Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Aún resuenan en nuestra alma, en esta tierra nuestra, las palabras de los ángeles a los pastores de Belén, que hemos meditado en la pasada Navidad: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace. La glorificación de Dios por la encarnación y el nacimiento de su Hijo Unigénito se encuentra indisolublemente unida a la paz y fraternidad entre las criaturas humanas. Si podemos y debemos llamarnos hermanos, se debe concretamente a que todos somos hijos de un mismo Padre, Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza, y porque el Verbo divino, al encarnarse como Cabeza de la humanidad, nos ha rescatado del pecado otorgándonos el don de la filiación divina adoptiva. Esta es la gran noticia que el ángel anunció en Belén no sólo a los hijos de Israel, sino a todos los hombres y mujeres: mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo.
La contemplación de Jesús en brazos de María, bajo la atenta mirada de José, ha llenado por completo nuestros pensamientos en estas fiestas santas. Al mirar atentamente a ese niño inerme, Creador de cielos y tierra, Verbo eterno de Dios que se ha hecho en todo igual a nosotros, excepto en el pecado, hemos prorrumpido en actos de adoración y en acciones de gracias, con la conciencia de que nunca pagaremos lo mucho que nos ama. Continuemos así en el año nuevo y siempre, acogiendo la repetida invitación de san Josemaría: ut in gratiárum semper actióne maneámus. Permanezcamos en una acción de gracias constante, por todos los beneficios que el Señor nos ha dispensado y nos dispensará: los conocidos y los que no conocemos, los grandes y los pequeños, los espirituales y los materiales, los que nos han causado gozo y los que quizá nos han producido un amago de tristeza. Con nuestro Padre os insisto, y me lo digo a mí mismo: demos gracias por todo, porque todo es bueno.
Comenzamos la segunda parte del tiempo de Navidad con la solemnidad de la Maternidad divina de María. Nuestra mirada se fija ahora con mayor atención en esa criatura sin par que de ese modo tan sencillo —ecce ancílla Dómini— dio paso a la encarnación del Verbo y nos ha convertido en hijos de Dios en Jesucristo; hermanos con una fraternidad más fuerte que la del común origen de Adán y Eva. ¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —"fiat"— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas. Se realiza así una de las más profundas aspiraciones del corazón humano: un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
Querer a nuestros semejantes con verdadero amor fraterno, constituye una de las características esenciales del mensaje cristiano. Lo subrayó el mismo Jesús a los Apóstoles: un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como Yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos. Y comenta nuestro Padre: es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos. ¿Tú y yo qué hacemos? ¿Cómo rezamos por todos los pueblos? ¿Cómo nos interesa su vida?
El mandamiento nuevo del Señor ayuda a comprender que la fraternidad cristiana no se reduce a mera solidaridad, no se queda en cuestión de afinidades de carácter, de intereses comunes, de simpatía meramente humana. Busca descubrir a Cristo en los demás; más aún, lleva a parecerse más y más a Él, hasta poder afirmar que somos alter Christus, otros Cristos; ipse Christus, el mismo Cristo. Esta aspiración se traduce en amar y servir a nuestros semejantes como el Señor los sirve y los ama.
Los dos aspectos —ver a Cristo en los demás y mostrarse como una transparencia de Cristo— se complementan mutuamente. Así se evita de raíz el peligro de querer al prójimo principalmente por su valía humana, por sus buenas cualidades, por los beneficios que nos reporta y, en cambio, dejar a otros de lado cuando descubrimos sus defectos y limitaciones, los aspectos menos agradables de su personalidad. Si esa tentación se presentase alguna vez, habría que poner la mirada de nuestra alma en Jesús, manso y humilde, que se desvive en todo momento y en cualquier ocasión por los hombres, que no rechaza a nadie, que sale al encuentro de los pecadores para reconducirlos a Dios.
Esta fraternidad procede de la fe y del ejercicio de la libertad personal. Porque la libertad cristiana nace del interior, del corazón, de la fe, pero no es algo meramente individual, sino que tiene manifestaciones exteriores. Entre ellas —escribe san Josemaría—, una de las más características de la vida de los primeros cristianos: la fraternidad. La fe —la magnitud del don del Amor de Dios— ha hecho que se empequeñezcan hasta desaparecer todas las diferencias, todas las barreras: ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre, ni de mujer: porque todos sois una cosa en Cristo Jesús (Gal 3, 28). Ese saberse y quererse de hecho como hermanos, por encima de las diferencias de raza, de condición social, de cultura, de ideología, es esencial al cristianismo.
En la primera evangelización, la que se llevó a cabo después de la Ascensión del Señor a los cielos, la caridad fraterna —de modo especial con los más necesitados física o espiritualmente, e incluso con los perseguidores— fue uno de los elementos determinantes de la rápida expansión del cristianismo: «¡Mirad cómo se aman!», pone Tertuliano en boca de aquellos paganos, deslumbrados por el mensaje de Cristo. Y añade: «Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse unos a otros».
Nunca como en nuestros días la comunicación entre las personas ha sido más fácil, rápida y completa. Esta realidad debería favorecer también el sentido de la unidad entre todos los hombres. Sin embargo, como escribió Benedicto XVI, «la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna».
San Josemaría predicó incansablemente —como ya he recordado— la importancia capital del mandamiento nuevo, que hizo poner por escrito en un cuadro, en la primera labor apostólica del Opus Dei, la Academia DYA, hace ochenta años. Pero ya antes, en el hogar familiar, había aprendido a servir a los demás olvidándose de sí mismo. El ejemplo profundamente cristiano de sus padres facilitó que en su corazón —primero, de niño; luego de adolescente y de joven— arraigara el sentido de la fraternidad con todos, manifestada en acciones concretas: dar limosna a los necesitados, ayudar a los compañeros en las tareas escolares, mostrarse disponible ante las necesidades espirituales de los demás...
Estas y otras muchas lecciones de su vida pueden servirnos para preparar mejor la fiesta del 9 de enero, aniversario de su nacimiento. Esa fecha nos recuerda que el Señor eligió a san Josemaría para que fuera el padre y patriarca de esta familia espiritual, el Opus Dei —una familia sin confines de raza, lengua o nación—, que iba a nacer en el seno de la Iglesia. Con su paternidad, empapada de cariño y de entrega, nuestro Padre nos mostró un rayo de la paternidad divina con todos los hombres, al tiempo que nos enseñaba a ser buenos hijos de Dios viviendo una delicada fraternidad en la Obra y con todas las personas.
Precisamente a este tema dedica el Papa Francisco su mensaje para la Jornada mundial de la paz. Ya en sus primeras líneas afirma algo muy importante, que os he señalado al recordar la vida de nuestro Fundador. Normalmente —precisa el Papa—la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la paz[.
Todo lo que se haga en favor de la familia —defendiendo su naturaleza fundada en el designio divino, su unidad y su apertura a la vida, su originaria vocación de servicio— repercute de modo positivo en la configuración de la sociedad y en las leyes que la regulan. Recemos a diario por las familias del mundo y por los legisladores, al tiempo que cada una y cada uno se empeña, dentro de sus posibilidades, en la defensa y promoción de esta institución natural tan necesaria para la buena marcha de la vida social. Y recemos especialmente durante los próximos meses, en preparación de la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, que el Papa ha convocado para octubre con el objeto de estudiar cómo acometer la nueva evangelización en el campo de la vida familiar.
En los días pasados, meditando una vez más las homilías de nuestro Padre —os recomiendo que volváis una vez y otra sobre esos textos, que enriquecerán vuestra vida interior—, me he detenido en unas palabras que expresan con mucha claridad el porqué del nacimiento de Jesús. Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios.
Sentirse hermanos unos de otros, y comportarse como tales, es don divino. La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cfr. Mt 6, 25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo —prosigue el Papa—,la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y resurrección. La cruz es el "lugar" definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (cfr. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
Por ser un don de Dios, la promoción de la fraternidad lleva también consigo una tarea que el Señor encomienda a cada uno, y de la que no podemos desentendernos. Con un realismo sano, que nada tiene que ver con una actitud pesimista, nuestro Fundador escribía que la vida no es una novela rosa. La fraternidad cristiana no es algo que venga del Cielo de una vez por todas, sino una realidad que ha de ser construida cada día. Y que ha de serlo en una vida que conserva toda su dureza, con choques de intereses, con tensiones y luchas, con el contacto diario con personas que nos parecerán mezquinas, y con mezquindades de nuestra parte.
No puedo dejar de mencionar aquí al queridísimo don Álvaro. En cierto modo, podemos considerar este año 2014 como el año de don Álvaro, ya que en marzo conmemoraremos el centenario de su nacimiento y más tarde esperamos asistir, llenos de gozo, a su beatificación. Aquí se nos ofrece, hijas e hijos míos, un nuevo motivo de agradecimiento a Dios y una invitación a que nos preparemos lo mejor posible para estos grandes eventos. Vivamos más a fondo el espíritu de filiación y la fraternidad.
Sabéis que el Papa me recibió en audiencia el 23 de diciembre. Además de impartir la bendición apostólica a todos los fieles de la Prelatura —laicos y sacerdotes, y especialmente a los enfermos—, nos ha animado a seguir trabajando apostólicamente en todos los países donde residen fieles de la Obra. De modo específico, nos ha alentado a realizar un fecundo apostolado de la Confesión, que es el sacramento de la misericordia de Dios.
Inmediatamente después de la Navidad, he realizado un breve viaje a la tierra donde vivieron Jesús, María y José. Además de impulsar a vuestras hermanas y a vuestros hermanos que allí trabajan, he visitado las obras de Saxum, la futura casa de retiros y de otras actividades que se ha comenzado a construir en memoria de don Álvaro, como acordó el Congreso General electivo de 1994. Recemos con ilusión y perseverancia para que vayan a buen ritmo, y procuremos colaborar de algún modo, según las circunstancias personales, en la búsqueda de los fondos necesarios. ¡Cómo me ilusiona el pensamiento del bien espiritual que se realizará por medio de ese instrumento apostólico!
Como siempre, me hubiera gustado, ¡siempre más!, pasar estas fiestas a vuestro lado: las he vivido así, llevándoos a todas y a todos al Tabernáculo y al portal de los nacimientos de estos Centros. No dejéis de presentar al Niño Dios todas mis intenciones: yo he dejado a sus pies las vuestras.
Con todo cariño, os envío mi bendición para este nuevo año.
vuestro Padre
+ Javier