Peregrinos de la verdadera paz
Ramiro Pellitero
El tema del discurso del Santo Padre en Asís es el papel de las religiones en la promoción de la paz y la justicia, pero implica también tanto a los no creyentes o ateos, como a toda persona de buena voluntad que busque la verdad
La intervención de Benedicto XVI en Asís, con motivo del 25 aniversario de la Jornada de oración por la paz con la participación de representantes de las religiones, es un paso importante desde muchos puntos de vista. El tema del discurso es el papel de las religiones (y por tanto de la oración de los creyentes) en la promoción de la paz y la justicia. Pero implica también tanto a los no creyentes o ateos, como a toda persona de buena voluntad que busque la verdad.
La violencia vinculada al terrorismo. Religión y violencia
En primer lugar analiza el Papa la violencia vinculada al terrorismo. Y reconoce que una de sus causas es la religión, o más bien la deformación de la religión. «Sabemos que el terrorismo es a menudo motivado religiosamente y que, precisamente el carácter religioso de los ataques sirve como justificación para una crueldad despiadada, que cree poder relegar las normas del derecho en razón del ‘bien’ pretendido. Aquí, la religión no está al servicio de la paz, sino de la justificación de la violencia».
Ante esto, «los representantes de las religiones reunidos en Asís en 1986 quisieron decir —y nosotros lo repetimos con vigor y gran firmeza— que esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción».
Y en este punto acepta diversas objeciones: «Pero, ¿cómo sabéis cuál es la verdadera naturaleza de la religión? Vuestra pretensión, ¿no se deriva quizás de que la fuerza de la religión se ha apagado entre vosotros? (…) ¿Acaso existe realmente una naturaleza común de la religión, que se manifiesta en todas las religiones y que, por tanto, es válida para todas?» Estas preguntas, dice, no pueden soslayarse.
Comienza el Papa respondiendo acerca de la verdadera naturaleza del cristianismo, a la vez que reconoce los errores del pasado: «Sí, también en nombre de la fe cristiana se ha recurrido a la violencia en la historia. Lo reconocemos llenos de vergüenza. Pero es absolutamente claro que éste ha sido un uso abusivo de la fe cristiana, en claro contraste con su verdadera naturaleza».
Continúa explicando: «El Dios en que nosotros los cristianos creemos es el Creador y Padre de todos los hombres, por el cual todos son entre sí hermanos y hermanas y forman una única familia. La Cruz de Cristo es para nosotros el signo del Dios que, en el puesto de la violencia, pone el sufrir con el otro y el amar con el otro. Su nombre es ‘Dios del amor y de la paz’ (2Co 13,11)».
Y extrae una consecuencia importante para todos los educadores cristianos: «Es tarea de todos los que tienen alguna responsabilidad por la fe cristiana el purificar constantemente la religión de los cristianos partiendo de su centro interior, para que —no obstante la debilidad del hombre— sea realmente instrumento de la paz de Dios en el mundo».
La violencia como consecuencia de negar a Dios
En segundo lugar aborda la violencia que es «consecuencia de la ausencia de Dios, de su negación, que va a la par con la pérdida de humanidad». Ya hemos visto cómo los enemigos de la religión quieren que desaparezca porque la ven como fuente primaria de la violencia. «Pero —observa Benedicto XVI— el ‘no’ a Dios ha producido una crueldad y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre ya no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí, sino que tomaba como norma solamente a sí mismo. Los horrores de los campos de concentración muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia de Dios».
Señala el Papa que cuando Dios no está presente, de manera silenciosa toman su lugar el poder, el tener, el placer: «La adoración de Mamón, del tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta el hombre, sino únicamente el beneficio personal. El deseo de felicidad degenera, por ejemplo, en un afán desenfrenado e inhumano, como se manifiesta en el sometimiento a la droga en sus diversas formas. Hay algunos poderosos que hacen con ella sus negocios, y después muchos otros seducidos y arruinados por ella, tanto en el cuerpo como en el espíritu». Y por tanto, se destruye la paz: «La violencia se convierte en algo normal y amenaza con destruir nuestra juventud en algunas partes del mundo. Puesto que la violencia llega a hacerse normal, se destruye la paz y, en esta falta de paz, el hombre se destruye a sí mismo».
En definitiva, lo que desea subrayar Benedicto XVI es que cuando la religión se vive rectamente (lo que implica su capacidad para el diálogo y la purificación), es una fuerza de paz. Mientras que «la negación de Dios corrompe al hombre, le priva de medidas y le lleva a la violencia».
Los no creyentes que buscan la verdad
Además de los creyentes y los no creyentes, el Papa se refiere, finalmente, a aquellas «personas a las que no les ha sido dado el don de poder creer y que, sin embargo, buscan la verdad, están en la búsqueda de Dios». Personas que sufren la ausencia de Dios, que buscan lo auténtico y bueno, y por tanto están en camino hacia Él. A ellos se les aplica también, de modo distinto, el lema de la reunión de Asís: “Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz”.
Se trata de personas (como el filósofo mexicano Guillermo Hurtado, la humanista francesa Julia Kristeva, el filósofo italianoRemo Bodei y el economista austriaco Walter Baier, que estuvieron en la reunión de Asís) que plantean legítimamente cuestiones tanto a los ateos como a los creyentes. Por una parte, «despojan a los ateos combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay un Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que nosotros podemos y debemos vivir en función de ella». Por otra parte, «también desafían a los seguidores de las religiones, para que no consideren a Dios como una propiedad que les pertenece a ellos, hasta el punto de sentirse autorizados a la violencia respecto a los demás».
¡Atención!, porque los creyentes tienen una particular responsabilidad ante estas personas. «Estas personas buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen en las religiones, por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los creyentes, con su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha interior y su interrogarse es también una llamada a los creyentes a purificar su propia fe, para que Dios —el verdadero Dios— se haga accesible».
Al final, y para todos, «se trata del estar juntos en camino hacia la verdad, del compromiso decidido por la dignidad del hombre y de hacerse cargo en común de la causa de la paz, contra toda especie de violencia destructora del derecho». Unos y otros, también los terceros, tienen su papel en la búsqueda de la verdadera paz. Y ese papel, cabría señalar, comienza por la responsabilidad personal, por el compromiso personal ante la verdad, el bien y la belleza. Un compromiso que los creyentes descubren con mayor fuerza en la oración. Porque la oración verdadera lleva a la purificación y al compromiso por la paz.
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En la audiencia general del miércoles 26 de octubre, el Papa explicaba que la promoción cristiana de la paz sólo puede hacerse desde un corazón libre de la avidez y del egoísmo; un corazón que renuncia a la violencia y abraza la Cruz, como signo de que el amor es más fuerte que la violencia y la muerte. Los cristianos están llamados a promover la paz desde la Paz que es Cristo: «El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestras particularidades que excluyen a los demás, para formar con nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido».
Estamos ante un tema clave para la ética cristiana. Esto pide, a todos los niveles, continuar con la “purificación de la memoria histórica” que tanto impulsó Juan Pablo II. No se trata de una táctica para calmar las críticas, sino de un aspecto esencial del cristianismo. Algo decisivo tanto para la Nueva evangelización, como para el diálogo interreligioso, como también para autentificar el testimonio de los creyentes en el mundo.