3/06/14

Carta del Prelado del Opus Dei

 (Marzo 2014)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

El mes de marzo tiene siempre una connotación especial, pues celebramos la Anunciación de Nuestra Señora y la solemnidad de san José: dos figuras que brillan por su fidelidad a los planes de Dios, que cumplieron plenamente lo que el Señor quería de ellos, porque sabían amar con totalidad.
Este año, además, conmemoramos el centenario del nacimiento de don Álvaro y el vigésimo aniversario de su dies natális, de su tránsito al Cielo. En su existencia brilla como una perla de primera magnitud esta virtud sobrenatural y humana. Luego, el día 28, el aniversario de la ordenación sacerdotal de nuestro Padre nos habla también de lealtad íntegra a la llamada divina: una fidelidad intangible, firme, virginal, alegre, indiscutida, a la fe, a la pureza y al camino. Es lógico, pues, que —haciendo un profundo y agradecido examen personal— consideremos en estas semanas cómo es nuestra respuesta a la llamada divina que cada una, cada uno, ha recibido.
El comienzo de la Cuaresma, ya próximo, nos impulsa a caminar decididamente por esta senda; un tiempo litúrgico que nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión?. Cultivemos, también en los otros momentos del año, una oración más intensa, una mortificación más generosa, la práctica frecuente de las obras de misericordia espirituales y corporales, que, en cuanto actos informados por la fe y la caridad, constituyen un impulso poderoso para nuestros deseos de fidelidad. No es cuestión de sentimientos, sino la vibración propia del alma enamorada, aunque llegue el cansancio, el peso del pobre yo.
Faltan pocas jornadas para el centenario del nacimiento del queridísimo don Álvaro. Desde que comenzó el año, hemos tenido muy presente esa fecha, el 11 de marzo, con la mirada puesta en el ejemplo de este hijo de san Josemaría, entregado sin reservas, que supo encarnar admirablemente el espíritu del Opus Dei. El decreto con el que la Iglesia reconoce sus virtudes afirma que la más característica en él fue una «fidelidad indiscutible, sobre todo, a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad; fidelidad a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación cristiana en cada momento y en cada circunstancia de la vida». Y concluye que la vida de don Álvaro es «ejemplo de caridad y de fidelidad para todos los cristianos».
La fidelidad del ser humano se halla íntimamente unida a la de Dios, que es fiel en todas sus palabras, y piadoso en todas sus obras. La Sagrada Escritura, al presentar la historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás (...). Nace así, en relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede venir de Dios.
La figura de don Álvaro se inscribe en esa larga cadena de hombres leales a Dios —desde Abrahán y Moisés hasta los santos del Nuevo Testamento— que buscaron dedicar toda su existencia a la realización del proyecto recibido. Nada pudo apartarlos ni un ápice del querer divino: las dificultades externas o internas, los sufrimientos, las persecuciones..., porque estaban firmemente anclados en la Voluntad amabilísima del Señor.
Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. Y es que, como decía Benedicto XVI, «la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor».
Siempre que se cumplía algún aniversario importante, don Álvaro solía dirigirse al Señor con esta oración: «Gracias, perdón, ayúdame más». Nada más lógico suponer que de igual modo hubiera reaccionado en la efemérides de su centenario. Esas palabras componen una oración excelente para dirigirnos a la Trinidad Santísima: agradeciendo los beneficios recibidos —¡son tantos!, muchos más de los que podemos imaginar—; pidiendo perdón por nuestras faltas y pecados; solicitando su ayuda para continuar sirviendo —más y mejor— como siervos buenos y fieles.
Años atrás, en otro aniversario de esta fecha, don Álvaro se detenía en un recuento del tiempo transcurrido. Sus consideraciones pueden servirnos para hablar también nosotros con Dios; sobre todo cuando, por el motivo que sea, resalten ante los ojos nuestros fallos y debilidades de modo más patente. Eran y son expresiones que llenan de esperanza. «Al contemplar el calendario de mi vida —decía—, pienso en las hojas pasadas. Son pasadas, pero no se han tirado a la papelera, porque permanecen ante los ojos de Dios. ¡Tantos beneficios del Señor! Ya antes de nacer, me preparó una familia cristiana piadosa, que me proporcionó una buena formación. Luego, tantos sucesos que señalaron mi existencia. Por encima de todos, el encuentro con nuestro Padre, que cambió mi vida por completo, de forma rapidísima. Y los casi cuarenta años de contacto íntimo y constante con nuestro Fundador...».
También a nosotros nos sigue el Señor con paciencia infinita, durante años, meses, semanas, perdonándonos, ayudándonos, impulsándonos. Además, aunque muchos no hayáis conocido a nuestro Padre mientras se encontraba físicamente aquí abajo, todos podéis conocerle y tratarle gracias a sus escritos y a la conversación confiada que desea mantener con cada una, con cada uno, desde el Cielo. Ha dejado en nuestras manos —con el espíritu del Opus Dei— la posibilidad bien concreta de ser santos, viviendo a fondo este camino, que el Señor ofrece a muchas personas. Con la ayuda de Dios, con la intercesión de María Santísima y de san José, de san Josemaría y de tantas personas que ya lo han recorrido hasta el fin..., póssumus, también nosotros podemos culminar esta senda.
El 19 de marzo, solemnidad de san José, nos habla también de renovar la entrega al servicio de Dios y de las almas. El Señor ha llamado a todos los cristianos desde la eternidad para que nos identifiquemos con Jesucristo. Y san José es, después de María Santísima, la criatura que mejor ha respondido a esta convocación: es el siervo prudente y fiel, a quien el Señor puso al frente de su familia. Por eso, es patrono de la Iglesia y del Opus Dei, y es modelo para todos los discípulos de Jesús.
Don Álvaro fue —no me cansaré de repetirlo— un hombre fiel: un cristiano, un sacerdote, un obispo fiel. San Josemaría comentaba: querría que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones —humanamente hablando— de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables. Por motivos sobrenaturales, no por virtud humana. Sería muy bueno que le imitaseis en esto.
Su continua perseverancia, completamente sobrenatural, hundía sus raíces en la virtud humana de la lealtad, que aprendió ya en el hogar de familia desde pequeño y que, luego, fue desarrollando con el transcurso de los años. ¡Cuán necesaria es esta virtud! Muchas personas no se dan cuenta de que, cuando está ausente, no es posible la confianza mutua y se hace prácticamente imposible la convivencia ordenada, fructífera, en el mismo entramado social. «Seamos, pues, fieles, hijas e hijos míos. Con aquella fidelidad sobrenatural que es al mismo tiempo lealtad humana, virtud propia de mujeres y de hombres maduros, que han dejado de lado las actitudes infantiles y se comportan con sentido de responsabilidad, fieles a sus compromisos».
¡Lealtad! ¡Fidelidad! ¡Hombría de bien! En lo grande y en lo pequeño, en lo poco y en lo mucho. Querer luchar, aunque a veces parezca que no podemos querer. Si viene el momento de la debilidad, abrid el alma de par en par, y dejaos llevar suavemente: hoy subo dos escalones, mañana cuatro... Al día siguiente, quizá ninguno, porque nos hemos quedado sin fuerzas. Pero queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir.
Es preciso gobernar, templar el corazón y los sentimientos, mediante la razón iluminada por la fe. «Pueden ayudarnos a ser generosos con Dios —escribió don Álvaro—, pero no deben constituir el único ni el principal motor de nuestra fidelidad, porque eso sería sentimentalismo, una deformación del amor verdaderamente peligrosa. Bastantes personas conceden excesiva importancia a los estados de ánimo. Cuentan mucho con el corazón y menos con la cabeza. Si tienen ganas, si les apetece, se consideran capaces de todo, fiados en su entusiasmo; si no, se desinflan. Nosotros hemos de estar prevenidos contra esta insidia (...). Sólo así advertiremos, en los momentos de prueba, que la infidelidad nunca responde a un motivo razonable».

Don Álvaro siguió muy de cerca, en primer lugar, la llamada del Señor. Dios le había dotado de cualidades humanas y sobrenaturales de relieve, y todo eso lo puso al servicio de la misión recibida. Es conocida la respuesta que dio al obispo de Madrid poco antes de recibir la ordenación sacerdotal. Le comentó don Leopoldo que, con sus títulos civiles y académicos de gran relevancia, don Álvaro era muy apreciado y respetado en el ambiente eclesiástico, donde debió realizar muchas gestiones por encargo de nuestro Padre. Pero, tras la ordenación sacerdotal —presagiaba el obispo— perdería esa consideración por parte de muchos. Don Álvaro le respondió que no le importaba: ya había entregado a Dios todo lo suyo —prestigio humano, proyectos, posibilidades profesionales— desde que respondió a la invitación del Cielo a santificarse en el Opus Dei. No le importaba el juicio de los hombres, sino el deseo de amar a Dios y de cumplir su Voluntad. Quiso ocultarse y desaparecer, como san Josemaría, para ser instrumento idóneo en el servicio a la Iglesia.
Su deseo de identificarse con el espíritu del Opus Dei se expresó gráficamente cuando fue designado como primer sucesor de san Josemaría. Afirmó que no habían elegido a Álvaro del Portillo, sino de nuevo a nuestro Fundador, que continuaba dirigiendo la Obra desde el Cielo. No veía en este modo de hablar y de proceder nada especial o fuera de lo común, pues se hallaba profundamente convencido de que Dios le había buscado para ser la sombra de nuestro Padre en la tierra; y luego, el conducto para comunicar gran parte de sus gracias a los fieles del Opus Dei y a tantos otros hombres y mujeres del mundo entero.
Vir fidélis multum laudábitur, el varón fiel será muy alabado. Con toda razón podemos aplicar esta frase de la Escritura al queridísimo don Álvaro. Así lo hizo Juan Pablo II en el telegrama que nos mandó el mismo día 23 de marzo de 1994, fallecimiento de tan buen Padre y Pastor. Mientras comunicaba a todos los fieles de la Obra su más sentido pésame, recordaba «con agradecimiento al Señor la vida llena de celo sacerdotal y episcopal del difunto, el ejemplo de fortaleza y de confianza en la Providencia divina que ha ofrecido constantemente, así como su fidelidad a la Sede de Pedro y su generoso servicio eclesial como íntimo colaborador y benemérito sucesor de (...) Josemaría Escrivá».
Otro estupendo aniversario que nos habla de esta virtud cristiana, al final del mes, es el de la ordenación sacerdotal de nuestro Fundador. Aquel 28 de marzo de 1925, nuestro Padre selló de un modo nuevo, sacramental, el compromiso de fidelidad que había ido cultivando desde que sintió los barruntos de la llamada divina, siendo aún adolescente. Lo mantuvo actual y operativo en todo momento, y al final de su carrera terrena podía asegurar: ¡No vaciléis nunca! Desde ahora os digo (...) que tenéis vocación divina, que Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No sólo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra cabeza reluce como un lucero.
También tiene su historia lo del lucero... Son esas grandes estrellas que parpadean por la noche, allá arriba, en la altura, en el cielo azulado y oscuro, como grandes diamantes de una claridad fabulosa. Así es de clara vuestra vocación: la de cada uno y la mía.
Sigamos rezando por la Iglesia y por el Papa, especialmente durante los ejercicios espirituales a los que acudirá. Yo comenzaré mañana el curso de retiro, para asistir luego al congreso con motivo del centenario de don Álvaro, organizado del 12 al 14 en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Y hoy administraré —con el gozo de siempre— el sacramento del diaconado a dos Agregados de la Prelatura, en la parroquia de San Josemaría. Pidamos al Señor que sean muy fieles a esta nueva llamada recibida, y extendamos esta oración a todos los seminaristas y clérigos del mundo entero.
No deseo acabar sin comunicaros que el 22, al celebrar la Santa Misa en la basílica de San Eugenio, para recordar el tránsito de don Álvaro al Cielo, estaré más unido si cabe a todas y a todos, pidiendo al Señor que nos haga enteramente fieles y que nos llene de su afán de almas, como con frecuencia recuerda el Papa. Apoyad, como siempre os digo, mis intenciones.

Con todo cariño, os bendice  vuestro Padre + Javier