1/03/14

Votos sinceros para el Año Nuevo

Salvador Bernal


Desde la óptica cristiana de la Navidad, la gloria de Dios resulta inseparable de la paz entre los hombres, como anunciaron los ángeles a los pastores de Belén
      En su primera Navidad como papa, Francisco centró su mensaje, antes de la esperada bendición ‘urbi et orbi’, en la necesidad de superar tantos conflictos bélicos como azotan el planeta. No es un gesto rutinario, sino una exigencia profunda del espíritu cristiano. Se comprende, por eso, que se vayan publicando cartas de gratitud dirigidas al romano pontífice por conocidos líderes mundiales.
      Ciertamente, y a pesar de escaramuzas −incluidas las más recientes entre China y Japón−, no parece existir riesgo de una gran conflagración, cuando empezamos 2014, un año en que se recordará el centenario de la primera guerra mundial. Pero es lamentable que, cien años después, haya tantos conflictos no encauzados a pesar de la existencia de viejas y nuevas organizaciones internacionales, así como del reiterado magisterio eclesiástico, al menos desde finales del siglo XIX.
      Desde la óptica cristiana de la Navidad, la gloria de Dios resulta inseparable de la paz entre los hombres, como anunciaron los ángeles a los pastores de Belén. Porque −lo recordaba Francisco−, la paz no es mero «equilibrio de fuerzas opuestas». Como tampoco «pura “fachada”, que esconde luchas y divisiones». Pero los seres humanos no acabamos de convencernos de que la guerra crea muchos más problemas de los que supuestamente tendría que resolver. ¿Cómo no recordar el grito de Juan Pablo II ante la invasión de Iraq, hoy tristemente profético?
      Pero no son sólo las guerras civiles y regionales. No se puede olvidar tampoco la presencia de altas dosis de violencia, especialmente en países donde se mantienen demasiadas desigualdad sociales, o la fuerza organizada −bandas, mafias, cárteles− desafían el monopolio de la violencia de un débil y quizá corrupto Estado. Pienso en México y en Colombia, azotada ésta por la guerrilla desde tiempo inmemorial. Pero, junto a su frontera occidental, el Observatorio Venezolano de Violencia estima que este año terminará con más de 24.700 muertos de forma violenta: un índice de 79 asesinatos por cada 100.000 habitantes, forzosamente dramático, aunque ese organismo hable de desaceleración. Tampoco faltan dosis de violencia y terrorismo en la órbita arabigo-musulmana, incluyendo la incierta evolución de Libia, Egipto y Turquía (con la no cerrada amenaza de la cuestión kurda).
      Como es natural, en la prensa −y en el mensaje del papa el día de Navidad− están más presentes los grandes conflictos: Siria, la República Centroafricana, Sudán del Sur, Nigeria, Palestina Son innumerables los desplazados y refugiados, también en el Cuerno de África y en el este de la República Democrática del Congo. La huida provoca tragedias como las de Lampedusa, que Francisco no quiere ni puede olvidar. Más lejanas van quedando en la memoria colectiva los dramas de Chechenia o los Balcanes, en gran medida superados gracias a la fortaleza de la Unión Europea, aunque sigamos lamentando con frecuencia la débil diplomacia común.
      Si Pío XII tenía como lema el opus iustitiae paxPablo VI acuñó la expresión del desarrollo como nuevo nombre de la paz. Juan Pablo II amplió ese camino hacia el opus solidaritatis. En todo caso, nunca la agustiniana tranquilitas ordinis procederá de inciertas soluciones militares, aunque siga vigente, por la condición humana, el emblemático si vis pacem para bellum. El futuro no será castrense, sino político y social. Y, en el plano cristiano, habrá que atender a los criterios fuertes sobre La fraternidad, fundamento y camino para la paz, título elegido por el Papa Francisco en su primer mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2014, por cierto, la número 47. Ante  todo, se impone superar el riesgo abúlico que para la vieja Europa marca la posible y rechazable «globalización de la indiferencia». De ahí también la necesidad de ese«redescubrimiento de la fraternidad en la economía» al que invita el obispo de Roma.