“Cuaresma” de Jesús en el desierto
Homilía del Papa en la Misa de la Ceniza
"Tu amas a todas las criaturas, Señor,
y no desprecias nada de cuanto has hecho;
tu olvidas los pecados de cuantos se convierten y los perdonas,
porque tu eres el Señor Dios nuestro” (Antífona de entrada).
Venerados hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:
Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cfr 11,23-26), la liturgia introduce la celebración eucarística del Miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su absoluto señorío sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, son que vivas; quiero siempre y solo tu bien.
Esta absoluta certeza sostuvo a Jesús durante los cuarenta días transcurridos en el desierto de Judea, tras el bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para Él un abandonarse completamente al Padre y a su designio de amor; fue un “bautismo”, es decir, una “inmersión” en su voluntad, y en este sentido, un anticipo de la Pasión y de la Cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer mucho tiempo, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró la muerte en el mundo (cfr Sb 2,24); significaba entablar con él una batalla a campo abierto, desafiarlo sin otras armas que la confianza sin límites en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cfr Jn 4,34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante esa “cuaresma” suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una decisión de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, que "tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo unigénito" (Jn 3,16).
Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos, y al mismo tiempo para mostrarnos el camino para seguirle. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi consentimiento, una acogida demostrada en los hechos, es decir, en la voluntad de vivir como Jesñus, de caminar tras Él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es por tanto condición necesaria para participar en su Pascua, en su “éxodo”. Adán fue expulsado del Paraíso terrestre, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por tanto a la vida verdadera, es necesario atravesar el desierto, la prueba de la fe. ¡No solos, sino con Jesús! Él – como siempre – nos ha precedido y ha vencido ya el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la elección de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.
En esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de las Cenizas, que son impuestas sobre la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: me reconozco por lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero también hecha a imagen de Dios y destinada a Él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. Esto es el pecado, enfermedad mortal entrada bien pronto a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su propia inocencia y ahora puede volver a ser justo solo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que – como escribe san Pablo - “se manifestó por medio de la fe en Cristo” (Rm 3,22). De estas palabras del Apóstol tomé la inspiración para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.
También en las lecturas bíblicas del Miércoles de Ceniza está bien presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el Salmo responsorial – el Miserere – forman un díptico penitencial, que pone de manifiesto cómo en el origen de toda injusticia material y social está la que la Biblia llama “iniquidad”, es decir, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. "Pues mi delito yo lo reconozco, / mi pecado sin cesar está ante mí; / contra ti, contra ti solo he pecado, / lo malo a tus ojos cometí” (Sal 50/51,5-6). El primer acto de justicia es por tanto reconocer la propia iniquidad, es reconocer que está arraigada en el “corazón”, en el centro mismo de la persona humana. Los “ayunos”, los “llantos”, los “lamentos” (cfr Jl 2,12) y toda expresión penitencial tienen valor a los ojos de Dios sólo si son el signo de corazones verdaderamente arrepentidos. También el Evangelio, tomado del “sermón de la montaña”, insiste en la exigencia de practicar la propia “justicia” - limosna, oración, ayuno – no ante los hombres sino solo a los ojos de Dios, que “ve en lo secreto” (cfr Mt 6,1-6.16-18). La verdadera "recompensa" no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que deriva de ella, una gracia que da fuerza para cumplir el bien, para amar también a quien no lo merece, de perdonar a quien nos ha ofendido.
La segunda lectura, el llamamiento de Pablo a dejarnos reconciliar con Dios (cfr 2 Cor 5,20), contiene una de las célebres paradojas paulinas, que reconduce toda la reflexión sobre la justicia al misterio de Cristo. Escribe san Pablo: "A quien no conoció pecado – es decir, a su Hijo hecho hombre – le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). En el corazón de Cristo, es decir, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó a las consecuencias extremas su propio designio de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y a la muerte de cruz. Como he escrito en el Mensaje cuaresmal, "aquí se revela la justicia divina, profundamente diversa de la humana… Gracias a la acción de Cristo, podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cfr Rm 13,8-10)".
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma alarga nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos en peregrinación, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro”, dice la Carta a los Hebreos (Hb 13,14). La Cuaresma da a entender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces de las renuncias necesarias, libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios en medio de nosotros. Amén.
Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cfr 11,23-26), la liturgia introduce la celebración eucarística del Miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su absoluto señorío sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, son que vivas; quiero siempre y solo tu bien.
Esta absoluta certeza sostuvo a Jesús durante los cuarenta días transcurridos en el desierto de Judea, tras el bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para Él un abandonarse completamente al Padre y a su designio de amor; fue un “bautismo”, es decir, una “inmersión” en su voluntad, y en este sentido, un anticipo de la Pasión y de la Cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer mucho tiempo, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró la muerte en el mundo (cfr Sb 2,24); significaba entablar con él una batalla a campo abierto, desafiarlo sin otras armas que la confianza sin límites en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cfr Jn 4,34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante esa “cuaresma” suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una decisión de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, que "tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo unigénito" (Jn 3,16).
Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos, y al mismo tiempo para mostrarnos el camino para seguirle. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi consentimiento, una acogida demostrada en los hechos, es decir, en la voluntad de vivir como Jesñus, de caminar tras Él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es por tanto condición necesaria para participar en su Pascua, en su “éxodo”. Adán fue expulsado del Paraíso terrestre, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por tanto a la vida verdadera, es necesario atravesar el desierto, la prueba de la fe. ¡No solos, sino con Jesús! Él – como siempre – nos ha precedido y ha vencido ya el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la elección de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.
En esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de las Cenizas, que son impuestas sobre la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: me reconozco por lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero también hecha a imagen de Dios y destinada a Él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. Esto es el pecado, enfermedad mortal entrada bien pronto a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su propia inocencia y ahora puede volver a ser justo solo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que – como escribe san Pablo - “se manifestó por medio de la fe en Cristo” (Rm 3,22). De estas palabras del Apóstol tomé la inspiración para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.
También en las lecturas bíblicas del Miércoles de Ceniza está bien presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el Salmo responsorial – el Miserere – forman un díptico penitencial, que pone de manifiesto cómo en el origen de toda injusticia material y social está la que la Biblia llama “iniquidad”, es decir, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. "Pues mi delito yo lo reconozco, / mi pecado sin cesar está ante mí; / contra ti, contra ti solo he pecado, / lo malo a tus ojos cometí” (Sal 50/51,5-6). El primer acto de justicia es por tanto reconocer la propia iniquidad, es reconocer que está arraigada en el “corazón”, en el centro mismo de la persona humana. Los “ayunos”, los “llantos”, los “lamentos” (cfr Jl 2,12) y toda expresión penitencial tienen valor a los ojos de Dios sólo si son el signo de corazones verdaderamente arrepentidos. También el Evangelio, tomado del “sermón de la montaña”, insiste en la exigencia de practicar la propia “justicia” - limosna, oración, ayuno – no ante los hombres sino solo a los ojos de Dios, que “ve en lo secreto” (cfr Mt 6,1-6.16-18). La verdadera "recompensa" no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que deriva de ella, una gracia que da fuerza para cumplir el bien, para amar también a quien no lo merece, de perdonar a quien nos ha ofendido.
La segunda lectura, el llamamiento de Pablo a dejarnos reconciliar con Dios (cfr 2 Cor 5,20), contiene una de las célebres paradojas paulinas, que reconduce toda la reflexión sobre la justicia al misterio de Cristo. Escribe san Pablo: "A quien no conoció pecado – es decir, a su Hijo hecho hombre – le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). En el corazón de Cristo, es decir, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó a las consecuencias extremas su propio designio de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y a la muerte de cruz. Como he escrito en el Mensaje cuaresmal, "aquí se revela la justicia divina, profundamente diversa de la humana… Gracias a la acción de Cristo, podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cfr Rm 13,8-10)".
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma alarga nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos en peregrinación, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro”, dice la Carta a los Hebreos (Hb 13,14). La Cuaresma da a entender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces de las renuncias necesarias, libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios en medio de nosotros. Amén.