2/01/10

La vocación es una llamada divina

Enrique Cases


Sumario

La vocación es una llamada divina.- La amistad de Jesús con los doce.- El primer diálogo.- Los primeros.- Pedro y Santiago.- Felipe y Natanael.- A la orilla del lago.- Sígueme.- La vocación de Leví el publicano.- La primera pesca milagrosa.- La llamada solemne a los Doce.

La vocación es una llamada divina

Los sentidos de la palabra vocación son muchos. Para algunos puede significar que se siente capaz y con aptitudes para una determinada profesión. Tiene mucha vocación, dicen del médico. Para otros, se usa el sentido más verdadero de ser llamado por Dios, pero restringiéndolo a los religiosos o los sacerdotes. Esta chica tiene vocación, dicen de la que quiere ser monja. Esta acepción dejaría a la mayoría de los fieles cristianos sin vocación divina, y no parece la más correcta. En sentido propio vocación es la llamada divina que Dios hace a todos y a cada uno de los hombres a ser santos y a una determinada misión en la Iglesia y en el mundo. A algunos los llama Dios al claustro o al monasterio, a otros al sacerdocio, a otros en las tareas del hogar, o a alguna de las mil profesiones de los trabajos humanos, pero a nadie deja de llamar Dios.
El problema será saber cual es la propia vocación, pues de ahí la vida adquiere la verdadera dimensión y sentido. Por una parte se vive la propia libertad en plenitud; por otro se vive la Voluntad de Dios elige a los que quiere. En el siguiente trabajo se puede calibrar mejor en qué consiste la vocación como llamada divina, contemplando a Jesús que llama a los apóstoles para luego poder aplicar estos hechos a la propia situación.
Todo ocurrió un día concreto. Un día se encontró cada uno de los doce con Jesús. Un día se decidieron a seguirle como discípulos, y un día Jesús les llamó de un modo solemne desde un monte. Estos son los hechos externos de su vocación, pero en realidad se remonta a la eternidad. Dios en su infinita sabiduría llamó a cada uno por su nombre para ser apóstoles de Jesucristo desde siempre.
Pablo, que fue llamado más tarde por el mismo Cristo resucitado, llega a la última raíz de la vocación al declarar: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien nos bendijo en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, por cuanto en él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia por el amor" [Ef 1,3-4].
La vocación de los apóstoles se remonta a las alturas de la eternidad. La Santísima Trinidad quiere llamar precisamente a esos hombres, y no a otros. La vocación es una iniciativa divina. Es una llamada de amor, porque Dios es Amor; es una llamada sabia porque Dios es Sabiduría, es eterna, anterior a todo mérito, pues precede a la misma existencia del tiempo, se manifiesta cuando Dios quiere.
Juan Pablo II enseña que: «la intervención libre y gratuita de Dios que llama es prioritaria, anterior. Es más, podemos decir que Dios "primero" elige al hombre, en el Hijo eterno y consustancial, a participar de la filiación divina, y sólo "después" quiere la creación, quiere al mundo. En la raíz de toda vocación está Dios. No es una iniciativa humana o personal con sus inevitables limitaciones, sino una misteriosa iniciativa de Dios. Desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en los designios del Creador y Él nos quiso criaturas, también nos quiso llamados, preparándonos con dones y condiciones para la respuesta personal, consciente y oportuna a la llamada de Cristo o de la Iglesia. Dios que nos ama y es Amor, es "quien llama" (Rom 9,11)» [Juan Pablo II, Discurso 15.VII.1980].
Por eso «experimentar la vocación es un acontecimiento único, indecible, que sólo se percibe como suave soplo a través del toque esclarecedor de la gracia; un soplo del Espíritu santo que, al mismo tiempo que perfila de verdad nuestra frágil realidad humana (...), enciende en nuestros corazones una luz nueva. Infunde una fuerza extraordinaria que incorpora nuestra existencia al quehacer divino» [Juan Pablo II, Discurso 17-III-1982].
En los apóstoles se realiza lo profetizado por Isaías: "No temas, yo te he redimido y te he llamado por tu nombre. Tú eres mío" [Is 43,1]. El que llama por el nombre propio es el mismo Dios. Jeremías, al narrar su propia vocación, señala cómo ésta precede a los méritos hasta el punto que es anterior al nacimiento: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses, te tenía consagrado: yo te constituí profeta de las naciones" [Jr 1,5].
Ahora bien, los hombres conocemos las cosas en el tiempo y a través de los sentidos. Jesús mismo es el que descubre su vocación a los doce. Después de pasar la noche haciendo oración en un monte, desciende al amanecer y pronuncia los nombres de los elegidos: "Pedro, Juan, Santiago, hijo de Zebedeo, Felipe, Bartolomé, Tomás, Mateo, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el cananeo y Judas Iscariote" [Mt 10,2-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16]. Así se enteraron de los planes de Dios para con ellos. A partir de ese momento entran en juego su libertad y la gracia. El tiempo desvelará el fruto de la gracia de Dios que los empuja a la santidad y su libre querer. Esto es lo que vamos a contemplar en estas páginas.
Todos los presentes miran con curiosidad a los elegidos. ¿Quienes son éstos?, ¿los conoces?, ¿por qué los ha elegido a ellos precisamente? y un clima de sorpresa se extiende en el ambiente de todos los allí congregados. Es natural que fuese así, pues aquellos doce hombres eran muy normales y nada extraordinario parecía distinguirles de los demás. Pero lo que no se ve es lo más importante: Dios los ha elegido desde antes de la creación del mundo.
Ante esta realidad acude a nuestra mente una interrogación: ¿Por qué los llamó?. Vale la pena meditar sobre este punto, pues conviene tener bien claro lo que es una vocación divina. Marcos señala que Jesús "llamó a los que quiso" [Mc 3,14] luego es un acto plenamente libre de Nuestro Señor Jesucristo. Él mismo les dirá a los apóstoles durante la última Cena, después de casi tres años de convivencia: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que deis fruto, y vuestro fruto permanezca" [Jn 15,7-8]. Es muy posible que todos fuesen conscientes de su baja calidad y de lo difícil de la misión. Entonces necesitarán oír del mismo Jesús cosas como: "ya sabía yo de qué pasta estáis hechos, conocía vuestros defectos y vuestras virtudes, no os inquietéis por veros poca cosa, sólo os pido que me seáis fieles y haréis obras divinas como instrumentos libres".
La elección realizada por Jesús no se basa en los talentos de aquellos hombres cuando son elegidos, sino que es un acto gratuito, libre y amoroso, divino. La Iglesia es la reunión de los llamados a la santidad. Era muy conveniente que los primeros tuviesen clara constancia de que se trataba de una elección divina, y no de algo humano, fruto de sus aficiones religiosas. La Iglesia se construía sobre la humildad humana y la libertad de predilección del amor divino formando una armonía ideal para salvar a los hombres. San Pablo expresa la variedad de vocaciones en la Iglesia:
"Hay diversidad de dones, pero el Señor es el mismo; y hay diversidad de operaciones, pero el mismo Dios, que obra todas las cosas en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para común utilidad: a uno por el Espíritu se le da sabiduría; a otro palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a uno, la fe en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu, a uno el poder de obrar milagros; a otros profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a uno diversidad de lenguas; a otro, la interpretación de lenguas. Todas estas cosas obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere" [1 Co 12,4-11].
A ellos les dio la vocación de ser los primeros, las doce columnas de la Nueva Alianza. Sobre esta base sólida podemos comenzar la historia de aquellos doce hombres, quizá no demasiado valiosos en muchos momentos, pero con una explícita vocación divina a la que debían ser fieles.

La amistad de Jesús con los doce

La vocación es una iniciativa eterna de Dios, pero los hombres la conocen en el tiempo a través de circunstancias sensibles. Los apóstoles conocieron la voluntad de Dios a través de la voz de Jesucristo.
Conocemos el entorno de nueve de los doce Apóstoles: Juan y Andrés son los primeros: eran amigos y pescadores; después vinieron sus hermanos Simón Pedro y Santiago. Felipe y Natanael (Bartolomé), también amigos, les siguen. Un caso especial es el publicano Leví (Mateo), pues no parece conocido íntimo de los demás, pero sí de Jesús. Santiago y Judas de Alfeo son hermanos (parientes) de Jesús y los lazos de intimidad son grandes. En cuanto a la preparación previa de Simón el cananeo, de Tomás, y de Judas Iscariote nada se dice en los Evangelios.
Una primera mirada revela en aquellos hombres unas relaciones humanas muy ricas. La amistad, el parentesco y la vecindad constituyen una preparación próxima para la vocación. Juan y Andrés son amigos y convecinos; tenían edades e inquietudes semejantes, pues los dos estaban con Juan el Bautista cuando éste les muestra a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y los dos siguieron juntos a Jesús, infundiéndose ánimo mutuamente comienzan una nueva vida.
Una vez conocen a Jesús lo comunican a sus respectivos hermanos. Andrés habla a Simón y le presenta a Jesús. Lo mismo hace Juan con su hermano Santiago. Felipe debía estar próximo a Juan y Andrés -el evangelio no lo precisa- pues era galileo como ellos y quizá del mismo pueblo; Felipe habla a Natanael y se lo presenta a Jesús. La amistad fue el cauce para que los primeros descubrieran la vocación, como suele ocurrir hoy en día.
Santiago y Judas Tadeo, llamados hermanos del Señor, son parientes de Jesús, hijos de una de aquellas Marías que luego servirán a Cristo en su caminar por las tierras de Israel. Ella se contará entre las mujeres que estaban al pie de la Cruz junto a la Virgen. Ambos conocían a Jesús en los años de vida oculta, eran amigos de infancia o de juventud del Señor, aunque no supieran el misterio de Jesús. Pueden captar su bondad, y los vínculos de afecto natural con Jesús son la base humana que les permite seguirle dejándolo todo cuando les llama.
Leví se nos muestra como el más solitario y es lógico, ya que por ser publicano estaba desvinculado de las relaciones de amistad con los israelitas practicantes, según las costumbres de aquel momento. Es indudable que este hecho le hace más difícil la entrega primera.
Dios aprovecha la amistad y el afecto familiar para que la mayoría de los Apóstoles conozcan a Jesús. Es Dios quien les llama, pero lo hace a través de amigos, hermanos o parientes. La amistad es una realidad grata y humana que se convierte en camino divino para dar a conocer sus designios salvadores. Ya Aristóteles decía que es "uno de los más indispensables requisitos de la vida", todo humano quiere ser amado y amar. Es comprensible que este cauce afectuoso de la amistad y el afecto familiar se conviertan en vehículo de comunicación de la voluntad divina. Dios conoce bien el proceder humano y los afectos y resortes que más nos mueven.
Dios habla a través de las conversaciones y las circunstancias humanas de amistad parentesco. Así de natural es la forma divina de actuar. La verdadera amistad no atiende sólo a las ventajas que uno encuentra, sino que busca proporcionar alegrías a los amigos. Se trasluce el entusiasmo con que aquellos primeros que encontraron a Jesús y le reconocieron como el Mesías, se lo comunican a los íntimos. Ni es comprensible tener una alegría y no comunicarla a los que se quiere, ni se entiende una amistad sin compartir los mejores descubrimientos.
El ambiente de confianza que se crea entre los amigos permite hablar con confianza y sin reservas. No hay temor a engaños entre amigos. Y menos aún, miedo a ser utilizados de un modo egoísta. Santo Tomás de Aquino dice con su habitual precisión que «no todo amor tiene razón de amistad, sino el amor que entraña benevolencia, cuando de tal manera queremos a alguien que queremos para él el bien» [Santo Tomás de Aquino. Suma teológica 2,2 q. 23, a.1].
La amistad tiene un clima y unos frutos: «el amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos» [San Josemaría Escrivá de Balaguer, GER vol 2 p. 101].
Ese es el ambiente a través del que Jesús se da a conocer a los primeros: un ambiente de amistad que irá creciendo al hilo de los acontecimientos, más fuerte con las contrariedades y más dulce con la alegría compartida. Al convivir con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto Hombre —el Amigo perfecto—, los apóstoles mejorarán y la convivencia adquirirá vínculos más profundos. Mirar el ambiente de amistad en el que los Apóstoles encuentran su vocación lleva al cristiano a descubrir el camino preferido por Dios para que realice el apostolado: "apostolado de amistad y confidencia" [Ibid, Conversaciones, 62]. Es un ambiente tan humano que desconcierta por su sencillez. Quizá alguno espera que Dios manifieste su voluntad con gran aparato y majestad. Podría ser así, pero la realidad, en el caso de los apóstoles y de la mayoría de los hombres, es que se realiza en la intimidad de la amistad y del diálogo.
Bien aprendieron la lección los discípulos: cuando reciben el mandato imperativo de Cristo de ir a todo el mundo a enseñar la buena nueva y bautizar, utilizan lo que conocen: el testimonio personal y la amistad. Hablan uno a uno con los que se encuentran en su camino. Miran a todo hombre como amigo, abren el corazón y manifiestan lo que se lleva dentro; el resto lo hace Dios. Los Apóstoles comienzan su labor de descubrir a Cristo a los demás de un modo similar al que muestra Camino: «Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es "apostolado de la confidencia"» [Camino 973].
Conviene recordar de nuevo esta verdad sencilla: ninguna programación puede sustituir al apostolado de la amistad y la confidencia. Organizar cosas es muy bueno, pero lo primero es la acción de Dios en las almas y después el amor con que el cristiano abre los corazones de sus amigos. «La atracción de tu trato amable ha de ensancharse en cantidad y calidad. Si no, tu apostolado se extinguirá en cenáculos inertes y cerrados» [Surco, 752].
Es deseable que muchos puedan experimentar la vocación del modo como la describe San Josemaría: «Me figuro que vosotros, como yo, al pensar en las circunstancias que han acompañado vuestra decisión de esforzaros por vivir enteramente la fe, daréis muchas gracias al Señor, tendréis el convencimiento sincero —sin falsas humildades— de que no hay mérito alguno por vuestra parte. Ordinariamente aprendimos a invocar a Dios desde la infancia, de los labios de unos padres cristianos; más adelante, maestros, compañeros, conocidos, nos han ayudado de mil maneras a no perder de vista a Jesucristo.
»Un día -no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia-, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de él" [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 1].

El primer diálogo

El primer diálogo entre amigos suele ser muy importante. Los enamorados lo saben bien. Juan es un testigo excepcional de varias de las primeras conversaciones que Jesús tuvo con algunos de los doce apóstoles; la narración de su primer encuentro con Jesús tiene un sabor delicioso y entrañable. Al cabo de los años, cuando escribe su Evangelio, anota la hora de aquella entrevista: "hora erat quasi décima", eran las cuatro de la tarde. Nada de aquel momento se había borrado de su memoria: la hora, las palabras, la mirada del Señor, lo que pensaban él y Andrés. Es posible que incluso recordase el latir más intenso de su corazón cuando se dirigía al Salvador. Algo similar podrían contar los demás, pero no nos han dejado constancia por escrito; sólo han dejado el testimonio de una entrega plena, salvo Judas Iscariote, hasta la muerte.
Veamos el diálogo de Juan y Andrés. Juan oculta con pudor su nombre al escribir: en otro lugar se nombrará a sí mismo como "el discípulo que amaba el Señor",¡entrañable experiencia!. Sus hermanos Santiago y Simón son los siguientes en conversar con Jesús. Felipe y Natanael concluyen otro diálogo con el Señor algo más tarde. Las tres conversaciones son muy distintas, aunque traten de lo mismo. Vale la pena observar las características de esos divinos encuentros en los cuales Jesús deposita en sus almas la semilla que en poco tiempo dará frutos de amor generoso.
Jesús acaba de vivir cuarenta intensos días de oración y ayuno en el desierto. Allí fue llevado por el Espíritu, y allí superó tentaciones diabólicas. Su aspecto físico manifiesta la dureza del ayuno y de la prueba, pero también la alegría de la victoria. Cansancio y serenidad son los rasgos de su semblante. La flaqueza de su cuerpo, consecuencia del ayuno, se compensa con la mirada llena de la alegría de saber que pronto la redención alcanzará con plenitud a los hombres.
Es muy posible que varios de los apóstoles ya conociesen a Jesús de vista, aunque no hubiesen hablado con Él. De hecho, antes de retirarse al desierto acudió al Jordán para ser bautizado por Juan. En aquel momento se oyó una gran voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, el predilecto; en El me complazco" [Mt 3,17]. Al mismo tiempo se "vio bajar, como una paloma, el Espíritu de Dios, y posarse sobre él" [Mt 3,17; Mc 1,10; Lc 3,22]. Juan y Andrés escucharon de su maestro Juan Bautista la siguiente declaración sobre Jesús: "Vi al espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se posó sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y permanecer sobre Él, ése es el que ha de bautizar en el Espíritu Santo. Y yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios" [Jn 1,32-34]. La conmoción entre los seguidores del Bautista debió ser enorme y mirarían a Jesús absortos y admirados.

Los primeros

Juan y Andrés eran los dos que estaban al día siguiente con el Bautista cuando éste al mirar a Jesús que pasaba dijo: "He aquí el Cordero de Dios" [Jn 1,35]. Ellos se levantan, buscan a Jesús y le siguen. Sabían bastante bien lo que buscaban, y la ansiedad de sus almas se debía reflejar en todo su comportamiento. Era perceptible un cierto temor al empezar la conversación. Por su juventud no saben encontrar las palabras adecuadas, por eso no hablaban mientras seguían a Jesús. Es fácil imaginar una sonrisa en Jesús al ver su timidez atrevida, pues sabe bien lo que quieren; pero no habla enseguida, deja que hagan algo, quiere que perseveren en la búsqueda.
De repente, se vuelve Jesús hacia ellos y les mira. Mucho se ha comentado la mirada del Señor. En la conversación con el joven rico, precisa Marcos que le miró con amor. No podía ser de otro modo. Jesús mira como Dios y como hombre verdadero, manso y humilde de corazón, sencillo e imponente. Les mira con la claridad de una mente preclara en la que no hay ninguna ignorancia natural y que posee la máxima lucidez humana; les mira con un corazón que ama con perfección humana y divina.
Juan y Andrés callan ante la mirada amable y penetrante de Jesús y por fin escuchan su palabra: ¿Qué buscáis? Jesús acierta en la diana de sus pensamientos. Lo mismo hará con los demás, pero a cada uno le trata de manera distinta, porque todos son diferentes. Juan y Andrés eran dos buscadores de Dios, su vida —corta todavía— estaba llena de la inquietud del que no se conforma con una existencia mediocre. De hecho, se habían acercado a Juan Bautista en el Jordán por el prestigio que tenía de hombre austero, valiente y sincero que tenía. Buscaban al maestro coherente que vive lo que enseña, seguían al profeta del Mesías que ha de venir. Eran buscadores de Dios, esa debía ser su respuesta a la pregunta de Jesús. Pero no lo hacen así y su respuesta parece extraña, ya que no responden que buscan al Cordero de Dios sino simplemente le preguntan dónde vive. ¿Por qué lo hicieron así? Quizá por una cierta timidez juvenil, o más bien porque no se conforman con una respuesta rápida y quieren escuchar con detenimiento a Jesús con la disposición generosa de hacerse discípulos suyos cueste lo que cueste.
Jesús va directo al fondo del asunto: ¿Qué buscáis?. Es pregunta repetida muchas veces a lo largo de sus años de actividad pública. Volverá a planteársela a los soldados y a Judas el traidor cuando van a prenderle. El ha venido para encontrar a los hombres, pero también para ser encontrado por ellos. Busca a todos, pero antes que nadie a los buscadores. Habla a todos, pero sabe que sólo será oído por los que tienen oídos para oír.
Pedro y Santiago

Juan y Andrés hablaron pronto con Simón y Santiago. Las cosas se pueden decir y escuchar de muchas maneras. No es lo mismo una comunicación fría y distante, que lo dicho con alegría y entusiasmo. No es igual transmitir una información rutinaria y anodina como el estado del tiempo, que manifestar el descubrimiento de aquél que quita todos los males del mundo. Juan y Andrés estaban entusiasmados, eso estaba claro. Ni podían hablar fríamente, ni podían ser escuchados con indiferencia.
Durante el tiempo anterior al encuentro con sus hermanos se encontraban como fuera de sí, con un gozo y una alegría más que naturales: habían encontrado al Mesías esperado desde hacia tantos siglos. Les debió parecer sorprendente que precisamente ellos fuesen los afortunados y, además, fueran los primeros. Es cierto que no había en Jesús de Nazaret nada extraño o extraordinario, pero estaban seguros de que era él; les bastaba el testimonio del Bautista, y una seguridad interior difícil de explicar les movía a creer.
Fue Andrés el que abordó a su hermano, diciendo lo que llevaba dentro: "Hemos encontrado al Mesías" [Jn 1,41]. Así, sin rodeos, con una seguridad sorprendente. No habló de Jesús como un profeta, o un hombre de Dios; sino que le llama el Mesías. No es posible calibrar la primera reacción de Simón. Conociéndole a través de su vida posterior, sabemos de su carácter impetuoso y noble. Simón conocía bien a su hermano y sabía que no era un visionario, no era de los que creen al primero que le cuenta algo extraordinario. Por eso la sorpresa fue mayor. Ambos eran pescadores, es decir, hombres prácticos y endurecidos desde niños por los trabajos manuales. Parece que Simón era el mayor de los dos; pero, ¿y si tiene razón el entusiasta Andrés?. Además, por comprobar quién es ese Jesús no se pierde nada. No nos cuentan los evangelios la conversación de Santiago con su hermano Juan, pero debió ser muy similar; quizá hablaron los cuatro, no en vano eran convecinos y compañeros de pesca. Lo cierto es que todos acudieron a hablar con Jesús.
Cuando llegaron ante Jesús, mirando a Simón "fijó en él sus ojos" dice el evangelista, que parece obsesionado por los ojos del Maestro recién descubiertos. También debió ser una mirada que llegó hasta el fondo del alma del recién llegado. Antes de que Andrés hiciera las presentaciones, Jesús habló: "Tú eres Simón el hijo de Juan, tú te llamarás Pedro" [Jn 1,42]. Siendo más precisos, el nuevo nombre que Jesús atribuye a Simón es Cefas o Piedra, nombre desconocido en Israel. La sorpresa de Simón y de los demás fue enorme. ¿Qué significa esto? ¿De qué me conoce? ¿Será cosa de mi hermano Andrés? Después de esta frase la acción se traslada según se lee en el Evangelio a otro lugar de Galilea y a otros personajes; parece como si empezase una nueva narración, para retomarla después. Pedro queda desconcertado y sorprendido, la palabra de Jesús actúa como una simiente lanzada en su alma que dará fruto en el momento oportuno.
Pasará tiempo antes de reflexionar.
El pensamiento de Simón debió tener muchos matices. ¿Será cierto que Jesús es el Mesías, como dice mi hermano?. Parece que me conoce bien, por la referencia a mi padre. Pero, sobre todo, ¿por qué me ha dado un nuevo nombre? Hay que tener en cuenta que el nombre para los judíos contemporáneos de Jesús era más que una palabra para diferenciar a las personas. Un nombre era una vocación. Sólo podía imponerlo quien tuviera autoridad. ¡Cuánto más si se trataba de cambiarlo! Además quien daba el nombre tomaba a su cargo al nominado, se declaraba, de algún modo, su padre o su dueño.
Las palabras de Jesús escondían un misterio. Es seguro que lo ocurrido diese más y más vueltas en el interior de Pedro cuando volvió a Cafarnaúm con su familia, y mientras trabajaba con las barcas y las redes: ¿Qué ha querido decir ese Jesús? Si es cierto que es el Mesías, significa que me invita a seguirle: pero, ¿cómo puedo estar seguro?. Simón más que buscar, fue buscado, pero el resultado es el mismo que en su hermano: una llamada fruto de un primer diálogo con Jesús que despierta un interrogante y una inquietud. ¿En qué acabará todo? Desde luego no podía ya quedarse tranquilo o indiferente; debía hacer algo y pronto, pero ¿qué?.

Felipe y Natanael

"Al día siguiente quiso Jesús salir hacia Galilea". Es entonces cuando aparece en escena el temperamental Felipe. Jesús "encontró a Felipe y le dijo: Sígueme" [Jn 1,43]. Es la primera vez que Jesús utiliza el consejo imperativo de seguirle. Nada se nos dice sobre si se dio una conversación previa, o si estaba con Andrés y Pedro, sus convecinos de Betsaida. Quizá estos le habían hablado antes y le habían presentado al Mesías, o bien fue un encuentro en el que Jesús se presenta directamente a quien sabe le está buscando. Sea como fuere los frutos de esa llamada no pudieron ser más fulminantes: Felipe empieza a hacer apostolado con su amigo Natanael.
Natanael se nos presenta como un hombre prudente que pondera los pros y los contras. Buen amigo, pero cauto. Así, cuando Felipe le dice: "hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y también los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José" [Jn 1,45], le responde con una cierta incredulidad:"¿de Nazaret puede salir algo bueno?" [Jn 1,46]. Natanael objeta irónicamente sus prejuicios sobre una población vecina que no ha tenido ningún hecho relevante en su historia y que tampoco ha tenido ninguna referencia notable en las profecías. Sus palabras son similares a las de los fariseos cuando decían que el Mesías tenía que nacer en Belén. No debió ser fácil convencer a Natanael. Podemos verle como un hombre de convicciones firmes y fundamentadas., difícil de convencer; pero hizo caso a Felipe y fue a ver a Jesús ante el argumento irresistible: "ven y verás", que es lo mismo que decir, "juzga por tí mismo, no te retraigas pues es tan importante lo que te digo que no investigar a fondo es una locura, aunque yo no sepa explicarme muy bien todavía".
El diálogo de Natanael con Jesús es muy distinto a los dos anteriores. Jesús estaba aún con otros de los primeros cuando interrumpe la conversación y dice ante todos: "He aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez" [Jn 1,47]. Natanael debió quedarse sorprendido. El elogio, naturalmente, le agradaba. Pero podía ser una trampa para atraerlo halagando su vanidad, es muy posible que la primera reacción le endureciese más que le ablandase, más aún si era cierto que era un hombre de una pieza. Trucos tan ingenuos, pensaría, no servirían con él. Levantó la cabeza y preguntó cortante: "¿de qué me conoces?" Era como un reto y Jesús lo aceptó. Quizá acentuó su sonrisa y dijo: "Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi" [Jn 1,48].
La respuesta conmocionó a Natanael. ¿De qué higuera hablaba Jesús? Parece claro que Natanael lo sabía bien. Nunca sabremos lo que pasó debajo de aquella higuera, si bueno o malo. Es muy probable que en ese lugar tuviese algún pensamiento que nadie pudiese conocer, sino solamente Dios. Quizá le pedía por la salvación de su pueblo, o la pronta venida del Mesías, ya próxima según los vaticinios de los profetas. Lo cierto es que Natanael sintió que aquellas palabras desnudaban su alma. Era un signo. Quien conociera aquello no podía sino ser un enviado de Dios. Por eso, sin que mediara una palabra más, prorrumpió en elogios aún más intensos que los del entusiasta Felipe: "Maestro, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel" [Jn 1,49]. Cree, y sabe muy bien lo que cree. Su fe revela mucha preparación doctrinal.
Jesús sonrió ante la respuesta de aquel hombre íntegro y duro que se entusiasmaba como los jóvenes, por eso añadió unas palabras llenas de promesas: "¡Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees! Mayores cosas verás" [Jn 1,50]. Todos escuchan con asombro. Ya creían en Jesús, y comenzaban a amarle, pero es posible que les invadiese un cierto temor, como al discípulo cuando el maestro destapa algo de su sabiduría. Deslumbra, pero mucho más, pues les hablaba de realidades divinas.
Jesús sabía que ese asombro era bueno pues percibían un poco quién era Él, y les adentraba en la experiencia de Jacob, que buscando con lucha la bendición de Dios vio en sueños una escala: "en verdad, en verdad os digo que algún día veréis el cielo abierto y a los ángeles del cielo subir y bajar sirviendo al Hijo del hombre" [Jn 1,51]. Estas palabras recuerdan la profecía de Daniel en la cual Mesías se presenta como un Hijo del Hombre servido por ángeles, que venía a juzgar. Esto se hacía realidad en Jesús. El se proclama el Mesías esperado. El estremecimiento recorre el ambiente, todos piensan que si es verdad empieza un mundo nuevo. ¿Quién era aquel hombre que así conocía a las personas, y con una simple mirada bajaba a lo más profundo de los corazones anunciando, además, que esto era sólo el prólogo de lo que se avecinaba?
Se sentían a un tiempo felices y asustados de haber conocido a Jesús. Acababan de descubrir a alguien que se había metido en sus vidas sin pedirles permiso, y hasta lo más hondo. Cierto es que podían huir o escabullirse con las variadas excusas que sabe construir el egoísmo, pero estaban fascinados por Jesús. Esa es la verdad. Nosotros también podemos experimentar ese encuentro humano y divino y considerar «la maravilla de un Dios que nos ama con corazón de hombre» [San Josemaría, Es Cristo que pasa, 108]. Así comenta estas escenas evangélicas San Josemaría: «El apóstol Juan, que vuelca en su Evangelio la experiencia de toda una vida, narra aquella primera conversación con el encanto de lo que nunca se olvida. (...) Diálogo divino y humano que transformó las vidas de Juan y de Andrés, de Pedro, de Santiago y de tantos otros, que preparó sus corazones para escuchar la palabra imperiosa que Jesús les dirigió junto al mar de Galilea» [Ibid]. El diálogo primero fue una siembra que dará su fruto en el momento oportuno.

A la orilla del lago

El lago de Genesaret es un lugar privilegiado de la naturaleza. Sus medidas son de veinte por diez kilómetros entre su longitud máxima y su anchura. Ni demasiado grande, ni demasiado pequeño. Lo suficiente para una medida humana y acogedora. Sus aguas dulces son fruto de las altas cumbres del monte Hermón, vertidas a su vez en el Jordán. Le rodea una vegetación arbolada y su entorno son prados. En las épocas primaverales se llenan de pequeñas flores que le dan un colorido agradable a la vista. La temperatura es deliciosa, ya que es un clima levantino algo alejado de la costa, con vientos provenientes de las cercanas montañas que atemperan las épocas más calurosas. Los puertos de pescadores se suceden a poca distancia unos de otros, pues la pesca es abundante. Físicamente es un lugar donde los hombres pueden vivir a gusto sin las agresiones del excesivo frío o del asfixiante calor, con agua y con luz. Es posible estar tiempo al aire libre en conversación amistosa, las pocas lluvias favorecen más aún estas reuniones con el cielo por techo y sentados en la hierba. Alrededor del lago, a una cierta distancia, se elevan unos pequeños montes desde los que se domina de una mirada todo el lago, con unas puestas de sol que invitan a la oración y al agradecimiento a Dios por la belleza de lo creado.
El lago de Genesaret es también un lugar privilegiado por la singular presencia de Jesús en él. Sus orillas fueron recorridas en todas direcciones por Cristo. Sus pies se mojarían en sus aguas, incluso caminó sobre ellas infundiendo valor a sus atemorizados discípulos durante una tempestad. En aquellos prados se sentó el Señor con los que le iban siguiendo: al principio pocos, después multitudes. Allí realizó muchos milagros y expuso el núcleo de su predicación: el Sermón del monte.
Nazaret es vecina, pero algo alejada de sus orillas; entre las poblaciones que se encuentran allí se puede contar a Betsaida —lugar de nacimiento de Pedro, Juan, Felipe, Andrés y Santiago—, Cafarnaúm —donde vivían Pedro y Andrés cuando Jesús les llamó definitivamente—, Magdala —lugar de la conversión de la mujer pecadora— Tabigha, —donde se realizó la segunda pesca milagrosa, la de los 153 peces grandes bien contados— Tiberíades —localidad romana de mala fama entre los judíos—, y pequeños puertos de pescadores.
Este es el marco del segundo encuentro de Jesús con varios de sus futuros apóstoles. La semilla dejada en su alma en el primer encuentro con el Señor va a tener aquí su primer fruto. Los seis primeros, después de hablar a Jesús, volvieron a sus casas con la inquietud en el alma. No pueden ser indiferentes a lo que han visto y oído. El encuentro con Cristo había sido muy intenso. Jesús había entrado en sus almas hasta lo más hondo. Cierto que ellos habían puesto pocos reparos y estaban llenos de buena voluntad, pero hemos de considerar que es difícil acostumbrarse a lo desconocido, y más aún cuando se trata de un encuentro con el Mesías anunciado por los profetas y esperado durante muchos siglos por los israelitas. Jesús había dicho a unos que el que buscaban era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. A otro le cambia el nombre. A otro lo entusiasma. Otro descubre en Él al Hijo de Dios y al rey de Israel. Los detalles del primer encuentro y la hondura de las primeras palabras bullen en su interior, también cuando se dedicaban a sus tareas habituales de pesca. La simiente lanzada a voleo por el sembrador iba desarrollándose en su alma. Iban asimilando lo oído y lo visto. Y esto requiere tiempo, por poco que sea.
Jesús deja pasar el tiempo, no mucho, para que maduren la experiencia del primer encuentro. Después los busca para realizar la segunda llamada, la definitiva. Esta llamada es repentina y la respuesta fue rápida, pero antes han reflexionado sobre el primer encuentro; los hombres necesitamos tiempo para comprender, sobre todo lo poco habitual y lo divino. Dios es amigo de la generosidad rápida no frenada por el egoísmo y los cálculos humanos, pero ni la irreflexión, ni la precipitación o la imprudencia entran en sus planes, por ser incompatibles con la Sabiduría Eterna.
Con dudas o con certezas todos dan vueltas a las repercusiones prácticas del encuentro con el Mesías: sus vidas no podían discurrir igual que antes. ¿Qué hacer?. Pronto lo sabrán por boca del mismo Cristo, pero de momento lo ignoran.
Pasados unos días se presenta Jesús en Cafarnaúm. Al verle, los seis sienten un gran sobresalto. La alegría es grande en todos, aunque en algunos apareciese una cierta inquietud al presentir que les iba a complicar la vida aquella visita tan grata, pero que iba a cambiar la trayectoria de sus historias personales en un futuro muy próximo. Lo recibieron con gusto, y Jesús se quedó gozoso con sus nuevos amigos.
Jesucristo no pierde el tiempo. Más adelante les dirá cómo le consume el celo de las cosas divinas, y cómo debe ir a más lugares para anunciar la buena nueva del Reino de Dios, y le verán predicar y hablar de día y de noche; sin tiempo material para comer. No iba a dedicar su primera etapa de actividad pública a un descanso, bueno pero inoportuno. Jesús, en primer lugar, habla a todos los que quieren escucharle y cura a otros. La reacción en el pueblo es de gran conmoción, al igual que en los seis apóstoles.
Aquellos hombres ya estaban a punto, pero aún no había llegado la hora. Jesús no les pedirá que le sigan apenas nacida la amistad y la fe. Una vocación es una cosa muy seria, y no quiere el Señor que se decidan sólo por un impulso generoso del corazón, poco reflexionado. Por eso les deja regresar a sus casas, a sus familias, a su trabajo.
La decisión de los apóstoles no debió ser tan sencilla como suponemos. Alguno estaba casado, pues el celibato no era corriente entonces. Incluir una vida de entrega a Dios prescindiendo de cosas buenas como el matrimonio y la familia no es fácil. Menos aún en aquellos momentos en que aún no existía la tradición cristiana de la virginidad y del celibato con el corazón indiviso por amor a Dios y por el Reino de los cielos. Jesús dirá más tarde que no todos entienden eso, sino sólo a los que les es dado. Ese paso de entrega requiere una gracia especial de Dios, y una respuesta de amor a Dios nada común.
Por otra parte es frecuente que después de un entusiasmo explosivo venga un enfriamiento. Lo que fue llama acaba siendo ceniza o un palitroque carbonizado si no se renueva el combustible. Cabía que pensasen que Jesús les había encandilado demasiado con la fuerza de su personalidad -eso es indudable-, pero la vida ordinaria era otra cosa. Podían preguntarse, ¿por qué precisamente yo he de vivir de una manera tan entregada?.
Por eso Jesús deja pasar tiempo, aunque no demasiado. Quiere que comprueben si son capaces de vivir sabiendo que han descubierto al Mesías. Pero no quiere que se enfríen, pues sabe bien que a los hombres les sucede como a los recipientes, que después de recibir el calor del fuego, si se alejan de las llamas se van enfriando. Las cosas se olvidan, se difuminan los recuerdos, lo urgente lleva a descuidar lo necesario, y, sobre todo, existe la tendencia a retrasar una decisión cuando es difícil, como si ese retraso permitiese estar más seguros de la decisión, cuando en realidad esos retrasos son miedo a entregarse de lleno a Dios con todas las consecuencias y llevan a la búsqueda de excusas más o menos orquestadas para no salir de la comodidad o de los planes previamente imaginados.
Veamos los hechos inmediatos después del primer encuentro con Jesús. Si seguimos el evangelio de Juan encontraremos a Jesús con los discípulos y María en Caná, donde realiza el primer milagro. Allí "los discípulos creyeron en él" [Jn 2,11]. Esto ocurrió a los tres días: los siete acuden a Nazaret recogen a María y luego van a Caná. Su fe primera queda fortalecida por el primer milagro, signo claro de mesianidad, y no es incompatible con que después volviesen a sus casas. La estancia en Caná y Nazaret parece muy probable antes de que fuese Jesús a buscar a los que quería totalmente a su lado.
El momento más oportuno para plantear la llamada es cuando Él quiere. Jesús es oportuno siempre y sus decisiones están llenas de sabiduría, aunque le cueste reconocerlo al que intenta retrasar una entrega plena. Jesús llama a hombres bien conocidos y sabe que, si quieren, pueden cumplir la misión que se les va asignar.
Jesús es el modelo. Cuando lo considera oportuno acude en busca de los elegidos y los llama. Las respuestas serán libres y variadas: algunos como el joven rico se marchan tristes porque les asusta la pobreza; otros le abandonan porque les falta fe; otros le siguen con generosidad; a otros les puede la carne y sus apetencias. Jesús no deja de llamarles por miedo a que respondan negativamente, ya sea por temor a la oposición de las familias, o por falta de confianza en sus fuerzas, o por temor a complicarles la vida. Se lo plantea y ellos hacen lo que quieren.
Jesús llamó directamente a muchos. Los setenta y dos discípulos que se son enviados a predicar de dos en dos por las poblaciones son una selección de los primeros llamados. Los mismos apóstoles serán llamados de entre un grupo grande de discípulos. Poco a poco se perfila en cada uno las características de su vocación personal en la que muestran la gracia divina y la correspondencia humana.
Los primeros seis van a escuchar junto al lago el claro sígueme que les muestra la vocación divina que han tenido desde toda la eternidad, aunque lo ignoraban.

Sígueme

El primer encuentro fue una siembra que produjo inquietud. El segundo desvela quién es Jesús con mayor claridad. Los milagros y sus palabras les conducen a la fe. Pero queda el paso de la entrega, y ese lo da el Señor llamando a los quiere para que sean sus discípulos al modo como lo hacían los rabinos judíos. La palabra con que los llama es: sígueme o seguidme. El Señor quiere dejar bien claro que no le eligen ellos a Él como Maestro, sino que libremente les elige a ellos como discípulos.
Los Evangelios dicen que la llamada tuvo lugar al pasar Jesús cerca de ellos. Parece aparente casualidad, pero no es así. Cristo los busca, va a su pueblo deliberadamente, se dirige con toda intención a la orilla donde están, y pasa por sus vidas en el momento elegido por El.
Marcos y Mateo nos cuentan lo sucedido: "Y, al pasar junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y, al instante, dejaron las redes y le siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago el de Zebedeo y a Juan su hermano, que remendaban las redes en la barca. Y enseguida los llamó. Y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él" [Mc 1,16-20; Mt 4,18-22]. Jesús ya había utilizado la expresión sígueme con Felipe, pero no parece equivalente a la que utiliza ahora, pues no siguió a Jesús dejando todo como hacen ahora. Se parece más al sígueme dirigido al joven rico cuando acude a Jesús con deseos de ser perfecto, pues éste al darse cuenta de la exigencia de la entrega, y no querer llevar su amor a Dios al extremo, se fue triste. Similar es el sígueme dirigido al publicano Leví, pues deja también todo al instante y se une al grupo de los discípulos. Ya meditaremos más adelante su vocación. En todos los casos es una llamada a la entrega total.
¿Qué quiere decir sígueme? ¿Es un mandato o una petición? No es fácil contestar, pues nos falta el acento con que Jesús pronuncia la palabra. Sígueme tiene algo de mandato y algo de súplica. La Voluntad de Dios se exterioriza en esta palabra, por tanto es un mandato; pero al mismo tiempo suplica una respuesta libre. Es un mandato, pero al modo amoroso. Es como decir: "si quieres puedes ser mi discípulo, pero ten en cuenta que Dios te lo pide", o bien: "quiero que me sigas, aunque eres muy libre para decidirte". No en vano el amor es más exigente que la justicia. Cuando es el Amor el que llama, una súplica es un mandato.
¿Qué contenido tiene la propuesta de seguir a Jesús? Lo vemos claro en la respuesta de los apóstoles: dejar sus ocupaciones, su modo de vida, y vivir como el mismo Jesús. Les pedía un cambio de vida respecto a Dios, y algo más: dedicarse a una tarea un tanto enigmática como la de ser pescadores de hombres. Era lógico hacer preguntas, enterarse bien sobre lo que deben hacer, cómo quedaría la familia, las barcas, y mil detalles de no poca importancia. Pero no hicieron preguntas. Creen en Jesús, se fían de Él, y por eso le siguen dejándolo todo. Andrés y Pedro dejaron las redes tal y como estaban. Santiago y Juan dejaron a su padre boquiabierto, aunque algo conocería por las conversaciones familiares de aquellos días. Fijémonos en los detalles de la narración evangélica, pues por algo el Espíritu Santo ha querido dejar constancia escrita.
Dejaron todo "al instante, al momento" [Mc 1,17]. No hubo dilación, ni excusas más o menos razonables. Esa prontitud en la entrega es importante. En el caso de estos cuatro apóstoles está claro que no era imprudencia, ni temeridad, pues conocían bien quién era Jesús, creían en Él y tenían la formación básica que proporcionaba la Ley, unida a la que les había dado Juan Bautista. Si hubiera sido una acto generoso, pero imprudente, Jesús no les hubiera admitido en su compañía. Esto no quiere decir que ya fuesen perfectos, o que tuviesen un grado óptimo de formación. Jesús les llama precisamente para formarlos y conoce muy bien sus carencias intelectuales y humanas. Pero la valentía es necesaria en la generosidad. Y una manifestación de ambas es no esperar, pues tras un acto de cobardía pueden surgir excusas y razones para justificar el egoísmo y no seguir la llamada divina. «No tengas miedo, ni te asustes, ni te asombres, ni te dejes llevar por una falsa prudencia. La llamada a cumplir la Voluntad de Dios -también la vocación- es repentina, como la de los Apóstoles: encontrar a Cristo y seguir su llamamiento... Ninguno dudó: conocer a Cristo y seguirle fue todo uno» [San Josemaría, Forja, n. 6].
La prontitud revela unas almas dispuestas a todo por Dios, porque saben -es cosa de la fe- que viniendo del Todopoderoso siempre será lo mejor para cada uno de ellos. Dios sabe más. Jesús es el Mesías y sabe mejor que yo mismo lo que me conviene, piensan los discípulos. Luego carece de sentido retrasar la respuesta a la llamada. Su entrega fue dejarlo todo: las redes, los familiares, las costumbres, la estabilidad. Es lógico que sea así. Lo "propio" se salva cuando se entrega a Dios.
Seguir a Jesús es convivir con Él. La perspectiva es halagüeña, pero nada fácil. Jesús se exige mucho. Además les conocerá muy de cerca. La experiencia muestra la diferencia entre un trato diario y continuado, y uno esporádico. Parecer bueno y simpático una semana o una corta temporada, está al alcance de la mayoría de los mortales, pero la convivencia diaria permite que afloren defectos: desalientos, malhumor, pereza, espíritu crítico, envidia y tantos otros. Pero sólo esa convivencia hará posible una educación y una formación de filigrana. Las grandes ideas y los consejos sabios se concretarán en correcciones concretas y costumbres detalladas, como en el control de la lengua, en la paciencia ante los inoportunos, en no dejar nunca para después la oración y mil cosas más. Jesús es el Maestro y realmente sabe más.
Santiago y Juan dejan a su padre Zebedeo. Pedro, a su mujer. No se trata pues de dejar cosas malas o indiferentes, sino realidades tan buenas como la familia. Cabe argüir como excusa para la entrega que el cuarto mandamiento es muy importante, pero el primero lo es más, y no están en oposición.
El contenido de la petición del sígueme con el que Jesús llama a los discípulos se puede resumir en comprometerse. No les muestra al principio todo lo que van a hacer, ni les explica si va a consistir en una vida célibe, o alejada de su mujer para el que estuviese casado, ni si tendrá que llevar un determinado tipo de vida, o de estudio. Si les hubiese hablado al principio de la Cruz se hubiesen asustado y quizá no se habrían decidido a la entrega. Parece claro que seguirle equivale a fiarse de Jesús y hacer las cosas como el Maestro les indique.
No es fácil reproducir los sentimientos de aquellos cuatro discípulos al día siguiente de la entrega. Todo era nuevo. Quizá durmieron a la intemperie, quizá no, pero desde luego estaban menos cómodos que en sus casas. Ahora bien, es seguro que no les pesó. Antes de dormirse hablarían con Jesús, y aunque la conversación no fuese tan intensa como llegó a serlo en la última Cena, era una fuente luminosa como sólo puede emitir el que es Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Jesús conoce las dificultades del primer momento, sabe que aún eran como una llamita recién encendida fácil de apagar de un soplo, y alimenta el fuego para que se vayan convirtiendo, poco a poco, en hoguera y brasa. No les pesó en el primer momento, ni les pesa ahora que nos contemplan desde el Cielo. Ciertamente la gloria de los santos se puede expresar en un canto que diga ¡vale la pena! Así se entiende la fuerza con que Juan Pablo II anima a muchos a seguir un camino de compromiso y entrega a Dios:
«¡Animo jóvenes! ¡Cristo os llama y el mundo os espera! recordad que el Reino de Dios necesita vuestra generosa y total entrega. No seáis como el joven rico, que invitado por Cristo, no supo decidirse y permaneció con sus bienes y con su tristeza, él, que había preguntado con una mirada de amor. Sed como aquellos pescadores que llamados por Jesús, dejaron todo inmediatamente y llegaron a ser pescadores de hombres» [Juan Pablo II, Discurso, 2-II-1989]".

La vocación de Leví el publicano.

Las vocaciones de Juan, Andrés, Santiago, Pedro, Natanael y Felipe es una clara llamada de Dios, y van precedidas de una búsqueda personal de la voluntad de Dios. Han puesto algo de su parte, y encuentran más de lo buscado. El caso de Leví muestra con más claridad aún que la vocación es un don de Dios y que Dios llama a quien quiere, incluso a quienes no le buscan o no le merecen.
Jesús buscó a Leví el publicano. Escuchemos de él mismo la narración de su vocación:
"Cuando partía Jesús de allí (Cafarnaúm), vio a un hombre sentado en el telonio, llamado Mateo, y le dijo: Sígueme. El se levantó y le siguió" [Mt 9,9]. Jesús, al pasar frente a su mostrador donde alineaba las monedas de los tributos, sólo dice: Sígueme. Y él lo deja todo: dinero, oficio, vida, para hacer lo que le acaba de mandar. Ya no se llamará Leví, sino Mateo, que significa "don de Dios", don de su propia vida a Dios, pero más aún regalo de Dios para un afortunado que ha recibido la vocación de labios del mismo Jesús. El nombre nuevo de Mateo refleja el cariño de Jesús por aquel hombre que no debía tener muy buen concepto de sí mismo hasta que Jesús lo amó y lo eligió. Olvida el nombre antiguo cuando era sólo un pecador y usa siempre el nombre de la renovación de su alma. Lucas y Marcos nos cuentan su vocación llamándole Leví, pero él usa sólo el nombre de Mateo, el nombre que Dios le ha puesto para vivir su vocación, la razón de su existencia.
Y el publicano convertido en discípulo y Apóstol, escribe el evangelio que se suele llamar el "evangelio del patriotismo", pues es un modelo de amor al pueblo de Israel. Mateo —el que era rechazado por los judíos— sabe mostrar muchas virtudes de sus compatriotas. Varias consideraciones se nos hacen patentes al meditar la vocación de Mateo. Una de ellas es que Dios no elige por los méritos. La vocación no presupone el mérito. Dicho de otro modo, cuando Dios llama da a cada uno las gracias convenientes para responder generosamente y ser fiel. Es un inmenso error pensar que Dios llama a los hombres por sus merecimientos. San Pablo resalta con claridad esta verdad marcando con evidentes contrastes que Dios elige a lo necio y lo débil del mundo para construir su Iglesia y confundir a los que son sabios, pero orgullosos.
La misma condición de pecador a los ojos de la mayoría deja ver la lógica divina que viene a llamar a todos a la salvación. Si el pecador se arrepiente de sus pecados y sigue a Jesús, puede ser santo y apóstol. La historia del Cristianismo es pródiga en hechos similares.
La vocación de Leví ayuda a superar los diversos miedos que impiden a los hombres ser generosos. Existe el miedo del egoísmo, el miedo a Dios, pero también el miedo a no ser capaz de realizar una gran tarea, una tarea divina, sobre todo si se consideran los propios pecados. «Te reconoces miserable. Y lo eres. a pesar de todo —más aún: por eso— te buscó Dios" [San Josemaría, Camino, n. 475]. Respuesta consoladora para los pecadores, pues aún están a tiempo de dejar su vida de pecado y de escalar las cumbres de la santidad cumpliendo una misión divina en el mundo.

La primera pesca milagrosa

Mateo y Marcos dicen de un modo escueto que al pasar les llamó y le siguieron. Pero Lucas precisa que esa llamada se dio después de la primera pesca milagrosa. Al final de ella se da la decisión clara de Simón, Andrés, Juan y Santiago de dejarlo todo y de seguir a Cristo.
Tras el primer encuentro junto al Jordán se advierte un crescendo en las peticiones de Jesús a aquellos hombres. En el interior de cada uno ha dejado el anzuelo de una inquietud -saben que es el Mesías y que deben hacer algo, pero, ¿qué?-; luego, ven que Jesús se hace el encontradizo en su mismo pueblo, Cafarnaúm. ¿Era una casualidad, o les buscaba? Le escuchan y el fuego inicial crece, ven con sorpresa la expulsión del diablo de aquel endemoniado famoso en el pueblo. La multitud se agolpa para escuchar al nuevo rabbí, ellos también. De repente se suceden una serie escalonada de peticiones: pide a Simón que le deje la barca para hablar a la muchedumbre, pide que reme él mismo mar adentro, pide a Andrés, a Juan y a Santiago que lancen sus redes para pescar y, finalmente -después de realizar una pesca milagrosa que les deja asombrados- les pide su entrega total. Claramente Jesús tiene un plan para plantear la vocación a aquellos hombres: pide para dar. Leamos cómo lo cuenta san Lucas.
«Sucedió que, estando Jesús junto al lago de Genesaret, la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces subiendo en una de las barcas que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y sentado, enseñaba desde la barca a la multitud. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: "Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Simón le contestó: Maestro, hemos estado fatigándonos durante toda la noche y nada hemos pescado; pero no obstante, sobre tu palabra echaré las redes. Y habiéndolo hecho recogieron gran cantidad de peces, tantos que las redes se rompían. entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. vinieron y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían capturado. lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» [Lc 5,1-11].
Muchas son las consideraciones que se pueden extraer de esta narración: la barca de Pedro como símbolo de la Iglesia, la pesca abundante como muestra del apostolado, la noche anterior sin pesca ninguna, las barcas casi se hunden, mientras que después de la resurrección en la segunda pesca milagrosa resisten sin problemas. La Iglesia terrestre o militante y la Iglesia celeste o triunfante se manifiestan en las dos pescas milagrosas antes y después de la Resurrección. Pero ahora nos ceñiremos nada más en lo que hace referencia a la vocación de aquellos cuatro pescadores, primer núcleo de la Iglesia.
Jesús conoce el corazón humano, sabe bien de qué pasta estamos hechos. Cuando llama a los discípulos combina la exigencia con la serenidad, deja tiempo para que piensen, y cuando es el momento oportuno plantea la llamada a la entrega plena, pero no acepta demoras cansinas y tibias. Pide fe -que es aceptar lo que no se ve- y confirma la fe con signos luminosos. Esto fue la pesca milagrosa para la vocación de aquellos cuatro pescadores: una confluencia entre la acción de la gracia divina y la correspondencia humana.
Cuando una persona se plantea la vocación de entrega plena a Dios es frecuente que, ante una entrega comprometedora de toda la vida, quiera "ver". Es muy humano que sea así, aunque se debe matizar ese "ver". Si por ver se entiende una manifestación extraordinaria y deslumbradora de Dios es muy posible que no se dé. Dios suele manifestar la vocación a través de personas, sucesos, lecturas, etc., que actúan como despertadores y que junto a la gracia de Dios mueven a decidirse. Pero decir sí a la entrega es un acto de fe, es decir, una confianza en Dios en la que hay una cierta oscuridad. Por eso hay mérito en la entrega. Si se diese una evidencia total como la de los santos en el cielo, ¿qué mérito existiría en un seguimiento tan gozoso, claro y feliz?. No seguir ese tipo de llamada sería sencillamente una locura. Creer ocupa el lugar de ver. Creer es luz desde la oscuridad, fiarse, y ver a través de los ojos de otro. Fe es ver por los ojos del mismo Dios. Con la oscuridad de la fe se "ve" al modo divino. La actitud del hombre honrado es la de querer ver la voluntad de Dios. Cuando se poseen ansias de querer la voluntad de Dios, sea cual sea, se "ve", porque Dios iluminará aquella alma que tiene los ojos bien abiertos.
Todo lo que sucede alrededor de la pesca milagrosa es como un ir pidiendo más poco a poco. Primero les pide prestada la barca y les da la alegría de poder hacer un favor al Maestro. Después le escuchan y su alma se conmueve. Remar mar adentro les representa una pequeña molestia, pero muy compensada por la buena compañía. La petición de pescar ya es más difícil pues requiere fiarse de Jesús en algo en lo que son competentes y que va contra la experiencia como es pescar de día, más aún cuando en toda la noche nada han pescado. Pero dan el paso y creen en Jesús. Sólo entonces se da la pesca abundante y desproporcionada. Entonces se dan cuenta del milagro. Pedro se sobrecoge, se siente tocado por Dios, y expresa de un modo admirable lo que todos sienten: "Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador" [Lc 5,8]. Ha percibido la luz de la divinidad y con ella el contraste de su pequeñez y miseria; dice a Jesús que se aparte porque él no se considera digno, pero se acerca más a él, y la decisión de entregarse dejándolo todo se hace irrevocable. ¿Cómo negarse ahora a acceder a la petición que le hace el Maestro?
Y, por fin, llega la entrega. En toda entrega se da un momento en que se debe actuar y las razones son la luz que ilumina al actor, pero nada más, lo decisivo es darse. La decisión de entrega es como un salto en el vacío, aún en los casos más sencillos y preparados. Se experimenta lo que decía San Juan de la Cruz:

«Cuando más alto subía
deslumbróseme la vista
y la más fuerte conquista
en escuro se hacía;
más por ser de amor el lance
dí un ciego y escuro salto
y fui tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance»
El comienzo de la vocación es también algo parecido al ciego y oscuro salto, porque es un acto de fe unido a la esperanza y al amor. La oscuridad no es total pues queda alumbrada con las luces de Dios. Eso es lo que Jesús quiso que experimentase Pedro. Su entrega era meritoria, llena de fe y generosa, pero muy apoyada por el milagro divino. Con la pesca milagrosa Pedro y los demás sintieron la presencia de lo divino de una manera tan cercana que les sobrecogió.
Jesús no pedía sólo un cambio del corazón; señalaba una tarea para la que era necesario dejar todo lo anterior. Una tarea que, además, se presentaba profundamente enigmática: iba a hacerles pescadores de hombres. Quizá el único paralelo a esta frase fueran las palabras del profeta Habacuc (1,14) en que pintaba a los hombres como "semejantes a los peces del mar o a los reptiles de la tierra, que no tienen dueño", y que describe como tarea de Dios "el pescar todo con su anzuelo, apresarlo en sus mallas y barrerlo en sus redes". Pero pensaban que esta red de Dios sólo se llenaría al fin de los tiempos. ¿Y cómo podían ayudar ellos a Dios, único y verdadero pescador? No importaba demasiado el cómo, se fiaban de Jesús y eso les bastaba.
Consecuentemente, los apóstoles hicieron apostolado, y fueron por diversas partes del mundo. Fuera de Pedro, presente en Antioquía y Roma, y de los dos Santiagos, militantes en Jerusalén, casi nada que no sea legendario sabemos de los demás. Numerosos escritos apócrifos hablan de diversas acciones suyas. Algunos quizá sean ciertas, otros parecen fruto de mentes imaginativas y la Iglesia no los ha reconocido, ni como inspirados, ni como válidos históricamente, pero una idea dejan clara: todos hicieron mucho para extender la palabra y la vida ganada por Cristo, siguiendo el mandato del Maestro.
Una tradición antiquísima asegura que los Apóstoles abandonaron Jerusalén el año duodécimo después de la muerte de Jesús, coincidiendo con la muerte de Santiago, hijo de Zebedeo, en la persecución de Herodes Agripa en la cual también fue encarcelado Pedro y liberado milagrosamente por ángeles. Eusebio, que dice reproducir a Orígenes pretende saber la zona hacia donde fueron cada uno de los grandes Apóstoles: Juan fue a Asia; Andrés, al país de los Escitas (Rusia meridional); Mateo llegó hasta Etiopía: Bartolomé, al interior de la India, y Tomás, al reino de los Partos. Otras tradiciones completan este esquema. La más curiosa es la que asegura que Tomás siguió, por Persia, la ruta de las caravanas y llegó al valle del Ganges, en donde convirtió al príncipe Matura, sátrapa de los sacios, precisamente en el momento en que éste fundaba un poderoso imperio en la India y el Asia Menor. Hoy existe la iglesia malabar que se considera fundada por este apóstol.
Llama la atención la situación geográfica de Israel, pues ocupa estratégicamente el centro de tres continentes: Asia, África y Europa. La extensión de la fe por el mundo se realiza por círculos concéntricos a partir de ese centro llamado la Tierra prometida. Un dato más para que esa tierra sea la más idónea para propagar la fe por el mundo que si se hubiese realizado la redención en un extremo de cualquiera de los tres continentes.
La pesca milagrosa es una luz para aclarar el sentido de la vocación divina que acaban de recibir, que debe ser esencialmente apostólica y misionera.

La llamada solemne a los Doce

Poco a poco se va estableciendo un grupo de discípulos en torno a Jesús. Las condiciones son: dejarlo todo y desear aprender la nueva doctrina y vida del Maestro, a quien aceptan como Mesías. Aún queda mucho por hacer. Así transcurre la primera formación, hasta que en un momento concreto Jesús llama con solemnidad a doce discípulos para que formen un grupo distinto de los demás.
Los evangelistas sitúan la llamada de los Doce Apóstoles en torno al Sermón del Monte. En cuanto a las fechas; parece lo más oportuno colocarlo algo después de la segunda Pascua pasada por Jesús en Jerusalén. Había transcurrido algo más de un año de la vida pública del Señor. Hemos podido contemplar cómo Jesús llama a algunos discípulos y le siguen. No conocemos cómo fue el comienzo de otros como los parientes del Señor —Judas Tadeo y Santiago— ni Simón el Celotes, ni Judas Iscariote. Pero si sabemos que Jesús llamó como discípulos a otros que no le siguieron, como el joven rico, y también un crecido número de discípulos -setenta y dos- que debían formar como un grupo especializado entre los seguidores de Jesús como simbolizando a todos los pueblos del mundo. Estos merecen tal grado de confianza que les puede enviar a predicar de dos en dos por las aldeas para anunciar la llegada del Reino de los cielos. Durante el Sermón del Monte acompañaban a Jesús "un grupo numeroso de discípulos y una muchedumbre grande del pueblo" [Lc 6,17; Mt 4,24-25].
La distinción entre discípulos y apóstoles es importante, pues todos están llamados a ser santos, pero con la elección de los Apóstoles comienza una distinción en las vocaciones. No se trata de llamar a algunos para que sean más santos que otros, sino de dar una misión nueva a los del grupo que se va formando. De hecho María, la más santa, no recibe esta llamada, sino otra. La vocación para ser Apóstoles es un comienzo de organización en la Iglesia que Cristo funda.
Sigamos la narración de Lucas: "sucedió en aquellos días que salió al monte a orar, y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió a doce de entre ellos, a los que denominó Apóstoles: a Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, y a su hermano Andrés; Santiago y Juan, Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, Santiago de Alfeo y a Simón, llamado Zelotes, a Judas de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor" [Lc 6,12-16]. Tres cosas destacan en este momento tan solemne e importante en la vida de Jesús y de la Iglesia: Jesús pasa la noche en oración, selecciona a doce discípulos y les marca la misión nueva de apóstoles. Veámoslas por separado.
"Jesús subió al monte a orar, y paso la noche en oración a Dios". ¿Cómo no recordar la oración de Moisés en el monte Sinaí? Aquel gran hombre oró con enorme intensidad a Dios y consiguió la protección divina hacia el pueblo elegido. Jesús quiere que vean en aquel gesto la gestación de un nuevo pueblo. Pero hay más; Jesús reza siempre, pero la ocasión es tan importante que requiere una intensidad especial: reza toda la noche. Después, en la oración sacerdotal de la Última Cena, vuelve a decir en voz alta al Padre: "Yo ruego por ellos", y después añade "no ruego sólo por éstos, sino en los que han de creer en mí por su palabra" [Jn 17,20]. Jesús pide al Padre por los que va a elegir en aquel momento y por la Iglesia que les seguirá.
No resulta fácil comprender en toda su profundidad la oración de Jesús pues está eternamente unido con el Padre como Hijo consustancial; pero también es Hombre y su oración es la expresión de la unión más perfecta que se puede dar entre el hombre y Dios. Así expresa Juan Pablo II la oración de Jesús: «Es en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que el Hijo esté íntimamente unido al Padre, esté dedicado a Él, se dirija a Él con toda su existencia humana(...) podemos decir perfectamente que Jesús de Nazaret 'oraba en todo tiempo sin desfallecer' (cfr. Lc 18,1). La oración era la vida de su alma, y toda su vida era oración. La historia de la humanidad no conoce ningún otro personaje que con esa plenitud - de ese modo- se relacionara con Dios en la oración como Jesús de Nazaret, Hijo del hombre, y al mismo tiempo Hijo de Dios 'de la misma naturaleza del Padre'.
»La oración constituía la preparación para decisiones importantes y para momentos de gran relevancia de cara a la misión mesiánica de Cristo. Así, en el momento de comenzar su ministerio público, se retira al desierto a ayunar y rezar (cfr. Mt 4,1-11 y paral.); y también, antes de la elección de los Apóstoles, 'Jesús salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes dio el nombre de apóstoles (Lc 6,12-13)» [Juan Pablo II, Discurso].
¿Cual fue el contenido de la oración de Jesús aquella noche antes de la elección de los doce? No es posible conocer toda la riqueza de la intimidad de Jesús. Pero podemos imaginar su diálogo con el Padre y ver como rogaba por cada uno de los doce con sus defectos y sus virtudes, pidiendo las gracias que necesitaban, viendo las tentaciones que sufrirán e intercediendo para que las superen, rezaba por los frutos de su apostolado. Jesús debió ocupar una parte importante de su oración pidiendo por Judas Iscariote que sería traidor. ¡Cuantas lágrimas y peticiones de Jesús se dirigirían hacia aquel hombre que comenzó bien y acabó mal! En este apóstol desgraciado se advierte como en ningún otro la libertad para responder a la llamada divina y para perseverar en ella. Ya meditaremos sobre la figura de Judas Iscariote, por quién tanto rezó Jesús. También reza por todos los que se llamarán cristianos. Jesús ve a toda la Iglesia edificada sobre el fundamento de aquellos doce hombres, y la ve avanzar por la historia "entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" [S. Agustín. Civ Dei XVIII, 52,2], como bellamente dice San Agustín. Rezaba, por fin, por todo el género humano y por cada uno de los hombres para que acogiesen libremente la salvación que se les ofrecía con tanto esfuerzo y amor.
Los apóstoles son seleccionados entre muchos discípulos. Todos los comentaristas resaltan la ausencia de cualidades especiales entre aquellos doce hombres. «Aquellos primeros apóstoles -a los que tengo gran devoción y cariño- eran, según los criterios humanos, poca cosa. En cuanto a posición social (…)No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales (...) Y ni siquiera sencillos, llanos. Dentro de su limitación eran ambiciosos. (...) Fe poca. (...) ¿sobresalían quizá en el amor a Cristo? Sin duda lo amaban, al menos de palabra. A veces se dejan arrebatar por el entusiasmo: vayamos y muramos con El. Pero a la hora de la verdad huirán todos» [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 2].
En el mundo existían muchos sabios como lo fueron Platón y Aristóteles en su tiempo; muchos reyes poderosos, muchos hombres buenos y religiosos en todos los rincones del mundo. Sin ir más lejos, cada uno de los Apóstoles podría citar personas de más cualidades que ellos en su entorno. Jesús no les elige por sus cualidades, sino libremente. Jesús quiere dejar claro que la eficacia de su acción apostólica depende de la gracia que va a actuar a través de ellos. Jesús no quiere que se envanezcan con el peligro de pecados mucho peores que los que hubiesen podido cometer anteriormente. Quiere que sean humildes como Él es humilde y cumple la voluntad de su Padre celestial. La humildad es necesaria para poder ser Apóstol de Jesucristo. La humildad realiza la excavación que permite construir sobre fundamento sólido. Los Apóstoles fallan cuando olvidan esto, como falló Pedro al menos dos veces —luego se arrepiente y recomienza—, como falló Judas y no quiso recomenzar, como fallaron todos ante la Cruz y volvieron a comenzar más humildes, y por tanto, más fuertes.
Al llamar a los doce discípulos les dice que serán Apóstoles. Les confiere una misión. Apóstol es una palabra griega que significa "enviado", pero para los judíos los "enviados" constituían una auténtica institución llamada schaliach que en la vida civil era como el representante, es decir, aquel que actúa en nombre de quien le envía para tratar diversos asuntos como si la persona del que envía estuviese presente.. También el Sanedrín tenía sus "apóstoles" que eran aquellos de quienes se servían para enviar sus notificaciones a las diversas comunidades especialmente de la Diáspora. Al oír la palabra todos entendían algo de ella, aunque Jesús le dará un contenido muy profundo.
Los doce discípulos se convirtieron en Apóstoles, es decir, en "enviados" de Jesucristo que actuarán en nombre del Señor. Más adelante Jesús les enseñará en qué consiste ese actuar en su nombre al explicarles la salvación que llega a través de los sacramentos y la fuerza de la predicación, y del magisterio que tendrán que ejercer. De momento queda claro que algo nuevo tendrán que realizar, y que lo harán con un poder nuevo que el mismo Cristo les dará. Su vocación se concreta mucho más. Desde el principio es una vocación a ser santos. También es una vocación a ser discípulos formándose para poder alcanzar esa meta. La vocación les lleva a tener un papel en la constitución de la Iglesia.