Luis Javier Moxó Soto
¿Quién no desea para sí la mirada que Zaqueo recibió de Cristo, que relata el evangelio de este domingo (Lc 19, 1-10)? Dice San Agustín de Zaqueo que fue mirado y entonces vio. El que fuera jefe de publicanos y rico, por tanto despreciado como pecador, se subió a un árbol lleno de curiosidad por ver a Jesús, y dejó que Su presencia, Su mirada y Su voz entraran en él a través de una forma ingenua y sencilla. Sobreponiéndose a la bajura de su propia mirada, la de Jesús le atravesó y conmovió del todo. Ya nada podía ser igual. Cambió su vida porque todo lo que hiciera luego estaba en relación, siempre nueva, con aquel encuentro tan intenso y único.
Las otras lecturas con que comenzamos esta 31ª semana del Tiempo Ordinario también están muy relacionadas. El Señor está cerca de los que lo invocan sinceramente (Sal 144). Esto lo vivió en su búsqueda Zaqueo y que el Señor pasa por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan (Sab 11, 22-12, 2). Todo fue para que el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en él (Cf. 2 Tes 1, 11-2, 2). Así Zaqueo, Mateo, María Magdalena, la Samaritana y otros que entraron en relación con Jesucristo, son motivo para hacer memoria de la experiencia de Su Presencia y de nuestro cambio frente a Él. Nos mira y entonces podemos vernos y ver.
¿Podemos vivir siendo presencia de Cristo? D. Julián Carrón, presidente de Comunión y Liberación, nos dice que presencia es realizar la comunión con Cristo y entre nosotros, y que la presencia original que Zaqueo, [y esos otros mencionados] introducen en la realidad es una posición definida por esa comunión con Él generada por la conmoción de Cristo, que se comunica al decir sus nombres. Y cuando esto nos sucede a cada uno de nosotros, la comunión entre nosotros se expresa como presencia original, según nuestro origen.
El Papa Francisco nos da ejemplo al considerarseun pecador mirado por Dios, y nos dice que Jesús mira a las personas con misericordia y ternura, cambiándolas por dentro: Y los pecadores, publicanos y pecadores, sentían... pero, Jesús los había mirado y aquella mirada de Jesús sobre ellos creo que fue como un soplo sobre las brasas, y ellos sintieron que había fuego dentro, aun, y que Jesús los hacía subir, les devolvía la dignidad. La mirada de Jesús siempre nos hace dignos, nos da dignidad. Es una mirada generosa. Y es que nosotros, solo partiendo de una experiencia de la vida como la de los que fueron así mirados por Cristo, podemos responder a la pregunta de cuál es nuestra tarea en el mundo: la experiencia viva de Cristo y de nuestra unidad. El objetivo de nuestra misión es la unidad total, que comienza con la misma vida de la comunidad cristiana en nuestro propio ambiente, saliendo al encuentro del prójimo sin miedos ni defensas. De este modo la presencia es original, nace de lo que nos ha sucedido, del encuentro con Cristo, tan real como imprevisto y sorprendente.
La fe es un camino de la mirada. Cristo sigue viniendo hoy a buscar, mirar y salvar a quien tiene perdido su mirar. El siervo de Dios Luigi Giussani nos dice: “A través de una verdadera y objetiva experiencia es cómo los hombres se dieron cuenta de la presencia de Dios en el mundo... La presencia de Cristo en su Iglesia se manifiesta en la historia del hombre consciente, a través de una verdadera y objetiva experiencia. También el encuentro con la comunidad cristiana o la verificación de su mensaje, es experiencia verdadera, objetiva...” Nuestro trabajo, entonces, consiste en reconocer y vivir a Cristo, nuestra propia identidad, dentro de la vida cotidiana, con Su mirada, Su voz, Su intensidad, Su conmoción por todo y por todos, para poder comunicarle con la caridad de nuestro testimonio, exponiendo delante de todos Su paso por nuestra vida, como Zaqueo. Así, podremos asumir nuestra condición existencial hasta que podamos decir, con San Pablo, y con los mártires del siglo XX en España, cuya memoria celebramos el 6 de noviembre: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gál, 2, 20). Dependemos constantemente de Aquel que nos hace.