El misterio de la 'otra orilla'
Juan del Río Martín, arzobispo castrense
Algunos se han empeñado en dejar vacío el infierno, movidos por un fuerte sentimentalismo que representa “el buenismo religioso”. Esta postura es falaz porque adolece de un doble error: que el amor divino no puede estar en contradicción con la justicia (cf. Conc. IV de Letrán) y que ignora el papel de la libertad del sujeto. “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, dirá san Agustín. En esta misma línea, dice el Papa actual: “puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado el mismo amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 45).
Dios no predestina a nadie a ir al infierno. Su existencia no es un invento de la Iglesia para tener a sus fieles atemorizados. Nunca el miedo nos acerca al Señor, porque estrecha la mente, anquilosa el corazón y nos hace inoperantes. En cambio, el “santo temor de Dios” y el no olvidar que podemos ser merecedores de “las penas del infierno”, es otra cosa muy distinta, porque nos estimula al reconocimiento continuo de la grandeza del amor divino, a la conversión del corazón y a mantener una actitud vigilante en nuestra vida.
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia acerca del infierno no son amenazas, sino llamamientos a la responsabilidad con la que el hombre debe usar su libertad en relación con Dios, con los demás y consigo mismo. Sólo aquellos que mantienen una aversión voluntaria a Dios (pecado mortal) y persisten en él hasta el final de sus días, escucharán la sentencia divina: “apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41). Ese “fuego que nunca se apaga”, que diría Jesús (cf. Mt 5,22.29; 13, 42.50; Mc 9,43-48), representa la separación total y eterna de Dios. En esa situación el pecador sufrirá la infelicidad, se hallará “en tinieblas y en sombras de muerte” para siempre (cf. Vaticano II, LG, 48; CAT 1035).
Si algunos piensan que esto es exagerado y pasado de moda, les remito a que repasen “los infiernos humanos”, fabricados por las ideolologías deshumanizadas y las estructuras sociales injustas, que pisotean la dignidad de los hombres y de los pueblos. Que vean “los infiernos familiares” como consecuencias del desamor, del engaño y que, en muchísimas ocasiones, llegan hasta la violencia de todo tipo. Se pueden continuar analizando tantos “infiernos personales”, que son frutos del egoísmo y del desprecio de lo más elemental, que es el cumplimiento de los Diez Mandamientos. Y contemplando este panorama de “infiernos”, ¿se podrá negar la existencia de un infierno eterno después de la muerte? ¿No son los mismos que hacen aquí estos “infiernos” lo que se ganan a pulso ser miembros del reino del diablo? Porque, como dice san Agustín: “se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno” (La ciudad de Dios, 11) ¡No olvidemos nunca, que el misterio de la “otra orilla”, se anticipa de alguna manera en esta “otra orilla”!