¿Cómo explicar que Jesús fue Dios y Hombre?
Es difícil imaginar, querido lector, la alegría y la felicidad interior experimentada por María Santísima, al aceptar la propuesta del Arcángel San Gabriel, hecha en la Anunciación. En efecto, la Virgen purísima de Nazaret se convirtió en la Madre del Redentor, del "Salvador", como significa el nombre Jesús. Se realizaba en su casto seno el sueño de toda mujer hebrea: ser la escogida por Dios para dar a luz al Mesías de Israel. Con un añadido: su tan amada virginidad permanecería intacta. Sería Ella la primera y única Virgen y Madre en la historia de la humanidad. Por fin, el largo y penoso período de espera llegó a su término: el pueblo electo recibía, en el silencio de la humilde casa de María, a Aquel por quien los patriarcas suspiraron, y a quien los profetas anunciaron, previendo inclusive, con lujo de detalles, tantos aspectos y minucias de su vida, sus sufrimientos y su gloria. Ocurriría así el acontecimiento central de la historia de la humanidad: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jo 1, 14), por la acción del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35) y por la plena aceptación amorosa y llena de Fe de María. Entretanto, ¿cómo explicar tan alto misterio? ¿Es posible que Dios se vuelva hombre sin dejar de ser Dios?
¿Puede alguien ser Dios y hombre al mismo tiempo?
La primera en recibir la "buena noticia" del grandioso misterio de la Encarnación del Verbo, fue Nuestra Señora. Las palabras del Ángel fueron explícitas y Ella, la "llena de gracia", debe haberlas entendido con preclara inteligencia. Por un lado, el mensajero celestial le dice: "concebirás y darás a luz un hijo" (Lc 1, 31), y, de otro lado, le anuncia: "será llamado Hijo del Altísimo" (Lc 1, 32). Lo que significa claramente, según nos explica San Beda, que el fruto de las entrañas de María sería verdadero hombre y verdadero Dios. Aún antes de recibir la visita del Arcángel, Nuestra Señora, agraciada con la plenitud de los dones del Espíritu Santo, debía explorar las Escrituras con finísima atención, comprendiendo ampliamente su significado. Antes que nada, es conjeturable que buscase componer la fisionomía moral del Mesías esperado. Es esta la opinión de San León Magno: "Dios elige una Virgen de la descendencia de David, y esta Virgen, destinada a llevar en el seno el fruto de una sagrada fecundación, antes de concebir corporalmente a su prole, divina y humana al mismo tiempo, la concibió en su espíritu"
Leyendo con María las profecías sobre la Encarnación
Ciertamente, de la lectura de los pergaminos conteniendo los trechos de las Escrituras, se habrá Ella impresionado vivamente delante de los anuncios gloriosos de los profetas respecto al Mesías esperado, como por ejemplo, al leer estas palabras de Miqueas: "Pero tú, Belén Efratá, pequeñita entre las aldeas de Judá, de ti es que saldrá para mí aquel que ha de ser el gobernante de Israel. Su origen es antiguo, de épocas remotas. [...] Él se levantará para apacentar con la fuerza del Señor, con el esplendor del nombre del Señor su Dios" (Mq 5, 1-3).
También en Isaías encontraría Nuestra Señora trechos emocionantes y grandiosos: "Nació para nosotros un niño, un hijo nos fue dado. El poder de gobernar está en sus hombros. Su nombre será Maravilloso Consejero, Dios Fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz" (Is 9, 5). Sin embargo, lectora atenta de la Palabra de Dios, María Santísima no debe haber dejado de considerar otros aspectos del anuncio profético del Mesías. Aspectos estos quizá no tan comprendidos en su tiempo, pues muchos esperaban, sobre todo, un Mesías triunfador, un liberador político.
Entretanto, la Revelación era clara: "[Mi siervo] ha crecido ante Dios como un retoño, como raíz en tierra seca. No tenía brillo ni belleza para que nos fijáramos en él, y su apariencia no era como para cautivarnos. Despreciado por los hombres y marginado, hombre de dolores y familiarizado con el sufrimiento, semejante a aquellos a los que se les vuelve la cara, no contaba para nada y no hemos hecho caso de él. Sin embargo, eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban. Nosotros lo creíamos azotado por Dios, castigado y humillado, y eran nuestras faltas por las que era destruido nuestros pecados, por los que era aplastado. El soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados. Todos andábamos como ovejas errantes, cada cual seguía su propio camino, y Yavé descargó sobre él la culpa de todos nosotros." (Is 53, 1-6).
Delante de este panorama tan complejo, ¿cómo sería entonces el Mesías, el esperado de las naciones? Por un lado, grande y potente, llamado "Dios Fuerte", con mando y gobierno, pero, de otro lado, hombre de dolores, víctima de expiación de los pecados de los hombres. ¿Cómo se realizarían estos extremos, aparentemente contradictorios, en la misma persona?
En la convivencia con el Hombre Jesús
Para Nuestra Señora este enigma debe haberse tornado paulatinamente más claro después de concebir al Dios humanado y convivir con Jesús. El niño que "crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría" (Lc 2, 40), daba pruebas irrefutables de ser hombre verdadero, y, al mismo tiempo, Dios verdadero. Así, el mismo niño que se alimentaba y dormía como todos los otros, al ser interrogado por sus padres, en el episodio de la pérdida y el encuentro en el Templo de Jerusalén, por qué se había separado de ellos, responde de forma sorprendente: "¿Por qué me buscabas? ¿No sabéis que yo debo estar en aquello que es de mi Padre?" (Lc 1, 49). Nuestra Señora guardó estas palabras en su corazón (cf. Lc 1, 51). Y, durante los treinta años de vida oculta, ¿qué conversaciones no habrán tenido, al caer la tarde, entre San José, Nuestra Señora y Jesús, respecto a la Persona y la misión del Hijo de Dios hecho Hombre?
Entretanto, las silenciosas paredes de la Santa Casa de Nazaret -ahora venerada en Italia, en la ciudad de Loreto- ¡son los únicos testigos mudos de esta convivencia íntima de la Sagrada Familia! En la vida pública de Jesús -acompañada con discreción por Nuestra Señora- Nuestro Señor se reveló claramente delante de los apóstoles, de los discípulos y del pueblo como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. En efecto, los Evangelios nos narran que Jesús tuvo hambre (cf. Mt 4, 2) y durmió (cf. Mt 8, 24), que, en medio del camino, se sintió cansado (cf. Jo 4, 6), y delante de la tumba de Lázaro lloró de pena por la pérdida del amigo muy amado (cf. Jn 11, 35). Y, en el auge de estas pruebas de su humanidad, nos cuenta San Mateo, cómo delante de la sombría perspectiva de la pasión, su alma sintió una tristeza de muerte (cf. Mt 26, 37-38). Actitudes y sentimientos estos que caracterizan su verdadera y completa naturaleza humana.
¿Y su Divinidad?
Son prolijos también los testimonios de las Escrituras. En el Evangelio de San Juan, Cristo declara delante del pueblo reunido que Él y el Padre son uno (cf. Jn 10, 30). En San Mateo encontramos la feliz declaración de Fe de Pedro, ratificada por Jesús: "Y vosotros, retomó Jesús, ¿quién dices que soy yo? Simón Pedro respondió: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús entonces declaró: Feliz eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque no fue la carne y la sangre quien te reveló eso, sino mi Padre que está en el cielo". (Mt 16, 16-17).
A estas afirmaciones claras se debe juntar la consideración de los hechos de su vida. Jesús demostró ser el Hijo de Dios por el poder y la autoridad propia con que realizó innúmeros milagros. Puso en evidencia tener un dominio absoluto sobre enfermedades, en la época totalmente incurables, como la Lepra (cf. Lc 17, 11-19) y la parálisis (cf. Jn 5, 1-9), inclusive, sobre la misma muerte resucitando, por ejemplo, al hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17). Le obedecían las fuerzas de la naturaleza.
Basta recordar, en este sentido, la multiplicación de los panes y los peces (cf. Mt 14, 13-21) y la furiosa tempestad calmada con una orden suya (cf. Mt 8, 23-27). Pero el evento en el cual Él muestra de forma más patente su divinidad, fue en su Resurrección. Primero, profetizándola (cf. Mt 20,19), y después cumpliendo estrictamente su propia previsión: "Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por propia voluntad. Yo tengo poder de darla, como tengo poder de recibirla de nuevo. Tal es el encargo que recibí de mi Padre" (Jn 10, 18) Después de la consideración atenta del testimonio infalible de las Escrituras, todavía nos resta la pregunta: Sí, creemos que Jesús es Dios y hombre verdadero pero, ¿cómo explicar esta realidad?
Sabemos, según nos enseña San León Magno, que "el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, sobrepuja toda inteligencia y transciende todos los ejemplos que se podrían utilizar". Sin embargo, gracias a la Divina Revelación y bajo la dirección del Espíritu Santo, la Iglesia, si no llega a comprender o abarcar todo el misterio, lo ha formulado con precisión, lejos de todo error.
Al inicio del cristianismo, cuando la doctrina de los apóstoles fue recibida en el mundo griego, se inició la tentativa de traducir, para las categorías propias de la filosofía, el contenido de la Revelación. En este proceso, algunos se desviaron de la verdad, defendiendo doctrinas erróneas, mediante las cuales buscaban hacer encajar dentro de los estrechos límites de la razón humana el misterio de Dios humanado. Las dificultades encontradas por los estudiosos de las Escrituras, respecto a la comprensión del misterio se cifraban, principalmente, en dos tendencias opuestas, descritas a seguir a grandes rasgos. Algunos, teniendo dificultad en comprender cómo en una misma persona pudiesen coexistir dos realidades, Dios y hombre, quisieron proponer, como resultado de la Encarnación, una única persona, en la cual estarían mezcladas las cualidades divinas y humanas. Otros, distinguiendo perfectamente la humanidad de Cristo y su Divinidad, y no logrando explicar cómo estas dos naturalezas podrían coincidir en la misma persona, propusieron que Cristo era unido a Dios como todos los santos lo son, mediante la gracia y la morada. Concluyendo erróneamente que se trataba de dos personas distintas, una divina y otra humana, la cual sería adoptada por Dios de forma especial.
La voz de la Iglesia a través de los Papas y los concilios
La Santa Iglesia de Dios, situándose en el centro de ambas posiciones, a través del V Concilio ecuménico, confiesa la unión de Dios Verbo con la carne, según la unión de composición, o sea, según la hipóstasis. Hipóstasis es un término griego que deriva del verbo sustentar, pues toda naturaleza racional no existe por sí misma sino sustentada por una persona. Ahora, la naturaleza humana de Cristo era sustentada por la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia convocó los concilios ecuménicos, en los cuales fue declarada y explicitada, en términos cada vez más precisos, la verdad sobre la encarnación del Hijo de Dios. El primero de estos grandes Concilios se realizó en Nicea (año 325). Allá los padres compusieron el Credo que, con algunos detalles añadidos en el Concilio de Constantinopla (año 381), se recita en nuestras misas dominicales. He aquí un trecho significativo del credo niceno: "... [Creemos] en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre, esto es, de la substancia del Padre, [...] engendrado no creado, consubstancial al Padre, por Quien fueron hechas todas las cosas [...], que por nosotros hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos y Se encarnó y Se hizo hombre, padeció y resucitó...".
Años más adelante, en el Concilio de Éfeso (año 431), quedará todavía más clara la cuestión de la Encarnación. Los padres conciliares aclaran que en Cristo hay dos naturalezas -la divina y la humana- unidas, sin confusión, en la Persona única y divina del Verbo.
En la carta escrita por San Cirilo de Alejandría al hereje Nestorio, leída y aprobada por los padres conciliares, así explica el gran patriarca la doctrina cristiana: "Y aunque sean distintas las naturalezas, unidas entretanto por una verdadera unión, de esta unidad resulta un solo Cristo e Hijo; no que se suprima, por la unión, la diferencia de naturalezas, sino porque la divinidad y la humanidad, en esta misteriosa e inefable unión, constituyen para nosotros, un solo Señor, y Cristo, e Hijo".
Y el patriarca Juan de Antioquía, entonces pastor de esta ciudad, así formuló la misma Fe en términos aceptados plenamente por San Cirilo y por la Iglesia. Confiesa él que Cristo es, al mismo tiempo, "perfecto Dios y perfecto hombre", engendrado por el Padre desde todos los siglos, esto es, desde la eternidad, antes del tiempo, y "en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación", nacido de la Virgen María según la humanidad. De esta confesión de Fe se destaca una afirmación bellísima: Jesús es "consubstancial al Padre según la divinidad y consubstancial a nosotros según la humanidad". Para el patriarca Juan, la unión de la divinidad y de la humanidad se da sin confusión, de forma que la divinidad en nada queda disminuida por la humanidad, ni esta última absorbida por la divinidad.
Pero fue en el Concilio de Calcedonia (451), con la asistencia de 600 obispos, donde, gracias al genio del Papa San León Magno, la doctrina de la Iglesia alcanza un auge de explicación respecto a este misterio, distinguiendo claramente, en la Persona del Verbo encarnado, dos naturalezas íntimamente unidas, pero sin confusión: "Se debe reconocer un solo Cristo Señor, Hijo Unigénito, en dos naturalezas, sin confusión, inmutables, indivisibles, inseparables, de ningún modo suprimida la diferencia de las naturalezas por causa de su unión, sino salvaguardada la propiedad de cada naturaleza y confluyendo en una sola Persona, no separado o dividido en dos personas, sino uno solo y mismo hijo Unigénito, Dios-Verbo ...". Por tanto, Cristo es Dios, con el Padre y el Espíritu Santo, desde toda la eternidad, y, hombre verdadero, pues unió a su persona la naturaleza humana completa, capaz de conocer y amar como hombre, capaz de sentir y sufrir hasta la muerte.
Encarnación, el amor pide el amor
Delante de tan gran misterio, los cristianos deben dar infinitas gracias a Dios por su bondad. El Hijo de Dios, descendió a la tierra, en el seno purísimo de la siempre Virgen María, para salvar y rescatar al hombre, abriéndole las puertas del paraíso cerrado y haciéndonos partícipes de la familia de Dios. ¡Es una verdad altamente conmovedora! Como diría Santo Tomás: "Cristo asumió un cuerpo animado, y se dignó nacer de la Virgen, para entregarnos su divinidad; se hizo hombre, para hacer el hombre Dios". Por eso, delante del misterio de la Encarnación, debemos tener presente el grandísimo amor de Dios para el género humano.
En este sentido, nos exhorta Santo Tomás: "... ningún indicio es más evidente de la caridad divina que el de Dios, creador de todas las cosas, hacerse criatura; el del Señor nuestro, hacerse nuestro hermano; el del Hijo de Dios, hacerse hijo de hombre. Se lee en San Juan (Jn 3, 16): tanto amó Dios al mundo, que le dio Su Hijo. Por la consideración de esta verdad, debe ser reavivado, y de nuevo en nosotros enfervorizado nuestro amor hacia Dios".