7/03/13

Carta del Prelado del Opus Dei (julio 2013)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!:

Hace dos días celebramos la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la fe, que derramaron su sangre por Cristo en Roma. En esta ciudad, san Pedro fijó su sede y coronó su vida terrena con el martirio. Y así, la Iglesia de Roma se convirtió en Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe. Agradezcamos a Dios este designio suyo, con el que ha querido asegurar a los cristianos en la doctrina revelada y garantizar de modo visible la unidad; y aprendamos a dar la vida, sabiendo morir cada día a nuestro yo.
Dios preparó la fundación de la Iglesia a lo largo de la historia de la salvación. Primero en el Antiguo Testamento, eligiendo a Israel como pueblo suyo; luego, en la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo muy amado que, con su encarnación, con su predicación, con sus milagros, y llamando a los Apóstoles, constituyó a los Doce para que continuaran su misión redentora. «Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz». Después, «consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cfr. Jn 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia». Como quería nuestro Padre, llenémonos de maravilla ante estos dos misterios y pidamos al Cielo una fe grande.
La Iglesia depende completamente del Verbo encarnado, a quien hace presente en el mundo hasta el fin de los tiempos; y está gobernada por el Espíritu Santo, que habita en su seno como en su templo. Agradezcamos y admiremos este vínculo profundo de la Iglesia con la Trinidad Santísima: es y somos el Pueblo santo de Dios, el Cuerpo místico de Jesucristo, la morada del Paráclito. Resulta lógico, pues, que después de profesar la fe en Jesucristo y en la divinidad del Espíritu Santo, en el Símbolo proclamemos el misterio de la Iglesia, a la que nos incorporamos por el Bautismo y en la que —como sacramento universal de salvación— se realiza la obra de nuestra santificación.
Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Esta profesión de fe, con la enumeración de las cuatro notas que califican intrínsecamente a la Iglesia y, al mismo tiempo, la manifiestan al exterior, es signo distintivo de la doctrina católica. Esas son las propiedades esenciales de la Iglesia, que derivan de su naturaleza, tal como la quiso Cristo. Y, al ser esenciales, son también notas, signos que la distinguen de cualquier otro tipo de reunión humana, aunque en estas otras se oiga pronunciar también el nombre de Cristo.
Afirmémonos en el carácter sobrenatural de la Iglesia; confesémosle a gritos, si es preciso, porque en estos momentos son muchos los que (...) se han olvidado de estas verdades capitales y pretenden proponer una imagen de la Iglesia que no es Santa, que no es Una, que no puede ser Apostólica porque no se apoya en la roca de Pedro, que no es Católica porque está surcada de particularismos ilegítimos, de caprichos de hombres.
Estas fuertes y claras consideraciones de san Josemaría se revelan —ocurrirá siempre así— muy actuales. Como se dolía recientemente el Papa Francisco, todavía hay quien dice hoy: «Cristo sí, la Iglesia no». Como los que dicen: «yo creo en Dios, pero no en los sacerdotes». Pero es precisamente la Iglesia la que nos lleva a Cristo y nos lleva a Dios; la Iglesia es la gran familia de los hijos de Dios. Cierto, también tiene aspectos humanos; en quienes la componen, pastores y fieles, existen defectos, imperfecciones, pecados (...), pero es bello que cuando nos damos cuenta de ser pecadores encontramos la misericordia de Dios, que siempre nos perdona; y nos concede su perdón por medio de la Iglesia, que es la depositaria de la palabra salvadora y de los sacramentos que nos santifican.
En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio —Iglesia purgante—, o con los que gozan ya —Iglesia triunfante— de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, trasciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa —en la tierra y en el cielo— alabándola como Madre.
San Josemaría, que día a día amó con locura a la Iglesia Santa, nos enseñó a comportarnos de igual modo. Desde el momento mismo de la fundación del Opus Dei, vio claro que para dar a Dios toda la gloria, para poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, el camino quedaba trazado con aquella aspiración: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! Hemos de llegarnos todos juntos a Jesús por María, en unidad de intenciones y de afanes con el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra. Y en Camino dejó escrito para todos los católicos: "Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam!..." —Me explico esa pausa tuya, cuando rezas, saboreando: creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica....
La Iglesia es una porque es «un pueblo reunido con la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», y esta unidad se configura mediante el triple vínculo de la fe, el culto —especialmente por la Eucaristía— y la comunión jerárquica. Al mismo tiempo, es católica, se halla abierta a todos los pueblos, a todas las razas, a todas las culturas. La abundante variedad de ritos litúrgicos, de tradiciones teológicas y espirituales, de disciplina, no sólo no perjudica en lo más mínimo esa unidad, sino que la manifiesta. Por eso, «reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y de verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica (cfr. Lumen gentium, n. 8) y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad», es preciso afirmar que la salvación se comunica a los hombres por medio de la Iglesia. «Creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace presente (cfr. Lumen gentium, n. 14). Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres».
¿Os hacéis cargo de lo hermosa que es nuestra fe católica? Como decía nuestro Padre, da solución a todas las ansias del corazón humano, al enseñar que la Santa Voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Para eso ofrece a sus fieles los medios de salvación; y, también por eso, el afán apostólico, el deseo de anunciar el conocimiento y el amor de Cristo a todas las personas, resulta connatural con la vocación cristiana. Nada puede dispensarnos de sentir esta responsabilidad, y hemos de pensar: ¿cómo me afecta? ¿En qué medida la pido para la humanidad entera?
Es cierto que «quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Sin embargo, el Señor quiere contar con nuestra cooperación en la tarea evangelizadora: cada uno en su propio ambiente ha de esforzarse cotidianamente por dar a conocer este mensaje salvador y colaborar en la aplicación de la obra redentora. Porque, como recalca san Josemaría, no hemos de olvidar que la conciencia puede culpablemente deformarse, endurecerse en el pecado y resistir a la acción salvadora de Dios. De ahí la necesidad de predicar la doctrina de Cristo, las verdades de fe y las normas morales; y de ahí también la necesidad de los Sacramentos, instituidos todos por Jesucristo como causas instrumentales de su gracia y remedios para las miserias consiguientes a nuestro estado de naturaleza caída.
«Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria».
Nos ha tocado vivir en una época en que la necesidad de trabajar en la edificación de la Iglesia se muestra más apremiante. No nos desanimemos ni demos paso al más pequeño pesimismo, ante el clima de relativismo y de indiferencia —más aún, de rechazo de Dios— que se extiende como una mancha de aceite por tantos lugares. Quienes deseamos tomarnos en serio nuestra fe, hemos de multiplicar gozosamente los esfuerzos por acercar las almas a Dios, a la Iglesia. No penséis que es una tarea de titanes: sólo hemos de hacer lo que está en nuestras manos, bien decididos a dirigir completamente nuestra existencia a Dios. El Paráclito actúa siempre en los corazones, suscitando en cada uno —quizá en los momentos más impensados— una sed ardiente de eternidad, de vida sobrenatural. Y nosotros —cada una y cada uno de nosotros— hemos de mostrarnos disponibles para secundar sus mociones. Ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino.
Insisto: llenémonos de confianza, sin dejar resquicios al desaliento. Nuestra época se nos presenta rebosante de posibilidades maravillosas para aprender y para propagar el bien. A diario se nos brindan ocasiones de demostrar nuestro cariño al Señor hablando de Él a quienes encontramos en nuestro camino. Redoblemos nuestra confianza en Él. ¡Dios es más fuerte!, exclama el Santo Padre. Y, ¿sabéis por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros, llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un estadio (...), en una noche oscura, una persona enciende una luz, se vislumbra apenas; pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada uno la propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.
Hagamos eco a estas palabras del Romano Pontífice, esforzándonos a diario para que en nuestro trabajo, en nuestra convivencia familiar, en las relaciones sociales, en las actividades deportivas, ¡en todo momento!, brille la luminaria de los seguidores de Jesucristo, alimentada por la oración y por la recepción frecuente de los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía.
Con motivo de la fiesta de san Josemaría, en todo el mundo se han elevado al Cielo muchas oraciones, especialmente el Santo Sacrificio de la Misa. Estad seguros de que, como repetía el queridísimo don Álvaro, han sido oraciones de ida y vuelta: el Señor nos las devuelve para que produzcan fruto en nosotros mismos y en nuestros amigos.
En las próximas semanas iré a Brasil, para acompañar al Santo Padre en la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará en Río de Janeiro a finales de julio. Luego, si Dios quiere, tengo el propósito de pasar brevemente por Chile, Uruguay y Argentina, para repetir de palabra a mis hijas e hijos, y a las demás personas que se benefician de la labor de la Prelatura, que la Iglesia espera mucho de todos; que el Papa Francisco, como los anteriores Romanos Pontífices, se apoya en todos y en cada uno para difundir el mensaje de Cristo en el mundo entero; así me lo manifestó en la audiencia que me concedió el pasado 10 de junio. Seguid rezando por su persona y por sus intenciones. Como en otras ocasiones, cuento con todos para que el Señor conceda abundantes frutos espirituales en las jornadas de Brasil y en los otros lugares adonde pienso luego ir. Todas estas circunstancias nos invitan a unirnos más seriamente al Sucesor de Pedro: debemos acompañarle filialmente, unidas y unidos a su persona y a su servicio a la Iglesia y a las almas.
El 7 de julio es el aniversario del día en que don Álvaro pidió la admisión en la Obra. A su intercesión encomiendo la fidelidad de todos a nuestra vocación cristiana. Luego, el 16, celebraremos la festividad de la Virgen del Carmen. A Ella acudo para que, con su mediación materna, nos llene de deseos de santidad y de afanes apostólicos.
Fecho esta carta en Zaragoza: he venido, invitado por el Arzobispo, para bendecir las esculturas de san Josemaría y del beato Juan Pablo II, que se expondrán para la veneración de los fieles en una iglesia de esta ciudad. Luego marcharé a Pamplona, donde permaneceré unos días antes de emprender el viaje a América. Seguid rezando por mis intenciones.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier