2/03/10

La vida consagrada, don precioso para la Iglesia


Homilía del Papa en la fiesta de la Presentación del Señor


Queridos hermanos y hermanas
En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, celebramos un misterio de la vida de Cristo, ligado al precepto de la ley mosaica que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, subir al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cfr Ex 13,1-2.11-16; Lv 12,1-8). También María y José cumplieron este rito, ofreciendo – según la ley – una pareja de tórtolas o dos palomas. Leyendo las cosas más en profundidad, comprendemos que en aquel momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del viejo Simeón y de la profetisa Ana. Simeón, de hecho, proclama a Jesús como “salvación” de la humanidad, como “luz” de todos los pueblos y “signo de contradicción”, porque desvelará los pensamientos de los corazones (cfr Lc 2,29-35). En Oriente esta fiesta se llamaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en Él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término “Candelaria”. Con este signo visible se quiere significar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es “la luz de los hombres” y lo acoge con todo el empuje de su fe para llevar esta “luz” al mundo.
En concordancia con esta fiesta litúrgica, el Venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que fuese celebrada en toda la Iglesia una especial Jornada de la Vida Consagrada. De hecho, la oblación del Hijo de Dios – simbolizada por su presentación en el Templo – es modelo para todo hombre y mujer que consagra toda su propia vida al Señor. El objetivo de esta Jornada es triple: ante todo alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima por parte de todo el Pueblo de Dios; finalmente, invitar a cuantos han dedicado plenamente su propia vida a causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha obrado en ellos. Al daros las gracias por haber acudido tan numerosos, en esta jornada dedicada particularmente a vosotros, deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cordial cercanía y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del Pueblo de Dios.
La breve lectura tomada de la Carta a los Hebreos que se ha proclamado hace poco, une bien los motivos que están en el origen de esta significativa y hermosa celebración y nos ofrece algunos puntos de reflexión. Este texto – se trata de dos versículos, pero muy densos – abre la segunda parte de la Carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. Verdaderamente sería necesario también considerar el versículo inmediatamente precedente, que dice: "Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hb 4,14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres, Cristo es presentado como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por ello pertenece realmente al mundo divino y al humano.
En realidad, es precisamente y sólo a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo, que en la Iglesia tiene sentido una vida consagrada a Dios mediante Cristo. Tiene sentido sólo si Él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros, de lo contrario se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuese verdaderamente Dios, y no fuese, al mismo tiempo, plenamente hombre, vendría a menos un fundamento de la vida cristiana en cuanto tal, sino, de forma particular, menoscabaría el fundamento de toda consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, de hecho, testimonia y expresa de modo “fuerte” precisamente la mutua búsqueda de Dios y del hombre, el amor que les atrae; la persona consagrada, por el mismo hecho de existir, representa como un “puente” hacia Dios para todos aquellos que la encuentran, una llamada, un envío. Y todo esto en base a la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. ¡El fundamento es Él! Él, que ha compartido nuestra fragilidad, para que nosotros mismos pudiésemos participar de su naturaleza divina.
Nuestro texto insiste, más que sobre la fe, sobre la “confianza” con la que podemos acercarnos al “trono de la gracia”, desde el momento en que el sumo sacerdote fue Él mismo “probado en todo como nosotros”. Podemos acercarnos para “recibir misericordia”, “encontrar gracia”, y para “ser ayudados en el momento oportuno”. Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y al mismo tiempo un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una especial consagración en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanas y hermanos. Vosotros os habéis acercado con plena confianza al “trono de la gracia” que es Cristo, a su Cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a Él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que merece todo, es más, más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para devolver lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a Él, también para ser ayudados en el momento oportuno y en la hora de la prueba.
Las personas consagradas están llamadas de modo particular a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la que el hombre encuentra su propia salvación. Estas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su propio pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada sigue siendo una escuela privilegiada de la “compunción del corazón”, del reconocimiento humilde de la propia miseria, pero al mismo tiempo, sigue siendo una escuela de la confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca nos abandona. En realidad, más uno se acerca a Dios, más se acerca a él, tanto más se es útil a los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no solo para sí, sino también para los hermanos, siendo llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y esperanzas de los hombres, especialmente de los que están lejos de Dios. El particular, las comunidades que viven en la clausura, con su compromiso específico de fidelidad en el “estar con el Señor”, en el “estar bajo la cruz”, llevan a cabo a menudo este papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, tomando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo con alegría todo por la salvación del mundo.
Finalmente, queridos amigos, queremos elevar al Señor un himno de agradecimiento y de alabanza por la misma vida consagrada. Si esta no existiese, ¡cuánto más pobre sería el mundo! Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su ser signo de gratuidad y de amor, y esto tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ser sofocada en el torbellino de lo efímero y de lo útil (cfr Exhort. ap. post-sinod. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que empuja a “perder” la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que “perdió” el primero su vida por nosotros. En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso del cansancio cotidiano escaso de gratificaciones humanas, pienso en los religiosos y religiosas ancianos, enfermos, a cuantos se sienten en dificultad en su apostolado... Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor les asocia al “trono de la gracia". Son en cambio un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.
Llenos de confianza y de reconocimiento, renovemos por tanto también nosotros el gesto de ofrecimiento total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que el Año Sacerdotal sea una ulterior ocasión para los religiosos presbíteros, para intensificar el camino de santificación, y para todos los consagrados y las consagradas, un estímulo para acompañar y apoyar su ministerio con oración ferviente. Este año de gracia tendrá un momento culminante en Roma el próximo junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al que invito a cuantos ejercen el Sagrado Ministerio. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al Reino de Dios. Realizamos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por ese Dios a quien lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, dedicada toda a nosotros, porque es toda de Dios. A su escuela, y con su ayuda maternal, renovamos nuestro “aquí estoy” y nuestro “hágase”. Amén.