1/02/11

¿De qué nos sirve un Dios niño?



Angelo Scola, Cardenal-Patriarca de Venecia

La modalidad con que el Hijo de Dios viene a salvarnos no es un rito mágico, ni un mecanismo extrínseco o extraño a nosotros: el acontecimiento de la Navidad pone en marcha la libertad de los hombres y, por tanto, su responsabilidad
¿Qué necesidad tenemos hoy, en el año 2010, de un Dios niño? ¿En qué sentido es capaz de darnos un futuro, de permitirnos mirar hacia adelante llenos de una esperanza que Benedicto XVI ha definido como "confiada"? El anuncio de la Navidad nos encuentra este año afligidos y consternados frente a los numerosos signos de malestar del cuerpo social al que pertenecemos.
      Durante su dolorosa y extrema protesta, los trabajadores de la industria químicaVinyls (Venecia) me decían: «Para nosotros, la Navidad no existe si no existe un futuro de trabajo», y es bien comprensible su angustiosa incertidumbre. ¿Y qué decir de los jóvenes, tantas veces engañados sobre la naturaleza del deseo que abre al hombre a la realidad entera, que se encuentran sin ideales que defender y sin perspectiva de futuro? Y nosotros, los adultos, no podemos decir que estemos fuera de este vacío, sino que somos cómplices de una sociedad que el alarmante informeCensis en Italia define como "frágil, cínica, pasivamente adaptativa, condenada al presente".
      Paradójicamente, es precisamente aquí donde se encarna la Navidad: Dios no ha tenido miedo de "empastarse" con las contradicciones propias de la condición humana. Haciéndose familiar a nosotros, más íntimo a nosotros que nosotros mismos —como dice el gran Agustín—, nos sostiene en la dignidad de nuestros afectos, de nuestro trabajo y de nuestro reposo. Pero la modalidad con que el Hijo de Dios viene a salvarnos no es un rito mágico, ni un mecanismo extrínseco o extraño a nosotros: el acontecimiento de la Navidad pone en marcha la libertad de los hombres y, por tanto, su responsabilidad.
      Por tanto, aún más en un momento de grave dificultad —no sólo económica y política— como la que estamos atravesando, la Navidad nos exhorta a despertar, nos provoca un sobresalto de densidad humana que consiste en "vivir relaciones buenas como camino para construir prácticas virtuosas".
      ¿Por dónde empezar? Por las relaciones elementales y constitutivas: el padre y la madre ofrecen a los hijos un sentido claro de la vida, una dirección en el camino. La escuela y todos los demás agentes educativos hacen otro tanto. En el mundo del trabajo y de la economía, la primacía del hombre y de su dignidad se documenta dentro de la concreción cotidiana de la vida relacional. Esto requiere un beneficio equitativo, que en la mayoría de los casos tendrá que reinvertirse en la empresa, del que, en diversos grados, pueden participar todos los empleados. Las finanzas tendrán que volver a su función original: asegurar el futuro de la economía real.
      Son necesarias políticas familiares eficaces y políticas de inmigración realistas, pero magnánimas, con un compromiso serio para acabar con la miseria en el mundo y favorecer la paz, defender y garantizar la libertad religiosa frente a las abominables persecuciones. Y así podríamos seguir enumerando.
      Son signos que exigen un cambio de marcha —en términos cristianos, eso se llama conversión— para que no se vea al otro como un enemigo potencial o como alguien de quien defenderse y separarse, sino sobre todo como un recurso, como una gran ocasión para madurar y crecer.
      El misterio de la Navidad nos dice que Dios, el Otro por excelencia, ha dejado atrás su gloria para dejarse encerrar en la humanidad tierna y frágil de un niño. "Para que la debilidad se hiciese fuerte y la fortaleza, débil" (San Agustín).
      Por amor al hombre, Dios baja del cielo y viene a la tierra. En su vida entre nosotros, en las relaciones buenas y en las prácticas virtuosas que entabló con sus amigos, Jesús nos mostraba el tipo de hombre que proponía. Un hombre capaz de gratuidad, uno que primero ama, sin esperar nada a cambio, que se conmueve profundamente delante de la necesidad de los demás —pensemos en las curaciones que Él realizó—, un hombre que, delante de nuestra necesidad radical de salvación, da su vida en la cruz por nosotros.
      De la Santa Navidad nos llega la pro-vocación para no vivir más como si Dios no fuera familiar. Tomémosla en serio, como hizo María, como hizo José. En él se ve bien cuál es la estatura de un hombre que vive con Dios. La forma misteriosa e inaudita de la concepción de un hijo por parte de la mujer destinada a ser su esposa no se convierte, para José, en una objeción para amar, sino en una ocasión para amar aún más profundamente.
      Como ha dicho el Papa Benedicto, «en él se perfila el hombre nuevo, que mira al futuro con confianza y coraje, no siguiendo su propio proyecto, sino totalmente confiado a la infinita misericordia de Aquél que... abre el tiempo de la salvación».
Feliz Navidad.