Toda la Sagrada Escritura mira a Cristo y prepara al pueblo para su venida y reconocimiento. Por ello, conocer los libros del Antiguo Testamento supone, para todo cristiano, un ejercicio fundamental para entender en plenitud la vida y el mensaje de Jesús
Antiguo y Nuevo Testamento se complementan. No son dos bloques de libros en conflicto, sino testimonio conjunto de un único plan salvífico que Dios ha ido desvelando progresivamente.
No se trata de dos etapas sucesivas y excluyentes en las que, una vez alcanzada la meta, los primeros pasos perderían su interés. Son, en cambio, dos momentos de un mismo plan, donde el primero prepara el camino para el segundo y definitivo.
Incluso después de alcanzar la meta, la preparación sigue siendo esencial para que el resultado final funcione correctamente. Los libros del Antiguo Testamento no son como las grúas y los andamios, necesarios para construir un edificio pero que se retiran una vez terminada la obra.
Son más bien como los estudios de medicina para un médico: un momento previo en el tiempo al ejercicio de su profesión, pero una vez obtenido el título, la práctica médica se basa en el conocimiento adquirido. Siempre se requiere una formación continua, volviendo al estudio. Algo similar ocurre con las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
El Antiguo Testamento es una preparación para el Nuevo, pero una vez alcanzada la plenitud de la revelación en el Nuevo, su comprensión precisa requerirá un conocimiento profundo del Antiguo. A su vez, el Antiguo Testamento seguirá ofreciendo referencias permanentes a las que será conveniente volver una y otra vez, especialmente cuando sea necesario enfrentar desafíos inéditos en la interpretación del Nuevo.
San Agustín, en su comentario a Éxodo 20, 19 (PL 34, 623), expresó la relación entre ambos con una frase concisa: “El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo”.
Con su habitual brillantez retórica, expresa la convicción de que la lectura de los libros del Antiguo Testamento por sí solos, aunque sea comprensible, no permite captar todo su sentido. Este solo se alcanza en plenitud cuando se integra con la lectura del Nuevo.
Al mismo tiempo, indica que el Nuevo Testamento no es ajeno al Antiguo, ya que está latente en él, dentro del sabio plan de Dios en su revelación.
Explicar en detalle las citas, alusiones o ecos del Antiguo Testamento que impregnan los pasajes del Nuevo requeriría muchas páginas, que excederían el marco limitado de este ensayo. Por lo tanto, nos limitaremos a señalar algunos ejemplos sencillos tomados del evangelio según san Mateo que nos ayuden a comprender la importancia de conocer a fondo los relatos y expresiones del Antiguo Testamento. Estos nos muestran el camino para reconocer a Cristo en la lectura de los Evangelios.
La genealogía de Jesús
El evangelio según san Mateo comienza mostrando que Jesús está plenamente integrado en la historia de su pueblo: “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán” (Mt 1, 1). A partir de ahí, se enumeran tres grupos de catorce generaciones, en las que se aprecian numerosos puntos de contacto con personajes y textos de la historia de Israel.
Especialmente significativas son sus relaciones con los dos personajes mencionados en el encabezamiento: David y Abrahán. El hecho de que se enumeren catorce generaciones tres veces es significativo ya que, en hebreo, catorce es el valor numérico de las consonantes de la palabra David (DaWiD: D vale 4, W vale 6 y la otra D 4 más). Esto señala que Jesús es el Mesías, el esperado descendiente de David.
El Anuncio a José
Al final de la genealogía, un ángel del Señor explica a José la concepción virginal de Jesús y le da instrucciones precisas: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21).
El ángel utiliza las mismas palabras que se usaron para anunciar a Abrahán que Sara “dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Isaac” (Gn 17, 19). De esta manera, el evangelista va delineando la figura de Jesús con alusiones a rasgos literarios propios de la literatura bíblica sobre Isaac.
Belén, los Magos, Herodes, Egipto
En cuanto a David, es importante destacar que Jesús nació en Belén, la ciudad de David: “Después de nacer Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén preguntando: ─¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle. Al oír esto, el rey Herodes se inquietó, y con él toda Jerusalén. Y, reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les interrogaba dónde había de nacer el Mesías. ─En Belén de Judá ─le dijeron─, pues así está escrito por medio del Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel. Entonces, Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella; y les envió a Belén, diciéndoles: ─Id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para que también yo vaya a adorarle” (Mt 2, 1-8).
El texto es muy expresivo, ya que, con ocasión de la pregunta de los magos, se recurre a una cita de la Escritura para mostrar que Jesús es el Mesías esperado, el descendiente que el Señor había prometido a David, y para eso se menciona la profecía de Miqueas (Mi 5, 1).
Poco después, una vez que los magos adoraron al niño, se dice que José fue advertido en sueños de los planes de Herodes para matarlo. José obedeció inmediatamente: “Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: De Egipto llamé a mi hijo” (Mt 2, 14-15).
De nuevo, se hace notar que lo sucedido ya estaba anticipado en el Antiguo Testamento, incluso aunque sus lectores no lo hubieran advertido antes. En efecto, la frase “de Egipto llamé a mi hijo” está en Oseas 11, 1, aunque en el libro del profeta ese “hijo” es el pueblo de Israel al que Dios sacó de Egipto para llevarlo a la tierra prometida.
Este juego de citas y alusiones, que solo puede percibir quien conoce con todo detalle el Antiguo Testamento, está cargado de sentido.
Es significativo que Mateo presente a Jesús perseguido en su nacimiento por un rey, Herodes, que quiere darle muerte, y que, una vez salvado de esa persecución tras la muerte de Herodes, se dirija a la tierra de Israel procedente de Egipto.
De este modo, se está presentando a Jesús como un nuevo Moisés. En la orden de Herodes de dar muerte a todos los niños menores de dos años (Mt 2, 16) se está volviendo a hacer real la persecución que el faraón dictó contra todos los niños israelitas (Ex 1, 16), y así como Moisés escapó prodigiosamente de una muerte segura, Jesús también logró escapar de la espada de Herodes.
Después, se dirigiría a la tierra prometida procedente de Egipto.
El Bautismo de Jesús en el Jordán
La idea de Jesús como el nuevo Moisés resuena en varios aspectos al comienzo de su vida pública. Jesús acude al Jordán, junto a Jericó, donde está Juan el Bautista, para ser bautizado por él. Comienza su vida pública después de salir de las aguas del río (Mt 3, 13-17).
Según el libro del Deuteronomio, Moisés guió al pueblo de Israel desde Egipto hasta el Jordán junto a Jericó (Dt 34, 3) y, antes de cruzar el río, murió tras contemplar la tierra prometida desde el monte Nebo.
Jesús, como el nuevo Josué, sucesor de Moisés, comienza su predicación a partir de la orilla del Jordán en el mismo lugar donde había llegado Moisés, frente a Jericó. Es Jesús quien verdaderamente lleva a plenitud lo que Moisés había iniciado.
Al narrar el bautismo de Jesús, se dice que “después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y entonces se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos dijo: ─ Este es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido” (Mt 3, 16-17). Esta frase “mi hijo, el amado”, que se escucha también en la transfiguración de Jesús (Mt 17, 5), es un eco de aquella en la que Dios se dirige a Abrahán para pedirle que le sacrifique a su hijo Isaac: toma a “tu hijo, el amado” (Gn 22, 2).
El paralelo entre Jesús e Isaac, que ya se había delineado en el anuncio del ángel a José (Mt 1, 20-21; Gn 17, 19), cobra de nuevo un protagonismo muy expresivo. Este modo de presentar a Jesús señala el paralelo entre la dramática escena del Génesis en la que Abraham está dispuesto a sacrificar a Isaac, que lo acompaña sin resistencia, y el drama que se consumó en el Calvario donde Dios Padre ofreció a su Hijo en sacrificio asumido voluntariamente para la redención del género humano.
La Predicación de Jesús
Mateo también habla de la predicación de Jesús presentándolo como el nuevo Moisés, que va detallando los preceptos de la Ley en un largo discurso desde una montaña (Mt 5, 1), en alusión al Sinaí.
Allí menciona algunos de los Mandamientos transmitidos por Moisés, y hace algunas precisiones acerca de su cumplimiento, asumiendo una autoridad que no dejaba indiferentes a quienes lo escuchaban.
Jesús no plantea un conflicto con respecto a la aceptación de la Ley de Moisés, sino que, al contrario, ratifica su valor: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, de la Ley no pasará ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla” (Mt 5, 17-18). Pero explica con detalle el sentido y los modos de llevar a la práctica los principales mandamientos de la Torah.
La “plenitud” de la que se habla no es la de un simple cumplimiento de lo mandado, sino una profundización en la enseñanza de la Ley que va mucho más allá que la rigurosa observancia de lo que expresa en su más pura literalidad.
El esquema de las palabras de Jesús (Mt 5, 43-45) corresponde a una explicación de los mandamientos según los procedimientos ordinarios entre los maestros de Israel en aquel tiempo. Primero se menciona el texto de la Ley que se va a comentar, y a continuación se indica el modo de cumplirlo de acuerdo con el espíritu de esos mandatos divinos. Los oyentes de Jesús escucharían, pues, un discurso estructurado de un modo que les resulta familiar.
En este caso, las explicaciones son introducidas de un modo peculiar, casi provocativo, por el maestro de Nazaret. No es un simple contraste ordinario de pareceres. Comienza diciendo: “Habéis oído que se dijo…” y cita palabras de la Ley a la que todos ellos reconocen un origen y autoridad divinos, para añadir: “pero yo os digo…”. ¿Quién es este maestro que se atreve a corregir con su interpretación lo que dice la Ley de Moisés?
Este modo de presentar la explicación de los mandamientos es propio del estilo de Jesús. Reclama para sí una autoridad por la que se sitúa al lado de Moisés, e incluso se eleva por encima de él.
Por un lado, Jesús acepta la Ley de Israel, reconoce su autoridad y enseña que tiene un valor perenne. Pero al mismo tiempo, esa perennidad va unida a la consecución de una plenitud que él mismo ha venido a darle, no abrogándola para sustituirla por otra, sino llevando a su culminación la enseñanza acerca de Dios y del hombre que contiene. No le ha añadido nuevos preceptos ni ha devaluado sus exigencias morales, pero sí que ha extraído de ella todas sus virtualidades ocultas y ha puesto de manifiesto nuevas exigencias de la verdad divina y humana que estaban latentes en ella.
Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo
Un repaso atento de las páginas del Evangelio, reparando en los detalles que un buen conocimiento del Antiguo Testamento aporta a su comprensión, es un ejercicio fascinante, pero que requeriría un tiempo y un espacio que supera los límites de un simple ensayo como este. Sin embargo, los ejemplos mencionados pueden servir para descubrir lo que puede aportar al conocimiento de Jesucristo una lectura del Nuevo Testamento a la luz de la Biblia hebrea.
La convicción expresada en la predicación apostólica de que el Antiguo Testamento solo se entiende en plenitud a la luz del misterio de Cristo, y, a su vez, que la luz de ese Antiguo Testamento hace brillar con todo su esplendor las palabras del Nuevo, se mantuvo inalterable en la teología patrística.
Es bien conocida la anotación de san Jerónimo en el prólogo de su Comentario a Isaías: “si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”.
Un buen conocimiento del Antiguo Testamento es necesario para conocer a Cristo en profundidad, ya que resulta imprescindible para captar todos los detalles que el Nuevo Testamento señala acerca de la persona y misión del Hijo de Dios hecho hombre.
Fuente: omnesmag.com