Benedicto XVI recomienda a todos la Liturgia de las Horas
En la Audiencia de ayer
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera hoy terminar mis catequesis sobre la oración del Salterio meditando sobre uno de los salmos “reales” más famosos, un salmo que Jesús mismo citó y que los autores del Nuevo Testamento retomaron ampliamente y lo aplicaron al Mesías. Es el salmo 110, según la tradición judía, 109 según la grecolatina; un salmo muy amado por la Iglesia antigua y por los creyentes de todas las épocas.
Esta oración estaba inicialmente vinculada con la entronización de un rey davídico; sin embargo su sentido va más allá de la específica contingencia del hecho histórico, abriéndose a dimensiones más amplias y convirtiéndose en la celebración del Mesías victorioso, glorificado a la derecha de Dios.
El Salmo inicia con una declaración solemne: “Dijo el Señor a mi Señor: 'Siéntate a mi derecha, mientras yo pongo a tus enemigos como estrado de tus pies'”.(v.1)
Dios mismo entroniza al rey en la gloria, haciéndole sentar a su derecha, un signo de grandísimo honor y de absoluto privilegio. El rey es admitido de este modo, a participar en el señorío divino de quien es mediador hacia el pueblo. Tal señorío del rey se concreta también en la victoria sobre los adversarios, que son colocados a los pies de Dios mismo; la victoria sobre los enemigos es del Señor, pero se hace partícipe al rey y su triunfo se convierte en testimonio y signo del poder divino.
La glorificación real, expresada en este inicio del salmo, ha sido asumida por el Nuevo Testamento como profecía mesiánica; por esto el versículo está entre los más usados de los autores del Nuevo Testamento, o como cita explícita o como alusión. Jesús mismo lo menciona a propósito del Mesías
(cfr Mt 22,41-45; Mc 12,35-37; Lc 20,41-44). Y Pedro lo retoma en su discurso en Pentecostés anunciando que, en la Resurrección de Cristo, se realiza esta entronización del rey y que desde entonces Cristo está a la derecha del Padre, participa en el señorío de Dios sobre el mundo (cfr Hch 2,29-35).
Es el Cristo, de hecho, el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios que viene sobre las nubes, como Jesús mismo se define durante el proceso ante el Sanedrín (cfr Mt 26,63-64; Mc 14,61-62; cfr también Lc 22,66-69).
Él es el verdadero rey que con la resurrección ha entrado en la gloria a la derecha del Padre (cfr Rom 8,34; Ef 2,5; Col 3,1; Hb 8,1; 12,2), hecho superior a los ángeles, sentado en los cielos sobre toda potencia y potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que el último enemigo, la muerte, sea derrotado por Él (cfr 1 Cor 15,24-26; Ef 1,20-23; Hb 1,3-4.13; 2,5-8; 10,12-13; 1 Pe 3,22). Y se comprende enseguida que este rey, que está a la derecha de Dios y participa de su señorío, no es uno de estos hombres sucesores de David sino el nuevo David, el Hijo de Dios que ha vencido a la muerte y participa realmente en la gloria de Dios. Es nuestro rey, que nos da también la vida eterna.
Entre el rey celebrado en nuestro salmo y Dios existe una relación inseparable; los dos gobiernan juntos en un único gobierno. Hasta el punto de que el salmista puede afirmar que es Dios mismo quien extiende el cetro de soberano dándole el deber de dominar sobre sus adversarios, como dice el versículo 2: “El Señor extenderá el poder de tu cetro: '¡Domina desde Sión, en medio de tus enemigos!'”.
El ejercicio del poder es un encargo que el rey recibe directamente del Señor, una responsabilidad que debe vivir en la dependencia y en la obediencia, convirtiéndose en signo para el pueblo de la presencia potente y providente de Dios. El dominio sobre los enemigos, la gloria y la victoria son dones recibidos; que hacen del soberano un mediador del triunfo divino sobre el mal. Él domina sobre los enemigos transformándoles, los vence con su amor.
Por esto, en el versículo siguiente se celebra la grandeza del rey. El versículo tres presenta algunas dificultades de interpretación. En el texto original hebreo se hace referencia a la convocatoria del ejército a la que el pueblo responde generosamente congregándose alrededor de su soberano en el día de la entronización. La traducción griega de los Setenta que se remonta al III-II s. a.C., hace referencia a la filiación divina del rey, a su nacimiento o generación por parte del Señor, y esta es la interpretación elegida por toda la tradición de la Iglesia, por lo que el versículo queda de la siguiente manera: “Tú eres príncipe desde tu nacimiento, con esplendor de santidad; yo mismo te engendré como rocío, desde el seno de la aurora”.
Este oráculo divino sobre el rey afirmaría, por tanto, una generación divina impregnada de esplendor y de misterio, un origen secreto e inescrutable, ligado a la belleza arcana de la aurora y a la maravilla del rocío que en las primeras luces brilla sobre los campos y los hace fecundos. De esta manera se señala a la figura del rey indisolublemente vinculada con la realidad celeste, que viene realmente de Dios, del Mesías que lleva a su pueblo la vida divina y es mediador de santidad y de salvación. También aquí vemos que todo esto no se hace realidad en la figura de un rey davídico, sino por el Señor Jesucristo, que realmente viene de Dios; Él es la luz que lleva la vida divina al mundo.
Con esta imagen sugestiva y enigmática termina la primera estrofa del salmo, al que le sigue otro oráculo que abre una nueva perspectiva, en la línea de una dimensión sacerdotal conectada con la realeza. Así dice el versículo 4:“El Señor lo ha jurado y no se retractará: 'Tú eres sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec'”.
Melquisedec era el sacerdote del rey de Salem que había bendecido a Abrahám y ofrecido pan y vino después de la victoriosa campaña militar conducida por el patriarca para salvar a su sobrino Lot de las manos manos de los enemigos que lo habían capturado (cfr Gen 14). En la figura de Melquisedec, el poder real y sacerdotal convergen y son proclamados por el Señor en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo, a través de la bendición que viene de Dios y que en la acción litúrgica se encuentra con la respuesta del hombre que bendice. La Carta a los Hebreos hace una referencia explícita a este versículo (cfr. 5,5-6.10; 6,19-20) y sobre este centra todo el capítulo 7, elaborando su reflexión sobre el sacerdocio de Cristo. Jesús es el verdadero y definitivo sacerdote, que lleva a cumplimiento las características del sacerdocio de Melquisedec haciéndolas perfectas.
Melquisedec, como dice la Carta a los Hebreos, no “tenía padre, ni madre, ni genealogía” (7,3a), sacerdote por tanto no según las reglas dinásticas del sacerdocio levítico. Por esto es “sacerdote para siempre” (7,3c), prefiguración de Cristo, sumo sacerdote perfecto que “no se ha convertido en tal según una ley prescrita por los hombres, sino por la potencia de una vida indestructible” (7,16).
En el Señor Jesús resucitado y ascendido al cielo, donde se sienta a la derecha del Padre, se realiza la profecía de este Salmo y el sacerdocio de Melquisedec es llevado a su cumplimiento, para que sea absoluto y eterno, convertido en una realidad que no conoce el ocaso (cfr 7,24). Y la oferta del pan y del vino, realizada por Melquisedec en los tiempos de Abrahám, encuentra su realización en el gesto eucarístico de Jesús, que en el pan y el vino se ofrece a sí mismo y, vencida la muerte, lleva a la vida a todos los creyentes. Sacerdote eterno, “santo, inocente, sin mácula” (7,26), él, como dice de nuevo la Epístola a los Hebreos, “puede salvar perfectamente a los que por medio de Él se acercan a Dios; Él, de hecho, está siempre preparado para interceder a su favor (7,25).
Después de este oráculo divino del versículo 4, con su solemne juramento, la escena del Salmo cambia y el poeta, dirigiéndose directamente al rey, proclama: “¡El Señor está a tu derecha!” (v.5a),
Si en el versículo uno era el rey el que estaba a la derecha de Dios como signo de sumo prestigio y de honor, ahora es el Señor el que se coloca a la derecha del soberano para protegerlo con el escudo en la batalla y para salvarlo de todo peligro. El rey está protegido, Dios es su defensor y juntos combaten y vencen a todo mal.
Se abren así los versículos finales del Salmo con la visión del soberano triunfante que, apoyado por el Señor, habiendo recibido de Él poder y gloria (cfr v. 2), se opone a los enemigos, derrotando a los adversarios y juzgando a las naciones. La escena se describe con palabras fuertes, para dar a entender lo dramático del combate y la plenitud de la victoria real. El soberano protegido por el Señor, abate todo obstáculo y va seguro hacia la victoria. Nos dice: sí, en el mundo hay mucho mal, hay una lucha permanente entre el bien y el mal, y parece que el mal es cada vez más fuerte. No, más fuerte es el Señor, nuestro verdadero rey y sacerdote Cristo, porque combate con toda la fuerza de Dios y, a pesar de todo lo que nos hace dudar sobre el resultado positivo de la historia, vence Cristo y vence el bien, vence el amor y no el odio.
Aquí se inserta la sugestiva imagen con la que se concluye nuestro Salmo, también aquí con palabras enigmáticas:“En el camino beberá del torrente,por eso erguirá su cabeza”.(v.7)
En medio de la descripción de la batalla, se destaca la figura del rey que, en un momento de tregua y de reposo, bebe de un torrente de agua, encontrando en él reposo y nuevo vigor, para poder reanudar su camino triunfante, con la cabeza alta, como signo de la victoria definitiva.
Es obvio que esta palabra muy enigmática era un reto para los padres de la Iglesia por las diversas interpretaciones que se podían hacer. Así, por ejemplo, san Agustín dice: este torrente es el ser humano, la humanidad, y Cristo ha bebido de este torrente haciéndose hombre, y así, entrando en la humanidad del ser humano, ha levantado la cabeza y ahora es la cabeza del Cuerpo místico, es nuestra cabeza, el vencedor definitivo (cfr Enarratio in Psalmum CIX, 20: PL 36, 1462).
Queridos amigos, siguiendo la línea interpretativa del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia ha tomado en gran consideración este salmo como uno de los más significativos textos mesiánicos. Y de modo eminente, los Padres hicieron continuas referencias al mismo en clave cristológica: el rey cantado por el salmista es en definitiva Cristo, el Mesías que instaura el Reino de Dios y que vence a las potencias del mundo, es el verbo generado por el Padre antes de toda criatura, el Hijo encarnado, muerto y resucitado y ascendido a los cielos, el sacerdote eterno que, en el misterio del pan y del vino, da la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios, el rey que levanta la cabeza triunfando sobre la muerte con su resurrección.
Bastaría recordar una vez más el comentario de san Agustín a este salmo donde escribe: “Era necesario conocer al único Hijo de Dios, que iba a venir entre los hombres, para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: murió, resucitó, ascendió al cielo, se sentó a la derecha del Padre y cumplió entre las gentes todo lo que había prometido... Todo esto, por tanto, debía ser profetizado, preanunciado, debía ser señalado como destinado a venir, porque, ocurriendo de improviso, no asustase sino que fuese preanunciado, más aún aceptado con fe, alegría y esperado. En el ámbito de estas promesas entra este salmo, que profetiza, en términos tan seguros y explícitos, a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que no podemos mínimamente dudar que en este se anuncie realmente a Jesucristo” (Exposiciones sobre los Salmos, III Roma 1976, pp. 951.953).
El evento pascual de Cristo se convierte así en la realidad a la que nos invita a mirar este Salmo, mirar a Cristo para comprender el sentido de la verdadera realeza, de vivir en el servicio y en el don de uno mismo, en una camino de obediencia y de amor “llevado hasta el extremo” (cfr. Jn 13,1 y 19,30). Rezando con este Salmo, pidamos al Señor que podamos actuar también nosotros en sus caminos, siguiendo a Cristo, el rey Mesías, dispuestos a subir con Él sobre el monte de la cruz para alcanzar con Él la gloria, y contemplándolo sentado a la derecha del Padre, rey victorioso y sacerdote misericordioso que da el perdón y la salvación a todos los hombres. Y también nosotros, convertidos, por gracia de Dios, en “estirpe elegida, sacerdocio real, nación santa” (cfr 1 Pe 2,9), podremos acceder con alegría a las fuentes de la salvación (cfr Is 12,3) y proclamar a todo el mundo las maravillas de Aquel que nos “ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa” (cfr 1 Pe 2,9).
Queridos amigos, en estas últimas catequesis he querido presentaros algunos salmos, preciosas oraciones que encontramos en la Biblia y que reflexionan sobre varias situaciones de la vida, los distintos estados de ánimo que podamos tener hacia Dios. Quisiera ahora renovaros a todos la invitación a rezar más con los salmos, quizás acostumbrándonos a utilizar la Liturgia de las Horas de la Iglesia, los Laudes de la mañana, las Vísperas de la tarde, las Completas antes de ir a domir. Nuestra relación con Dios no podrá sino ser enriquecida en el cotidiano camino hacia Él, cumplido con mayor alegría y confianza.