11/03/13

Carta del Prelado del Opus Dei (Noviembre de 2013)

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Dentro de pocas semanas termina el Año de la fe: el Santo Padre lo clausurará el próximo día 24, en la solemnidad de Cristo Rey. En esta circunstancia os invito a releer unas palabras que escribió nuestro Padre en una de sus homilías: al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios?.

La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos hoy, y la conmemoración de los fieles difuntos, mañana, constituyen una invitación a tener presente nuestro destino eterno. Estas fiestas litúrgicas reflejan los últimos artículos de fe. En efecto, «el Credo cristiano —profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora— culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna».

En pocas palabras, el Credo resume los novísimos o postrimerías, las cosas últimas —a nivel individual y a nivel colectivo— que acaecerán a cada persona y al universo entero. Ya la recta razón es capaz de intuir que, tras la vida terrena, hay un más allá en el que se restablecerá plenamente la justicia, tantas veces violada aquí abajo. Pero sólo a la luz de la revelación divina —y, especialmente, con la claridad de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo— estas verdades adquieren contornos nítidos, aunque continúen envueltas en un velo de misterio.

Gracias a las enseñanzas de Nuestro Señor, las realidades últimas pierden el sentido tétrico y fatalista que muchos hombres y mujeres han tenido y tienen a lo largo de la historia. La muerte corporal es un hecho evidente a todos, pero en Cristo adquiere un sentido nuevo. No es sólo una consecuencia de ser criaturas materiales, con un cuerpo físico que naturalmente tiende a la disgregación, y no se queda tan sólo —como ya revelaba el Antiguo Testamento— en un castigo del pecado. Escribe san Pablo: para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia. Y en otro momento añade: podéis estar seguros: si morimos con Él, también viviremos con Él. «La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor».

La Iglesia es Madre en todo momento. Nos regeneró en las aguas del Bautismo comunicándonos la vida de Cristo y, al mismo tiempo, la promesa de la inmortalidad futura; luego, mediante los demás sacramentos —especialmente la Confesión y la Eucaristía— se ocupó de que ese "estar" y "caminar" en Cristo se desarrollara en nuestras almas; después, cuando llega la enfermedad grave y, sobre todo, en el trance de la muerte, se inclina de nuevo sobre sus hijas e hijos y nos fortalece mediante la Unción de los enfermos y la Comunión a manera de viático: nos provee de todo lo necesario para afrontar llenos de esperanza y de paz gozosa ese último viaje que terminará, con la gracia de Dios, en los brazos de nuestro Padre celestial. Se explica así que san Josemaría, como tantos santos antes y después de él, hablando de la muerte cristiana, haya escrito unas palabras claras y optimistas: no tengas miedo a la muerte. —Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. —No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. —¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!.

Me viene el pensamiento de tantas personas —mujeres y hombres del Opus Dei, y parientes suyos, amigos y cooperadores— que en estos momentos están a punto de rendir el alma a Dios. Para todas y para todos pido la gracia de un tránsito santo, lleno de paz, en estrecha identificación con Jesucristo. El Señor resucitado es la esperanza que nunca decae, que no defrauda (cfr. Rm 5, 5) (...). Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en el corazón no se realizan. Nuestra esperanza de cristianos es fuerte, segura, sólida en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel.

Os propongo que, a lo largo de este mes dedicado a los fieles difuntos, releáis y meditéis los párrafos que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica a los novísimos. Sacaréis motivos de esperanza y de optimismo sobrenatural, y un impulso nuevo en la pelea espiritual de cada jornada. Incluso las visitas a los cementerios, que en estas semanas se repiten como una tradición piadosa en muchos lugares, pueden convertirse en ocasiones para que quienes tratamos apostólicamente consideren las verdades eternas, y busquen más y más a este Dios nuestro que nos sigue y nos llama con ternuras de Padre.

Con la muerte concluye el tiempo de realizar buenas obras y de merecer ante Dios, e inmediatamente tiene lugar el juicio personal de cada uno. En efecto, forma parte de la fe de la Iglesia que «cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre».

La materia principal de este juicio versará sobre el amor a Dios y al prójimo, manifestado en el cumplimiento fiel de los mandamientos y de los deberes de estado. Hoy día, mucha gente elude considerar esta realidad, como si así pudieran evitar el justo juicio de Dios, que siempre está impregnado de misericordia. Los hijos de Dios no debemos tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, como se expresaba san Josemaría. Si estamos firmemente anclados en nuestra fe; si acudimos al Señor, contritos, en el sacramento de la Penitencia, después de haberle ofendido o para purificar nuestras imperfecciones; si recibimos con frecuencia el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, no habrá lugar para temer ese momento. Consideremos lo que escribió nuestro Padre hace muchos años: "Me hizo gracia que hable usted de la «cuenta» que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino simplemente Jesús". —Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo.

Además —y es para llenarse de mayor gozo—, tampoco después de la muerte la Iglesia abandona a sus hijos: en cada Misa intercede, como buena Madre, por las almas de los fieles difuntos, para que sean admitidas en la gloria. Especialmente en noviembre, su solicitud le impulsa a intensificar los sufragios. En la Obra —partecica de la Iglesia— hacemos amplio eco a ese deseo, cumpliendo con cariño y agradecimiento las recomendaciones de san Josemaría para estas semanas, ofreciendo con generosidad el Santo Sacrificio y la Sagrada Comunión por los fieles del Opus Dei, por nuestros parientes y cooperadores difuntos, y por todas las almas del Purgatorio. ¿Veis cómo la consideración de los novísimos no tiene nada de triste, sino que es fuente de gozo sobrenatural? Con plena confianza aguardamos la llamada definitiva de Dios y la consumación del mundo en el último día, cuando Cristo vendrá acompañado de todos los ángeles a tomar posesión de su reino. Entonces tendrá lugar la resurrección de todos los hombres y de todas las mujeres que han poblado la tierra, desde el primero hasta el último.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que éste «ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana». Por eso, desde el principio, encontró incomprensiones y oposiciones. Ocurre que «se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?». Y realmente así sucederá al final de los tiempos, por la omnipotencia de Dios, como afirma explícitamente el Símbolo Atanasiano: «Todos los hombres resucitarán con sus cuerpos, y cada uno rendirá cuenta de sus propios hechos. Y los que hicieron el bien gozarán de vida eterna, pero los que hicieron el mal irán al fuego eterno».

La condescendencia amorosa de nuestro Padre Dios causa maravilla. Nos creó como seres compuestos de alma y cuerpo, de espíritu y materia, y es su designio que así volvamos a Él, para gozar eternamente de su bondad, de su belleza, de su sabiduría, en la vida futura. Una criatura nos ha precedido en esta resurrección gloriosa, por singular designio del Señor: la Santísima Virgen, Madre de Jesús y Madre nuestra, asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo. ¡Otro motivo más de esperanza y de confiado optimismo!

Tengamos muy presentes estas promesas divinas, que no pueden fallar, sobre todo en los momentos de dolor, de cansancio, de sufrimiento... Fijaos cómo se expresaba san Josemaría, predicando en una ocasión sobre los novísimos: Señor, creo que resucitaré; creo que mi cuerpo volverá a unirse con mi alma, para reinar eternamente contigo: por tus méritos infinitos, por la intercesión de tu Madre, por la predilección que has tenido conmigo. Deseo que no penséis que esta carta es, en el menor grado, pesimista; al contrario, nos trae a la memoria que nos aguarda el abrazo de Dios, si somos fieles.

Después de la resurrección de los muertos tendrá lugar el juicio final. Nada cambiará respecto a lo que ya fue decidido en el juicio particular, pero entonces «nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final —concluye el Catecismo de la Iglesia Católica— revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte».

Naturalmente, nadie sabe cuándo ni cómo sobrevendrá este último acontecimiento de la historia, ni la renovación del mundo material que lo acompañará: es algo que Dios tiene reservado en su providencia. A nosotros nos corresponde velar, porque —como muchas veces anunció el Señor— no sabéis el día ni la hora.

En una de las catequesis sobre el Credo, el Papa Francisco exhorta a que la meditación del juicio jamás nos dé temor, sino que más bien nos impulse a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia y paciencia este tiempo para que aprendamos cada día a reconocerle en los pobres y en los pequeños; para que nos empleemos en el bien y estemos vigilantes en la oración y en el amor. La meditación de las verdades eternas se hace más sobrenatural en nosotros por el santo temor de Dios, don del Espíritu Santo que nos impulsa —como comentaba san Josemaría— a aborrecer el pecado en todas sus formas, pues es lo único que puede alejarnos de los planes misericordiosos de nuestro Padre Dios.

Hijas e hijos míos, consideremos a fondo estas verdades últimas. Aumentará así nuestra esperanza, nos llenaremos de optimismo ante las dificultades, nos levantaremos una y otra vez de nuestras pequeñas o no tan pequeñas caídas —Dios no nos niega su gracia—, ante el pensamiento de la bienaventuranza eterna que Jesucristo nos ha prometido, si le somos fieles. «Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha».

El cielo: "ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a hombre por pensamiento las cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman".

¿No te empujan a luchar esas revelaciones del apóstol?. 

Me atrevo a añadir: ¿piensas con frecuencia en el cielo? ¿Eres persona llena de esperanza, pues el Señor te ama con su infinitud? Elevemos el corazón a la Santísima Trinidad, que no deja ni dejará jamás de acompañarnos.

Recibisteis la noticia de que el 18 de octubre el Santo Padre me recibió en audiencia. ¡Qué bien se está con el Papa! Manifestó su afecto y su agradecimiento a la Prelatura por la labor apostólica que realiza en todo el mundo. Un motivo más, hijas e hijos míos, para que no aflojemos en la oración por su persona, sus intenciones, sus colaboradores. Hace pocos días leíamos en una de las lecturas de la Misa cómo Aarón y Jur sostuvieron los brazos de Moisés desde la mañana hasta la noche, para que el guía de Israel pudiera interceder sin cansancio por su pueblo. Es tarea nuestra y de todos los cristianos sostener al Romano Pontífice, con nuestra oración y con nuestras mortificaciones, en el cumplimiento de la misión que Jesucristo le ha encomendado en la Iglesia.

El próximo día 22 se cumple un nuevo aniversario de cuando san Josemaría, durante la travesía de los Pirineos en 1937, encontró la rosa de Rialp. Ocurrió en la jornada siguiente a la fiesta de la Presentación de Nuestra Señora, y nuestro Padre interpretó aquel hallazgo como una señal de que el Cielo quería que continuase su camino, para seguir desarrollando libremente su ministerio sacerdotal en lugares donde se respetaba la libertad religiosa: otra invitación de la Virgen a que la tratemos más.

Seguid rezando por mis intenciones. En estos días, encomendad especialmente a los hermanos vuestros que el día 9 recibirán el diaconado. Preparémonos para la solemnidad de Cristo Rey con la esperanza y el optimismo que la meditación de las verdades eternas hace crecer en nuestros corazones. Y demos gracias a Nuestro Señor por el nuevo aniversario de la erección pontificia de la Prelatura del Opus Dei, el próximo día 28.

Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier