la impresión del libro que un católico polaco ofrendaba al pontífice romano. Es llamativo que el también católico Descartes viviera y compusiera su gran obra científica en la protestante Holanda, o que el luterano Kepler estuviera siempre al servicio de monarcas católicos. 

Bajo mecenazgo católico

No fueron casos aislados: las primeras academias de ciencias europeas sirvieron de refugio para minorías religiosas perseguidas. Y por cierto no había detrás una actitud indiferente hacia la religión: Descartes mantuvo cordialísima correspondencia con Isabel de Bohemia, princesa que había dado lugar a la terrible Guerra de los 30 años. Cuando aquélla osó atacar de soslayo las convicciones del matemático y filósofo francés (mencionando un caso de conversión al catolicismo supuestamente por interés), éste reaccionó con tanta firmeza como tacto: “No puedo negaros que me sorprendió saber que vuestra Alteza se haya incomodado […] por algo que la mayoría de las gentes hallarán bueno […]. Porque todos aquéllos de la religión a que yo pertenezco (que son, sin duda, la mayoría en Europa) están obligados a aprobarlo, incluso aun cuando vieran circunstancias y motivos aparentemente reprobables; porque nosotros creemos que Dios se vale de diversos medios para atraer a las almas a sí, y que aquél que entró en el claustro con mala intención, después ha llevado una vida en extremo santa. En cuanto a los que son de otra creencia, [deben considerar] que no serían de la religión que son si ellos, o sus padres, o sus antepasados, no hubieran abandonado la romana, [de manera que no] podrán llamar inconstantes a los que abandonan la de ellos”.

El ya mentado Leibniz no sólo fue bien recibido cuando visitó el Vaticano, sino que se le ofreció la dirección de su biblioteca si retornaba a la fe ancestral. Leibniz desechó la oferta, porque no le parecía bien cambiar de religión por una ventaja mundana, pero, sobre todo, porque estaba trabajando intensamente (primero con el obispo Rojas Spínola y luego con Bossuet) para lograr la reunificación de luteranos y católicos en un concilio ecuménico, el cual no llegó a celebrarse a pesar de contar con el apoyo papal, debido a que contrariaba los intereses del rey de Francia, Luis XIV. 

Este último ejemplo nos lleva al punto crucial: los conflictos que se produjeron entre instituciones eclesiásticas y estudiosos de la naturaleza, como los casos de Galileo y la inquisición romana, o el de Miguel Servet y Calvino. 

El “caso” Galileo 

Toneladas de tinta han vertido para glosarlos (sobre todo el primero de ellos) y para sentar la tesis de una pugna inevitable entre la instancia religiosa y la científica. Es imposible discutirlo ahora a fondo, pero conviene hacer algunas puntualizaciones en las que concuerdan la práctica totalidad de los estudiosos serios. En primer lugar, fueron eventos muy puntales, tanto en la Iglesia católica como en las restantes confesiones cristianas. 

La historiografía de orientación positivista/cientificista del siglo XIX (así como las secuelas que ha tenido hasta hoy en todos los que escribieron obedeciendo consignas o mediatizados por la ideología) tomó el contencioso de Galileo como bandera para evidenciar una supuesta guerra (desde luego, no “santa”) entre ciencia y religión. Es la más abusiva forma de efectuar una inducción que yo conozca: se salta directamente del uno al infinito. Para que hubiera tal guerra, debería poder alargarse la lista de científicos de renombre (incluso simplemente de solvencia) oprimidos por las tesis científicas que defendieron. Simplemente a título de contextualización conviene recordar que a lo largo de ese mismo siglo XVII la nómina de científicos famosos, solamente dentro de la orden jesuítica, incluye entre otros los siguientes nombres: Stéfano degli Angeli, Jacques de Billy, Michal Boym, José Casani, Paolo Casati, Louis Bertrand Castel, Albert Curtz, Honoré Fabri, Francesco Maria Grimaldi, Bartolomeu de Gusmão, Georg Joseph Kamel, Eusebio Kino, Athanasius Kircher, Adam Kochanski, Antoine de Laloubère, Francesco Lana de Terzi, Théodore Moretus, Ignace-Gaston Pardies, Jean Picard, Franz Reinzer, Giovanni Saccheri, Alfonso Antonio de Sarasa, Georg Schönberger, Jean Richaud, Gaspar Schott, Valentin Stansel o André Tacquet. 

Además, está el hecho incontrovertible de que tanto Galileo como Servet eran, al mismo tiempo que hombres de ciencia, hombres de fe, tan apegados (o más) a sus propias convicciones religiosas como los que les condenaron. En tercer lugar, investigaciones más recientes y acreditadas, como las de Shea y Artigas, han establecido fuera de toda duda que estas “persecuciones” tan concretas y limitadas obedecieron a consideraciones tácticas relacionadas con el ejercicio del poder y la estrategia política, cuando no pura y simplemente a enconos personales. Los miembros de la Iglesia, incluso en las más altas esferas, nunca han estado libres de vicios y pecados, y más en una época como aquélla, en la que los principales jerarcas ostentaban un poder y riqueza del que por fortuna (mejor sería decir: providencialmente) fueron despojados con el correr del tiempo. No obstante, conviene decir que durante el despegue de la modernidad pecaron con mucha más frecuencia y gravedad contra las exigencias de la religión a la que se debían, que contra los intereses de la cultura, el arte o la ciencia. 

En resumidas cuentas, sostener a partir del proceso a Galileo (por muy lamentable que fuera) una presunta hostilidad de la Iglesia a la nueva ciencia sería más o menos como pretender que los Estados Unidos se oponen a la física, dado que sus dirigentes montaron una especie de juicio al padre de la bomba atómica, Oppenheimer, para cuestionar su patriotismo. 

Queda en pie la tesis de que la ciencia moderna, nació y prosperó con el aliento e inspiración de individuos que en una proporción abrumadora eran fervientes cristianos. ¿Fue una casualidad? No lo creo. A fines de la Antigüedad los sabios paganos de Alejandría podrían muy bien haber iniciado la senda que mil años después fue recorrida por los cristianos de Occidente. Pero no lo hicieron. ¿Por qué? Cabe alegar varias razones convergentes:

1. Al desprecio olímpico del trabajo manual del que hacían gala griegos y romanos, se opuso el principio “el que no trabaje, que no coma”, formulado por Pablo de Tarso, apóstol de la nueva fe mientras fabricaba con sus propias manos tiendas de campaña. El cristianismo apadrinó desde sus mismos inicios todas las ocupaciones honestas. Desde el esclavo o el labrador hasta el rey, todos podían encajar dentro de él.

2. Los paganos no concibieron nunca un plus ultra del universo: sus mismas deidades eran cósmicas. Una condición de posibilidad imprescindible para que surgiera la ciencia era la desmitificación del universo, esto es, el sometimiento de la naturaleza a una legalidad superior. Aunque tardaran quince siglos en completar la tarea, fueron los cristianos los primeros en lograrlo y sacar las oportunas consecuencias.

3. Frente a las concepciones cíclicas del tiempo, dominantes en las primeras civilizaciones europeas y en las culturas exóticas, la ciencia moderna precisaba partir de una concepción lineal. También fueron los cristianos quienes la aportaron. 

4. La noción de ley natural es imprescindible para el despliegue de la nueva ciencia. La idea de un Dios trascendente, creador y legislador fue la matriz de la que surgió. 

5. Ya los pitagóricos habían concebido el mundo en función de formas y estructuras matemáticas. No obstante, la mayor parte de las ecuaciones matemáticas resultan demasiado complejas para que la mente humana sea capaz de resolverlas. Indudablemente Dios podría haber creado un universo mucho más complicado que éste, pero entonces desbordaría nuestra capacidad de comprensión. También otro más perfecto desde el punto de vista mecánico, pero entonces sería inhabitable. No es la menor aportación de la religión haber suscitado en los investigadores la convicción de que el mundo es relativamente sencillo de entender, a pesar de que posee la complejidad suficiente para albergar seres tan sofisticados como nosotros.

Si la historia que he contado fuera verídica, ¿por qué son minoría hoy en día los científicos cristianos? El motivo es bastante sencillo: el nacimiento de la nueva ciencia requirió un temple intelectual y anímico que solamente el cristianismo supo aportar. Una vez puesta en marcha y comprobadas sus enormes virtualidades, ya no resultó tan necesario estar imbuido del espíritu fundacional. Fuera de los grandes creadores, los hombres de ciencia no son de una pasta especial: hijos de su tiempo, en general comparten los valores y creencias dominantes. Tan solo son algo más esforzados, más realistas, menos cínicos y desencantados que la media de sus contemporáneos: esa es la herencia que queda de las raíces cristianas de la ciencia, herencia que sin embargo podría acabar de perderse si la presente civilización persiste en el nihilismo que genera su alejamiento de Dios. No menos triste es que muchos cristianos se hayan despegado de la ciencia como si fuera algo extraño u hostil a ellos. Sólo lo explica la ignorancia de cómo nació esta magna empresa y cuál sigue siendo su vocación profunda. ¿Cómo superar ese extrañamiento? Sacudiéndose la indolencia y asumiendo de una vez por todas las exigencias que se derivan de comprometerse con Cristo.

 

 

Fuente: omnesmag.com