La estrella que aún resplandece
Ramiro Pellitero
El cristianismo presenta la belleza de tener un compromiso que valga la pena, un proyecto de futuro, que implique llevar en la “mochila” a los demás y las cosas de los demás. Ésas son las alas que verdaderamente elevan sobre la tierra, sin dejar de tener los pies en el suelo. Ésas son las millas que vale lapena recorrer durante la vida, como una aventura fascinante, en compañía de los otros
El viaje de los Magos, siguiendo la estrella hasta Belén, contrasta a veces con tantos viajes que no llevan “a ninguna parte”; más aún, pueden significar una huida de uno mismo. Y ya se sabe lo difícil que es huir de la propia sombra.
Un ejemplo de esto puede verse en la película Up in the air (J. Reitman, 2009). Interesante e instructiva —si se prescinde de algunas escenas y conversaciones procaces—, refleja la mentalidad que con frecuencia se propone en la cultura actual. Se trata de Ryan, un solterón simpático y agradable que se dedica a volar más de trescientos días al año, con la única meta de llegar a diez millones de millas, sin ningún tipo de ataduras ni compromisos personales. De vez en cuando da conferencias donde transmite su “filosofía”: propone ir por la vida con la “mochila” bien ligera; no sólo de cosas, sino sobre todo de vínculos y responsabilidades (nada de matrimonio, por ejemplo, sino relaciones esporádicas).
Un tipo aparentemente feliz y exitoso, cuyo trabajo consiste en representar a las empresas que no se atreven a despedir a sus empleados, para lo cual tiene preparado todo un formulario.
A Ryan parecen no afectarle las vidas de los otros. Su mundo interior —simbolizado por esa mochila de la que habla en las conferencias— está vacío, y en su maleta lleva lo mínimo, para ganar tiempo y espacio. Todo lo que hace es impersonal. La película lo deja bien claro, al mismo tiempo que presenta las vidas de otras personas que sí mantienen compromisos, aunque mezclados con dudas, mentiras e infidelidades.
Lo que se propone al espectador es la libertad para tomar cada uno la opción que le parezca. Aunque no se ocultan las consecuencias de las opciones. Cuando Ryan se da cuenta de que quizá necesite amar a una persona, descubre que para ella es simplemente “un paréntesis” o “una evasión”.
Este ambiente relativista, con su propuesta indiferente tanto respecto de la verdad como del bien, contrasta con la propuesta de la fe cristiana.
El cristianismo presenta la belleza de tener un compromiso que valga la pena, un proyecto de futuro, que implique llevar en la “mochila” a los demás y las cosas de los demás. Ésas son las alas que verdaderamente elevan sobre la tierra, sin dejar de tener los pies en el suelo. Ésas son las millas que vale la pena recorrer durante la vida, como una aventura fascinante, en compañía de los otros. El cristianismo propone: que encuentres tu felicidad no haciendo un paréntesis en tu vida, sino plenamente en ella, en todos los momentos, en todas las tareas, en todos los encuentros; no quieras evadirte de lo corriente, porque en lo cotidiano está también Dios (si no, no estaría en ninguna parte); vive de tal manera que seas capaz de exprimir el amor en cada instante; recuerda que el que se busca solo a sí mismo, consigue ciertamente lo que busca.
Dicen las encuestas que los jóvenes actuales son básicamente desconfiados. No es extraño, no es culpa suya (¿qué les hemos mostrado?); es el reflejo de lo que ven a su alrededor, a lo que se suma el poso de algunas experiencias negativas. Al mismo tiempo, los jóvenes valoran cada vez más a la familia.
Por eso los cristianos —especialmente los padres y los educadores—, hemos de mostrarles, con nuestra vida, que el proyecto que Jesucristo propone vale la pena; que el cristianismo no es un cúmulo de mandamientos y prohibiciones, que pesa, cansa y oprime; que formamos una familia universal, creemos en el amor y vivimos para que el amor se extienda por el mundo; y eso es posible, no es una utopía ingenua; que basta descubrir la estrella como los Reyes Magos, levantarse cuando se cae, pero no detenerse nunca. Aunque a veces cueste, cada uno ha de tener el coraje de denunciar, como dice la canción, «esta realidad tirana, que se ríe a carcajadas, porque espera que me canse de buscar» (A. Lerner, Todo a pulmón, 1983).
Es preciso, ante todo, encontrar cada uno su estrella —la vocación—, para poder seguir el camino concreto por el que podemos colaborar con Dios en ese proyecto. ¿Pero cómo descubrirla? ¿Cómo ayudar a que otros la descubran?
En su homilía de Epifanía, Benedicto XVI ha explicado que a Dios no se llega por los caminos del poder político (Herodes) o del mero conocimiento (los “expertos”). Aunque la política o la cultura puedan proporcionar válidas informaciones, otras veces constituyen barreras que se oponen al encuentro con Él. También para nosotros —señalaba el Papa— las cosas no son tan distintas como fueron para los Magos. Le pedimos a Dios que manifieste su poder para resolver nuestros problemas según nuestros criterios, nuestros deseos o nuestros caprichos, cuando no le consideramos como un rival, como alguien que nos pone límites. También podemos estar tentados de enfocar las Escrituras como un mero objeto de estudio y discusión, en lugar de verlas como el camino hacia la auténtica vida.
Nos iría mejor si imitáramos a los Magos, dándonos cuenta de «que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón que busca el sentido último de la realidad y con el deseo de Dios movido por la fe, como es posible encontrarlo, más aún, hacer posible que Dios se acerque a nosotros».
Ciertamente, importa percibir la luz de la creación, conocer lo que nos rodea y desarrollarlo mediante nuestro trabajo en el mundo. Pero —observa Benedicto XVI— la luz definitiva sólo procede de la Palabra de Dios, de las Escrituras santas, leídas, comprendidas y vividas auténticamente como miembros de esta familia que es la Iglesia.
Por eso el cristiano que lee y hace vida el Evangelio —comprometiéndose realmente con Dios y con los demás— encuentra la luz y se convierte en luz inequívoca para los otros. De este modo,«nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo nos puede dar. Y podremos también nosotros convertirnos en estrellas para los demás, reflejo de aquella luz que Cristo ha hecho resplandecer sobre nosotros».