La virtud de la fidelidad, fruto de la caridad y de la justicia, aparece a los ojos de las personas rectas revestida de una gran dignidad, pues es una participación de la fidelidad de Dios, que en la Sagrada Escritura se define a sí mismo como el Dios Fiel: no hay en Él deslealtad alguna, Justo y Recto: así es Él (Dt 32, 4). San Pablo lo asegura vigorosamente: fidelis autem Dominus est, qui confirmabit vos(2 Ts 3, 3). Y desea que sus perfecciones, todas, brillen en los santos y en quienes de veras se empeñan en alcanzar la meta de unión con la Trinidad. Santo Tomás de Aquino, a propósito de la Pasión de Cristo, se pregunta por la conveniencia de haber seguido ese camino; y argumenta que esa conveniencia era doble: en primer lugar, para remediar el mal en que había incurrido el hombre; y en segundo lugar, y no con menor utilidad, para servirnos de ejemplo, ya que ningún modelo de virtud está lejos de la Cruz[1].
La fidelidad de los santos los conduce a este anonadamiento que vence el mal; y les da fortaleza para seguir el ejemplo del Maestro, que con gozo infinito, como infinito fue su dolor, se entrega por nosotros. Ciertamente la fidelidad exige renuncia, pero lleva consigo la felicidad de la intimidad con Aquel que nos ha salvado y nos ha mostrado el camino que debemos seguir.
Pienso que por esta senda discurrió la existencia del próximo beato Álvaro del Portillo, mi veneradísimo predecesor al frente del Opus Dei. Precisamente ayer se cumplieron cien años de su nacimiento. El corazón de muchísimas personas en el mundo entero se alza lleno de agradecimiento a Dios, de quien proceden todos los bienes, por la ayuda recibida de este siervo bueno y fiel. Esta gratitud contiene, al mismo tiempo, una súplica ferviente a nuestra Madre del Cielo y el recurso a la intercesión de san Josemaría, para que nosotros −y todas las personas que se alimentan del espíritu del Opus Dei− sepamos caminar cotidianamente por la vía de la santidad anunciada por san Josemaría y seguida íntegramente por don Álvaro del Portillo. Una senda de fidelidad recorrida con serena alegría.
Las relaciones de este simposio analizarán varios aspectos de la figura de mi predecesor y de su influjo en la vida de la Iglesia, antes y después del Concilio Vaticano II. Centraré, por eso, mi intervención en el lema elegido por el congreso: vir fidelis multum laudabitur (Prv 28, 20), el varón fiel será muy alabado. En este sentido se pronunció el decreto sobre las virtudes heroica del venerable Álvaro del Portillo, emanado por la Congregación de las Causas de los Santos: «Estas palabras de la Escritura manifiestan la virtud más característica del Obispo Álvaro del Portillo: la fidelidad. Fidelidad indiscutible, sobre todo, a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad; fidelidad a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación cristiana en cada momento y en cada circunstancia de la vida»[2].
Esta frase de la Escritura fue elegida por san Josemaría para que se grabara en el dintel de la puerta del despacho donde don Álvaro trabajó durante cincuenta años; primero como Secretario General del Opus Dei, hasta el momento del tránsito de san Josemaría al Cielo. Luego, como Presidente General y más tarde Prelado, hasta su último día en esta tierra, el 23 de marzo de 1994. Siguiendo la costumbre del fundador, también don Álvaro trabajaba habitualmente en el despacho del Vicario General. Era −y lo sigue siendo ahora− un modo de subrayar la colegialidad, característica esencial del gobierno en el Opus Dei. Para quienes residimos en la sede central de la Prelatura, esas palabras constituyen un recordatorio continuo de nuestro servicio a la Iglesia, a la Obra y a las almas: olvidarnos completamente de nosotros mismos, con una fidelidad extremada al espíritu recibido de san Josemaría y con una dedicación total a la tarea que el Señor ha encomendado a cada uno.
A este propósito me parece oportuno citar un párrafo de una carta escrita por san Josemaría en mayo de 1962, cuando don Álvaro se hallaba hospitalizado. «Rezad −decía−, porque si, entre vosotros, hay muchos hijos míos heroicos y tantos que son santos de altar −no abuso nunca de estas calificaciones−, Álvaro es un modelo, y el hijo mío que más ha trabajado y más ha sufrido por la Obra, y el que mejor ha sabido coger mi espíritu. Rezad»[3]. Años más tarde, en 1973, con ocasión del cumpleaños de don Álvaro, aprovechando que el interesado no se hallaba presente, hizo este comentario: «Tiene la fidelidad que debéis tener vosotros a toda hora, y ha sabido sacrificar con una sonrisa todo lo suyo personal (...). Y si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez?, os responderé: sí, muchas veces ha sido heroico, muchas; con un heroísmo que parece cosa ordinaria»[4].
«Querría que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones −humanamente hablando− de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables. Por motivos sobrenaturales, no por virtud humana. Sería muy bueno que le imitaseis en esto»[5].
En marzo de 1994, en la homilía de la Misa por el eterno descanso del alma de don Álvaro, pronuncié unas palabras que, al cabo de veinte años, me parecen de gran actualidad. «Cuando se escriba su biografía, entre otros aspectos relevantes de su personalidad sobrenatural y humana, éste habrá de ocupar un lugar destacado: el primer sucesor del Beato Josemaría Escrivá en el gobierno del Opus Dei fue −ante todo y sobre todo− un cristiano leal, un hijo fidelísimo de la Iglesia y del Fundador, un Pastor completamente entregado a todas las almas y de modo particular a su pusillus grex, a la porción del pueblo de Dios que el Señor había confiado a sus cuidados pastorales, en estrecha comunión con el Romano Pontífice y con todos sus hermanos en el Episcopado. Lo hizo con olvido absoluto de sí, con entrega gustosa y alegre, con caridad pastoral siempre encendida y vigilante»[6].
Durante la primera Misa celebrada por el siervo de Dios después de su ordenación episcopal, el 7 de enero de 1991, al terminar la homilía añadió unas palabras que ponen claramente de relieve esa aspiración suya. Recordando a san Josemaría y la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, en 1944, manifestó: nuestro Padre repetía en aquella fecha, y siempre: oración, oración, oración; y yo, haciéndole eco, insistía: fidelidad, fidelidad, fidelidad, mientras me hallaba postrado sobre el pavimento de la Basílica de San Pedro. Que seamos fieles: ¡vale la pena! Lo único que vale la pena es llevar una vida coherente cuando hemos respondido que sí a Nuestro Señor. ¡Decidámonos a ser fieles!, ¡que se note![7].
1. Una fidelidad constantemente renovada
El Papa Juan Pablo II, cuya próxima canonización ya pregustamos, aseguraba que sólo puede hablarse de verdadera fidelidad cuando se ha superado la prueba más exigente: el paso del tiempo, que es capaz de desgastar las mejores intenciones. «Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dura a lo largo de toda la vida»[8]. Estas palabras se cumplieron plenamente en don Álvaro del Portillo. A lo largo de su dilatada existencia −rebosante de alegría por saberse hijo de Dios en Cristo− su fidelidad se fue acrisolando con el paso de las jornadas. Ya en los años de infancia y adolescencia cultivó en el hogar paterno −entre otras virtudes− la lealtad, base humana de la fidelidad. Educado por sus padres en una sólida vida de piedad cristiana, aprendió a ser coherente con los compromisos bautismales; al mismo tiempo, desarrolló en su alma un fuerte sentido de cercanía, sin sombras ni fisuras, a sus padres y hermanos, a sus amigos y compañeros de estudio, y a cualquier persona a la que hubiera empeñado su palabra.
Los padres de don Álvaro, don Ramón y doña Clementina, fomentaron el crecimiento de la personalidad de cada uno de sus hijos, respetando sus caracteres y enseñándoles a administrar prudentemente la libertad. Siempre les demostraron una confianza absoluta, hasta el punto de que, por ejemplo, no veían dificultades para que algunos se trasladaran a otros lugares, también fuera de España, por motivos de estudio, cosa en verdad poco frecuente en aquella época. Pusieron mucho interés en que los suyos recibieran una auténtica formación cristiana, en primer lugar en el seno de la familia, que fuese después el punto de referencia para superar bien las dificultades de la vida; y supieron hacerse verdaderamente amigos de cada uno. Don Álvaro recordaba siempre con alegría y agradecimiento las conversaciones que había mantenido con su padre.
La madre, tras el fallecimiento de su esposo, en plena guerra civil española, supo afrontar con generosidad y reciedumbre los problemas que surgían. Su carácter se había fortalecido gracias a la cercanía espiritual de san Josemaría desde que conoció y trató a los miembros de su familia. Como buena madre, estaba motivada también por el cariño profundo y lleno de atención hacia su hijo Álvaro, no diferente del que profesaba a los demás, pero sí especial, ya que percibía en él una actitud más responsable y un mayor sensibilidad ante los problemas familiares, hacia los que se mostraba siempre disponible.
El sentido de responsabilidad de Álvaro −quizá impropio en un joven de su edad− se puso de relieve, por ejemplo, ante las dificultades económicas que la familia tuvo que afrontar. Al finalizar la escuela secundaria, movido por su lealtad, decidió realizar una carrera intermedia que le permitiera ayudar cuanto antes al sostenimiento de la familia. Por este motivo se matriculó en la Escuela de Ayudantes de Obras Públicas, porque aquella carrera era más breve que la de ingeniero civil, que consideraba su verdadera vocación profesional. No tuvo inconveniente en sacrificar sus preferencias personales, aunque también pensaba que, son sus ganancias profesionales, podría financiar los estudios de ingeniería civil, como ocurrió de hecho, sin ser gravoso para la familia.
En casa aprendió a ejercitarse en la comprensión, facilitado por su carácter bondadoso; y, con magnanimidad, supo acomodarse a las personas que trataba, sin juzgar precipitadamente o con parcialidad el comportamiento de ninguno, más aún si no conocía con detalle las circunstancias del ambiente. A la vez, se mostró siempre intransigente cuando era necesario, sin importarle las críticas de otros si estaban en juego la justicia y la caridad. No le costaba rectificar cuando le hacían notar que se había equivocado o cuando él mismo era consciente de su error. Por eso, la convivencia con este joven resultaba muy grata, y así sucedió a lo largo de su paso por la tierra. Siendo ya adolescente, se preocupaba con cariño de sus hermanos pequeños. Todos conservaban memoria de los cuidados que les dispensaba, pues no escatimaba ni tiempo ni esfuerzo para ayudarles o enseñarles lo que fuera necesario. Estaba santamente orgulloso de toda la familia y se comportaba de modo análogo con las personas con las que había hecho amistad o que apenas conocía. En resumen, ya desde muy pronto Álvaro vivió la amistad −entendida como auténtico servicio− con un trato agradable, a pesar de una cierta timidez que afloraba cuando debía intervenir en público. Se hacía querer porque su sencillez atraía, y en su comportamiento se advertía una magnanimidad que facilitaba la amistad.
Durante la juventud, a la par que maduraba en su trato personal con Dios, comenzó a ocuparse con sincero cariño de las personas más necesitadas. Le hacía sufrir la situación de indigencia que descubrió en algunos ambientes; en concreto, la miseria en que se desenvolvían muchas personas de los suburbios de Madrid. Por eso, con un motivo enteramente cristiano, en el que se apreciaba a las claras su preocupación por el prójimo, participó frecuentemente en visitas a pobres y enfermos, con el deseo de dedicar tiempo a la formación espiritual y humana de muchos y a aliviar su miseria moral y material. Apoyado en la amplia base de sus virtudes humana y de su vida de fe, el Señor le fue preparando para el encuentro con el fundador del Opus Dei, en 1935.
2. El encuentro con san Josemaría
Uno de los amigos con quienes don Álvaro visitaba a los enfermos de los hospitales de Madrid, conocía a don Josemaría Escrivá y le habló de este sacerdote con entusiasmo. Don Álvaro pidió a aquel amigo que se lo presentara, y así, en marzo de 1935, acudió por vez primera a la residencia DYA, situada en la calle de Ferraz, en Madrid. Se trató, sin embargo, de un encuentro breve, porque el sacerdote debía atender unos compromisos que no podía postergar. Quedaron de acuerdo para verse de nuevo y fijaron el día y la hora de la cita.
Por diversos motivos aquel encuentro no se pudo realizar. Entre tanto Álvaro ya trabajaba profesionalmente como Ayudante de obras públicas, sin abandonar su plan de estudios en la Escuela de Ingeniería civil, donde obtenía muy buenas calificaciones. Al llegar el verano, antes de comenzar las vacaciones con su familia en el pueblo de La Granja (Segovia), pensó que debería saludar a aquel sacerdote que, desde el primero y único encuentro, le había demostrado tanta simpatía, dejando en su alma una profunda impresión. Años más tarde, cuando se refería a esa decisión, no encontraba otra explicación que la acción de la gracia; solía afirmar que, debido al recuerdo de la cordialidad de san Josemaría, le pareció absolutamente normal pasar por la residencia de Ferraz, antes de marcharse.
Se presentó sin cita previa, el 6 de julio de 1935. Don Josemaría le recibió con su típica cordialidad sacerdotal y humana. Hablaron largamente, tratando en conversación profunda y espiritual varios temas: el trabajo, la familia, los estudios, etc. Al terminar, el sacerdote le invitó al retiro espiritual que se tendría en la residencia universitaria, al día siguiente. Esa invitación cordial, que demostraba un sincero interés por su persona, le cayó de sorpresa, pues nunca había participado en un actividad espiritual semejante, aunque −como he recordado− había recibido una esmerada educación cristiana en la familia y había cursado el bachillerato en un colegio regentado por religiosos. Siempre pensó que, por su carácter algo tímido, y, sobre todo, por la afabilidad de don Josemaría, no supo responder negativamente y se comprometió a acudir. Se despidió muy contento después de aquel coloquio y, sin ningún inconveniente, con plena libertad, cambió sus planes inmediatos de vacaciones. Esta decisión no debió de causar extrañeza en la familia, sea porque conocían sus compromisos profesionales, que comportaban a veces cambios imprevistos de programa, sea por la seria personalidad de Álvaro, cuya madurez y sentido de responsabilidad conocían.
Lo que sucedió aquel 7 de julio de 1935 ha sido narrado con detalle en las biografías de don Álvaro ya publicadas[9]. Esa misma mañana, después de asistir a la primera meditación de san Josemaría, uno de los presentes le habló de la posibilidad de entregar su vida a Dios en el Opus Dei, sin abandonar el trabajo profesional, y la respuesta afirmativa de Álvaro fue inmediata. Años después lo relató él mismo en algunas ocasiones, accediendo a la confiada insistencia de sus hijos.
Fui al día de retiro, oí una meditación y después de la meditación me hablaron de la belleza de seguir a Dios. Y yo, con la gracia de Dios, dije: aquí estoy, y ya no me fui a veranear. Me quedé en Madrid, trabajando y recibiendo formación en el espíritu de la Obra. Nuestro Padre, que estaba muy cansado −era el final del año escolástico, había trabajado mucho y había estado enfermo−, sin embargo empezó un curso de formación sólo para mí[10].
Desde el primer momento, percibió que un cambio se había operado en su alma y también en su personalidad. A partir de aquel 7 de julio, sentía −él, que se consideraba tímido− la necesidad imperiosa de hablar más con los otros y de conocer a muchas personas, para ayudarlas a descubrir la fortuna de ser hijos de Dios. Por eso, sin respetos humanos, invitaba a estudiantes y conocidos a participar en los medios de formación espiritual.
Algún tiempo después, estando fuera de Madrid por un viaje relacionado con los estudios de ingeniería, escribió una carta al fundador de la Obra en la que, entre otras cosas, le decía: "Se me ha pasado el entusiasmo". San Josemaría utilizó esta frase en la composición de un punto del libro Camino: «Se me ha pasado el entusiasmo, me has escrito. Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación»[11].
Comentaba don Álvaro que, cuando pudo hablar con el fundador del Opus Dei, precisó que no se había expresado así por hallarse en un momento de desánimo o desorientación, sino sólo para puntualizar que le faltaba el entusiasmo externo que hasta entonces había percibido intensamente. Añadía que san Josemaría le había respondido: "Lo entiendo, pero me parece que no está de más lo que he escrito, que nos va muy bien a todos". Considero que este episodio del libro Camino −que ha hecho y sigue haciendo tanto bien a las almas− responde a una experiencia cristiana vivida, sacada de la realidad, no a una mera teoría. Al mismo tiempo, es una confirmación de lo que expresaba Benedicto XVI en una ocasión: «La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y de fidelidad que hay que renovar todos los días»[12].
A medida que transcurría el tiempo, crecía en Álvaro la necesidad −el afán santo− de formarse más y mejor, para responder a los dones que había recibido y recibía a diario de Dios. Pocos meses después de aquel julio de 1935, san Josemaría comenzó a apoyarse en este estudiante para la dirección y el apostolado con las personas que llevaban más tiempo formando parte de la Obra, aunque lógicamente la carga de la labor recaía sobre el fundador. A todos los que escuchaban a Álvaro les resultaba patente que, con su afán de formarse para servir mejor, absorbía el espíritu de san Josemaría con una fidelidad que resaltaba a ojos vistas. Ninguno se sorprendió cuando don Josemaría, al ausentarse de Madrid por algún motivo, confiase a Álvaro el encargo de dirigir los medios de formación espiritual y apostólica a los jóvenes que participaban en la labor de la Residencia.
Tras la conclusión de la guerra civil española en 1939, la expansión apostólica del Opus Dei creció considerablemente. Ya el fundador no daba abasto para atender la dirección espiritual de todos los fieles de la Obra, como hacía habitualmente, y quiso apoyarse en sus hijos mayores. Álvaro fue el primero en colaborar en la dirección espiritual de los más jóvenes. San Josemaría le insistió en realizar ese encargo con gran responsabilidad, porque los demás acudirían a él con la misma confianza con que se ponían en las manos del fundador.
No pocas veces oí comentar a don Álvaro, años después, que, antes de comenzar cada una de esas conversaciones de dirección espiritual, se encomendaba al Espíritu Santo para atender a aquellas personas con la máxima delicadeza posible; y añadía que, para cumplir con la mayor fidelidad esa tarea, aconsejaba a quienes le escuchaban, en cada encuentro, que tratasen de mejorar cada vez más su unión con san Josemaría: era un punto que nunca dejaba de tocar con garbo y −por lo que he conocido− de modo siempre convincente. Tenía plena conciencia de que en esos momentos estaba haciendo las veces del Padre, guiaba a todos y a cada uno por caminos de una mayor entrega, con una fidelidad radical al espíritu recibido del Señor.
Fue unánime el comentario de todos los hombres del Opus Dei, que fueron destinatarios de la asistencia espiritual de don Álvaro: veían a san Josemaría detrás de cada palabra de ese hermano suyo, de modo especial por el afecto y la cercanía con que sabía acompañarlos.
3. Fidelidad plena al espíritu del Opus Dei
Desde los comienzos del Opus Dei, el fundador vio con absoluta claridad la necesidad de proceder con orden y con mentalidad teológica y jurídica en la organización de la Obra de Dios, según las luces recibidas del Señor. En los primeros años, durante más de una década, se encargó personalmente también del trabajo material, para enseñar a los fieles de la Obra −de manera gráfica− cómo se podía buscar la santidad en la vida ordinaria. Al mismo tiempo se ocupaba de transmitir los rasgos básicos del espíritu del Opus Dei mediante reuniones o clases, y en conversaciones individuales; se servía también de la colaboración de algunos −en primer lugar, de Álvaro− para mecanografiar los documentos fundacionales que preparaba. Algunos años más tarde, san Josemaría encargó a Álvaro anotar las Instrucciones y otros documentos del fundador. Este criterio operativo, integrado con comentarios y glosas a quienes le ayudaban, se reveló muy útil para darse cuenta mejor de la profundidad con que asimilaban el espíritu de la Obra y cómo procuraban ponerlo en práctica.
Ante esta manifiesta prueba de confianza, todos trataban de responder con la máxima generosidad. San Josemaría se dio cuenta enseguida de que Álvaro mostraba −con la atención que prestaba y con los hechos− una plena disponibilidad, acompañada siempre de corrección y de alegría; y cuando se le pedía un parecer, sus opiniones se caracterizaban por una gran prudencia y un agudo y fino criterio de gobierno, unidos a un extraordinario don de gentes. En las sesiones de trabajo, le resultó patente también la finura con que Álvaro seguía las explicaciones del fundador, las hacía propias, y se empeñaba en ponerlas por obra.
Durante los meses de la guerra civil, en los que el fundador del Opus Dei estuvo refugiado en una sede diplomática con varios fieles de la Obra (entre otros, Álvaro), y posteriormente, cuando este hijo suyo logró reunirse con él en Burgos, huyendo de la zona donde se perseguía a la Iglesia, en octubre de 1938, san Josemaría tuvo ocasión de tratarle más de cerca. Podían conversar por las calles de Burgos, durante el tiempo que Álvaro permaneció en las cercanías de esa ciudad castellana, mientras frecuentaba los cursos de alférez provisional, y en las visitas de san Josemaría a Cigales, el lugar adonde Álvaro fue destinado por el ejército, en los primeros meses de 1939.
Se conservan algunas cartas del fundador en las que utiliza el apelativo "saxum" referido a Álvaro: «Saxum!: confío en la fortaleza de mi roca», escribía el 13 de febrero de 1939. Y al mes siguiente, con fecha 23 de marzo: «Jesús te me guarde, Saxum. Y sí que lo eres. Veo que el Señor te presta fortaleza, y hace operativa mi palabra: saxum! Agradéceselo y séle fiel». Más adelante, el 18 de mayo del mismo año, vuelve a insistir: «Saxum!: ¡qué blanco veo el camino —largo— que te queda por recorrer! Blanco y lleno, como campo cuajado. ¡Bendita fecundidad de apóstol, más hermosa que todas las hermosuras de la tierra! Saxum!» Finalmente, desde Burjasot (Valencia), el 6 de junio, le repitió: «Saxum!: esperan mucho de ti tu Padre del Cielo (Dios) y tu Padre de la tierra y del Cielo (yo)»[13], haciendo referencia a la filiación espiritual de los fieles de la Obra respecto al fundador.
La elección del apelativo "saxum", roca, revela que san Josemaría, a finales de la década de los años de 1930, consideraba que ese hombre le serviría de fuerte apoyo, prestándole una firme colaboración en la tarea de consolidar y desarrollar el Opus Dei.
También en el Archivo histórico de la Prelatura −y es una prueba notoria de su lealtad− se conserva el guión manuscrito de una meditación predicada por san Josemaría en Cigales, el pequeño pueblo donde se hallaba destinado Álvaro del Portillo junto con otro fiel del Opus Dei, Vicente Rodríguez Casado. Está fechado el 10 de febrero de 1939, víspera de la Virgen de Lourdes, y es el documento más antiguo en el que figura este término. El primer punto del guión dice así: «Tu es Petrus,... saxum −eres piedra,... ¡roca! Y lo eres, porque quiere Dios. A pesar de los enemigos que nos cercan,... a pesar de ti... y de mí... y de todo el mundo que se opusiera. Roca, fundamento, apoyo, fortaleza,... ¡paternidad!»[14]. A la luz de las cartas citadas, no hay duda de que se refería principalmente a Álvaro, aunque en todos sus hijos se apoyara confiadamente.
Resulta particularmente significativo un documento en el que Álvaro describe el comportamiento de una persona auténticamente responsable cuando es preciso tomar una decisión y se enfrenta con la dificultad de no poder comunicarse con quien dirige una actividad importante. El apunte está redactado muy probablemente a finales de 1939, cuando ya había quedado libre de sus obligaciones militares, que se habían prolongado durante algunos meses después de terminar la guerra civil. En esa nota, que ocupa dos cuartillas escritas en el anverso y reverso, Álvaro, a instancias de san Josemaría, transmite lacónicamente su experiencia, recurriendo al lenguaje militar que entonces era muy familiar a todos. Bosqueja la figura del "enlace" −la persona que actúa de intermediario entre el mando y la tropa−, para describir a quien decide según la mente de los superiores, cuando resulta imposible recibir las órdenes directamente. Álvaro propone una reflexión ascética, aplicando el lenguaje militar al plano sobrenatural, puesto que la vida cristiana −como enseña la Sagrada Escritura− es una milicia de paz (cfr. Job 7, 1) que impulsa al cristiano a luchar sin cansancio contra todo lo que pueda apartarle de Dios. Entre otras consideraciones, escribe: Si realmente cumplimos las normas [el plan de vida espiritual y ascético], si leemos el Evangelio procurando vivirlo con intensidad, transformándonos en actores de sus escena, si rezamos el Rosario de igual modo, si logramos a costa de toda la lucha que sea precisa una habitual presencia de Dios, entonces nosotros, que formamos un solo cuerpo con Cristo, nos vamos asemejando más y más a Él[15]. En esas breves consideraciones habla también de la unidad y obediencia con quien hace cabeza en la labor apostólica, para conocer bien su espíritu e identificarse con quien gobierna; y se detiene a ponderar la acción del Espíritu Santo en el alma, la Comunión de los santos y la perseverancia ante los obstáculos.
Una vez terminado el período bélico, el regimiento al que pertenecía Álvaro fue trasladado a Olot, en Cataluña, y allí permaneció hasta el 18 de julio, cuando quedó libre de sus deberes militares y pudo regresar a Madrid, donde reanudó enseguida su trabajo profesional de Ayudante de obras públicas. Por entonces escribió a un amigo, lleno de alegría: hoy llego a casa procedente de Olot. Vengo ¡por fin! destinado a Madrid. Y puedes figurarte lo que para mí supone este regreso al medio familiar, es como la liquidación definitiva de la guerra. Hasta ahora, no había terminado aún para mí[16].
Durante los meses anteriores, lejos físicamente de san Josemaría, había relizado varios viajes para estar con el fundador del Opus Dei, charlar con él personalmente y asistir a algún retiro espiritual. Además de ir siete veces a Burgos, obtuvo dos permisos militares para trasladarse a Valencia y a Vitoria, superando las enormes dificultades del trayecto por la falta de carreteras y medios de transporte adecuados. Además, a lo largo de esas semanas escribió casi diariamente a san Josemaría, a otros miembros del Opus Dei y a varios amigos: se trata de cartas llenas de optimismo sobrenatural y de simpatía, en las que se trasluce el deseo de cuidar con fidelidad su vida cristiana y de mejorar la situación moral de su entorno.
Después de uno de estos viajes con permiso militar, al regresar a Olot, envió la siguiente carta al fundador de la Obra: creo que siempre irá todo muy bien. Y más, con lo que Vd. me dijo de la obligación que había de empujar ahora muy especialmente. Eso queremos los dos —se refiere al Señor y a sí mismo— y yo aspiro a que, a pesar de todo, pueda Vd. tener confianza en el que, más que roca, es barro sin consistencia alguna. Pero ¡es tan bueno el Señor![17].
Como se deduce de todos estos hechos, san Josemaría se dio cuenta −de modos muy diferentes− de que el Señor había puesto a su lado a Álvaro con tanta cercanía, porque reunía condiciones especiales para la labor de gobierno y para la atención espiritual y apostólica de los demás., En aquellos años, el fundador se sabía el único responsable ante Dios del crecimiento el Opus Dei tal como lo vio el 2 de octubre de 1928, y era consciente de que daría cuenta del cumplimiento de este deber; aunque sin prescindir de las iniciativas de sus hijos sobre los modos de poner en práctica sus enseñanzas.
No dudo en afirmar que, tanto en los comienzos de su caminar en el Opus Dei, como al final de su vida, Álvaro fue plenamente consciente de la gran importancia −del peso significativo− que implicaba la aventura divina y humana de llevar a cabo la voluntad de Dios, secundando a san Josemaría. No se dejó abatir por ese espléndido panorama superior a las fuerzas de cualquiera, también de la persona mejor dotada de cualidades, y reaccionó del modo descrito en el Deuteronomio: el presente mandamiento que hoy te ordeno no es imposible para ti, ni inalcanzable. No está en los cielos para decir: «¿Quién podrá ascender por nosotros a los cielos a traerlo y hacérnoslo oír, para que lo pongamos por obra?». Tampoco está allende los mares para decir: «¿Quién podrá cruzar por nosotros el mar a traerlo y hacérnoslo oír, para que lo pongamos por obra?». No. El mandamiento está muy cerca de ti: está en tu boca y en tu corazón, para que lo pongas por obra (Dt 30, 11-14). Había sido testigo de la generosa fidelidad de san Josemaría y −movido por la gracia− siguió esas huellas día a día, con lealtad, con una lucha cotidiana igualmente generosa.
Álvaro no perdía la oportunidad de escuchar, de meditar lo que oía, de pensar en la oración los consejos y enseñanzas recibidos, y no rehuía la carga cuando san Josemaría le indicaba que se ocupara de diferentes tareas. Por esta razón, ya a finales de 1939, una vez en Madrid, el fundador le nombró Secretario General del Opus Dei: su más estrecho colaborador. Los demás fieles de la Obra comprendieron inmediatamente que el interesado no asumía el cargo como una distinción personal, y mucho menos como una promoción. Por el contrario, percibieron aún más su afán de crecer en vida interior; de trabajar con profesionalidad en las variadas tareas o competencias que se le venían encima; de servir a todos en cualquier circunstancia o momento en que le necesitasen. Ciertamente tenía un buen maestro en el fundador del Opus Dei, que diariamente le ofrecía −con su conducta− el ejemplo de una entrega generosa, buscando la heroicidad en la correspondencia a la gracia divina, tanto en las ocupaciones importantes como en el quehacer cotidiano.
Don Álvaro fue siempre, y concretamente desde que recibió ese nombramiento, un apoyo muy sólido para san Josemaría. Desde entonces, «en sus relaciones con el fundador llevó al extremo la veneración y el respeto, mostrando siempre la máxima disponibilidad y generosidad al poner sus cualidades al servicio de la misión recibida. Supo acompañarle en todas las pruebas y en las numerosas tribulaciones que tuvo que afrontar. Su fortaleza, su prudencia, su prontitud en obedecer fueron para el Padre [para el fundador] un punto de apoyo que nunca menguó. Aludiendo a él de modo implícito, pero a la vez evidente para los que le escuchaban, san Josemaría dijo una vez: "No han faltado nunca, de modo providencial y constante, hermanos vuestros que −más que hijos míos− han sido para mí como un padre cuando he tenido necesidad del consuelo y de la fortaleza de un padre"»[18].
Quizá también por estos motivos, pasados ya muchos años, san Josemaría recordaba de vez en cuando que no había escogido a don Álvaro para que trabajara a su lado, sino que Dios se lo había colocado cerca. Añadía que la fidelidad de este hombre, tan continuada en el transcurso de los años, constituía «una permanencia que debe ser cosa del Espíritu Santo»[19]. Y el mismo don Álvaro aseguró en varias ocasiones:no fue nuestro Padre el que me eligió para tenerme a su lado; solía comentar que era cosa del Espíritu Santo. Los demás, por un motivo u otro, no podían estar junto a nuestro Padre. Así que Dios me escogió a mí: así lo dijo muchas veces nuestro fundador[20].
Acabo este apartado sobre la fidelidad de don Álvaro al fundador del Opus Dei, como manifestación de su fidelidad a la Voluntad de Dios, con dos anécdotas muy expresivas referidas por testigos presenciales.
En 1950, don Álvaro sufrió un ataque de apendicitis aguda con dolores muy fuertes y con riesgo de muerte, por lo que se hizo necesaria una intervención quirúrgica urgente. Era el 26 de febrero. Tanto por las técnicas entonces utilizadas como por la duración de la operación −que se complicó más de lo previsto−, los médicos decidieron aumentar la dosis de anestesia; y a causa de este motivo, el despertar postoperatorio fue más lento de lo normal. En esas circunstancias ocurrió una anécdota, narrada por Encarnación Ortega[21], que yo mismo he escuchado en varias ocasiones de labios de san Josemaría.
Cuando ya don Álvaro se encontraba en la habitación, se acercó uno de los médicos para controlar el desarrollo del postoperatorio. Se sorprendió cuando vio que nadie lograba despertarlo y comenzó a preocuparse porque se estaban utilizando todos los medios posibles, sin éxito. En esta situación se hallaban, cuando llegó a la clínica el fundador del Opus Dei, al que refirieron de la situación, posiblemente crítica, del paciente. San Josemaría se acercó a la cabecera de la cama, y con una gran calma, le susurró afectuosamente: "¡Álvaro!". La respuesta del paciente fue inmediata: "¡Padre!". Y así comenzó el despertar que, hasta ese momento, no parecía inminente. San Josemaría concluyó con naturalidad, como si se tratase de algo habitual, con el siguiente comentario: "Este hijo me obedece hasta dormido".
El cuadro se completa con el episodio referido por Joan Masià, que subraya el riesgo de aquella operación. «Algún día después de la intervención quirúrgica −se lee en su testimonio− nuestro Padre me pidió que le acompañara a visitar al enfermo. En la habitación estábamos los tres solos y don Álvaro estaba delirando todavía (...). No hacía más que repetir esta frase: "Yo quiero trabajar junto al Padre, con todas mis fuerzas, hasta el fin de mi vida". Como solo decía estas palabras, una y otra vez, nuestro Padre y yo, muy emocionados, casi con lágrimas en los ojos, tuvimos que abandonar la habitación»[22].
La fidelidad de don Álvaro se manifestó de modo especial en el modo en que llevó a término el itinerario jurídico de la Obra con su erección como Prelatura personal en 1982. De esta manera, la forma jurídica definitiva aseguraba que el carisma que san Josemaría recibió el 2 de octubre de 1928 no se desvirtuase, fortaleciendo la unidad de espíritu, de régimen y jurisdicción, de esta porción del Pueblo de Dios compuesta por cristianos comunes, laicos y sacerdotes.
Es conmovedora la coincidencia −según mi parecer, corresponde a una disposición de la divina providencia− de que en la última carta pastoral de este obispo ejemplar, enviada a los fieles del Opus Dei para que le acompañásemos espiritualmente con motivo de su octogésimo aniversario, pocos días antes de su inesperado fallecimiento, don Álvaro escribiera: en este aniversario tan significativo para mí, y al cumplir los cincuenta años de sacerdote el próximo mes de junio, el mejor regalo que podéis hacerme, hijas e hijos míos, es una renovación profunda del deseo de fidelidad proselitista que a todos nos anima[23].
4. Fidelidad a la Iglesia y al Romano Pontífice
La fidelidad a la vocación cristiana, en toda su integridad, no es virtud que afecte sólo a algunos, sino que corresponde a todos, pues a cada bautizado nos concede el Señor su gracia para desarrollarla en nuestra existencia cotidiana. Así lo recordaba el Papa Francisco en una de sus primeras homilías, después de la elección como Romano Pontífice.
«El Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano». Y añadía el Santo Padre: «Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros.
»Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida»[24].
No me cabe duda de que la biografía espiritual de don Álvaro, siervo bueno y fiel (Lc 19, 17), constituye un ejemplo que todos podemos imitar. Nuestra máxima aspiración en cuanto cristianos es servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas, como nos enseña el Evangelio. Esta fue la línea de conducta de don Álvaro, que luchó con paz y alegría, con constancia, para llevar a la práctica el espíritu que le había transmitido san Josemaría. Desde el momento en que lo hizo propio, vivió y enseñó a vivir la llamada universal a la santidad. Esa fue la trayectoria de su fidelidad, primero como joven, luego como miembro del Opus Dei, marcada por una unión estrechísima con san Josemaría y con su espíritu, durante los años transcurridos a su lado y, más tarde, durante los lustros en los que dirigió el Opus Dei con su servicio pastoral.
Su lealtad cristiana y humana a la Iglesia y al Papa fue in crescendo y se manifestó de modo aún más evidente desde que se estableció definitivamente en Roma en 1946, hasta su fallecimiento en 1994. No me detengo −vuelvo a repetirlo− en aspectos que ya han sido ampliamente referidos en las biografías publicadas: su colaboración en varios dicasterios de la Curia Romana durante los pontificados de Pío XII, de Juan XXIII, de Pablo VI, de Juan Pablo I y de Juan Pablo II; su trabajo en los preparativos del Concilio Vaticano II y en el desarrollo de esa Asamblea como secretario de una de las comisiones conciliares; su papel en la revisión del Código de Derecho Canónico promulgado en 1983, etc. Aludiré sólo a algunos momentos de los que he sido testigo ocular durante el pontificado del beato Juan Pablo II, a quien don Álvaro trató con intimidad y cariño filiales durante muchos años.
Ya desde los primeros meses de la elección del nuevo Papa, en 1978, se entabló una estrecha y frecuente relación entre Juan Pablo II y don Álvaro. Fue una colaboración muy amplia −hecha de pequeños encargos y de programas de mayor importancia−, pues don Álvaro, con visión de fe, descubría la Voluntad de Dios detrás de cada petición o sugerencia del Santo Padre, como siempre había hecho con los precedentes sucesores de Pedro. En las primeras semanas de aquella nueva etapa de la Iglesia, secundó al Papa cuando planeaba ordenar arzobispo a su sucesor en Cracovia, en el altar de la Confesión de la Basílica de San Pedro. El proyecto no había sido recibido con calor en algunos ambientes de la Curia romana, por temor a no llenar la basílica. Un eclesiástico sugirió entonces al Santo Padre que se dirigiese a don Álvaro para conseguir la participación de gran número de personas. Don Álvaro logró movilizar a muchos romanos por medio de los miembros y cooperadores de la Obra, residentes en esta ciudad: con su apostolado personal contribuyeron decisivamente al éxito de la celebración con gran asistencia de gente. El Santo Padre agradeció ese gesto y mencionó al Opus Dei al terminar la ceremonia.
Algo semejante sucedió con el anhelo del Papa de restaurar las procesiones eucarísticas del Corpus Christi por las vías de Roma, que no salían a las calles de la Ciudad Eterna desde mucho tiempo atrás. Contribuyó igualmente a la realización de otro deseo apostólico de Juan Pablo II: comenzar una costumbre muy querida por el Pontífice, promovida cuando era Arzobispo de Cracovia. Se trataba de la celebración de una Misa para los universitarios en Adviento y en Cuaresma, en preparación para la Navidad y la Pascua, con asistencia también del cuerpo docente. No era costumbre romana, pero el Papa comunicó su deseo a don Álvaro y le pidió sugerencias. Como fiel sacerdote, don Álvaro acogió enseguida con gozo esa propuesta, sugiriendo la oportunidad de imprimir invitaciones personales para distribuirlas entre los estudiantes. Señaló que podía ser una ocasión estupenda para acercar a los jóvenes al sacramento de la Penitencia, y propuso que en la Basílica de San Pedro hubiese muchos sacerdotes seculares, entre ellos algunos de los incardinados en el Opus Dei residentes en la Urbe, disponibles para las confesiones desde horas antes del comienzo de la celebración eucarística. El Cardenal Martínez Somalo, que entonces era Sustituto de la Secretaría de Estado, refiere que «la respuesta de los estudiantes fue entusiasta: y desde entonces ha sido siempre así. Sensibilizados uno a uno, participaron muchos en aquella Misa. Después, los sacerdotes presentes comentaban sorprendidos ante el elevado número de confesiones que hubo, gracias a la celebración litúrgica del Papa»[25].
Otro capítulo podría ser el de los viajes pastorales del Pontífice. En 1979, Juan Pablo II preguntó el parecer a don Álvaro sobre la oportunidad de trasladarse a México, para presidir la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla. Mons. del Portillo respondió que pensaba que sería un gran bien para la Iglesia, a pesar de algunas previsiones pesimistas. Antes de otros viajes pastorales del Papa por el mundo, recordaba a los fieles y a los cooperadores de la Prelatura que demostraran su cariño filial al Santo Padre de todos los modos posibles, y que contagiaran ese amor a sus amigos, parientes y conocidos, a través de su apostolado personal. Este apoyo acompañó al Papa a todas partes, y fue especialmente decisivo en algunos viajes pastorales en los que se preveía la existencia de un ambiente frío, e incluso hostil, ante la visita del Vicario de Cristo.
También en proyectos de más envergadura, don Álvaro se mostró muy sensible a los deseos del Papa, insertándolos en los planes pastorales de la Prelatura. Un ejemplo muy claro lo constituye el comienzo de la labor apostólica de la Obra en los países del norte y del este de Europa.
Uno de los sueños apostólicos de don Álvaro era que el Opus Dei pudiera trabajar en China continental, para colaborar en la siembra de la luz de Cristo en aquel inmenso país. Esa aspiración comenzó a realizarse, al menos parcialmente, a finales de 1980, cuando erigió el primer centro de la Obra en Hong Kong, y dos años después, al promover la labor en otra importante encrucijada del extremo oriente: Singapur. En diciembre de 1982, don Álvaro informó a Juan Pablo II sobre los pasos que el Opus Dei estaba recorriendo en Asia, y le mencionó su deseo de llegar cuanto antes a China continental. El Papa respondió que apreciaba ese deseo, pero que le preocupaba más la situación de las naciones escandinavas, muy alejadas de la fe cristiana. Al escuchar esas palabras, el Prelado entendió que sería más agradable a Dios cambiar el rumbo de sus proyectos y que era preciso llegar cuanto antes a esos países del norte de Europa.
Efectivamente, en la carta de felicitación por la Navidad enviada a sus hijos pocos días después, don Álvaro escribió: ahora os querría insistir en que encomendéis la extensión apostólica de la Obra, preparando con vuestras oraciones y con vuestros sacrificios, con vuestra entrega alegre y generosa, la labor en las frías regiones del norte de Europa: los países escandinavos[26]. El apostolado en esas tierras pasó a ser una prioridad de don Álvaro, a la que dedicó muchas energías. De sobra conocía que no sería fácil obtener frutos a corto plazo, pero estaba convencido de que Dios proporcionaría la ayuda necesaria. Refiriéndose a la siembra no fácil de los fieles de la Obra allí, comentaba: ¡Es muy duro!, pero si es muy duro, sabemos que contamos con más gracia de Dios, porque el Señor, cuando envía a arar un campo, da todos los instrumentos necesarios para que se puedan levantar los terruños resecos. Yendo allá, Él nos concederá todas las gracias suficientes para remover a las almas[27].
Juan Pablo II guardaba en su alma el afán de la nueva evangelización, y en 1985 dio un fuerte impulso a esta prioridad pastoral, sobre todo, en los países de la Europa occidental y de América del norte, donde los síntomas de secularismo iban creciendo de modo alarmante. Una fecha simbólica es la del 11 de octubre de ese año, cuando el Santo Padre clausuró un simposio de Obispos europeos, celebrado en Roma, invitando a la Iglesia a un renovado impulso misionero. Don Álvaro se hizo eco inmediatamente de este proyecto apostólico, y con fecha 25 de diciembre del mismo año escribió una Carta pastoral a los fieles de la Prelatura, urgiéndoles a colaborar con todas sus fuerzas en esta tarea, sobre todo en los países de la vieja Europa. A partir de entonces redobló su esfuerzo pastoral en este sector, con viajes frecuentes a las diferentes circunscripciones de Europa. Los años de 1987 a 1990 se caracterizaron por la extensión de este empeño a otros continentes: Asia y Oceanía, América del Norte, y finalmente África.
En otros momentos, movido por su celo de apoyar con fidelidad otras intenciones del Papa, organizó la puesta en marcha de algunas iniciativas apostólicas, de profunda incidencia en la vida de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, pues estaban orientadas a la formación de los sacerdotes y de los candidatos al sacerdocio en diversos países Entre las primeras, destaca la potenciación de las Facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra y la creación del Centro Académico Romano de la Santa Cruz, que en pocos años se convertiría en la actual Universidad pontificia. Como es patente, hubo de superar muchos obstáculos para ver realizados estos proyectos, pero no cejó en su empeño porque sabía que respondían a los planes del Santo Padre en su comprensible afán de dar a conocer a Jesucristo, como había presentado en las encíclicas Redemptor hominis y Redemptoris missio.
Para la formación de candidatos al sacerdocio, acogiendo otra sugerencia expresa del Romano Pontífice, fundó dos Seminarios internacionales con el objetivo de preparar para el sacerdocio a seminaristas enviados por sus respectivos Obispos: el Colegio Internacional "Bidasoa" (en Pamplona) y el "Sedes Sapientiæ" (en Roma), erigidos respectivamente en 1988 y 1991, a la sombra de la Universidad de Navarra y de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Con el intento de facilitar un alojamiento digno a los alumnos, consiguió que muchas personas colaboraran con su oración y sus limosnas a la construcción o remodelación de los edificios necesarios, tanto en Roma como en Pamplona.
No resulta necesario subrayar que la realización de estos proyectos requería sumas de dinero de las que se carecía: no sólo para la construcción y mantenimiento de los edificios, sino también para conseguir un gran número de becas destinadas a los estudiantes procedentes de diócesis con pocos recursos económicos.
Los frutos espirituales de estas últimas iniciativas apostólicas y de otras muchas han sido y continúan siendo grandes; constituyen una prueba de cómo el Señor ayuda siempre a las obras apostólicas que se emprenden para servirle. Don Álvaro se llenaba de gozo al contemplar cómo, año tras año, en esos centros académicos crecía el número de seminaristas y de sacerdotes de diferentes diócesis. Bastan aquí unas pocas cifras facilitadas por la fundación CARF, cuyo único objetivo es canalizar las ayudas económicas a esos instrumentos. Según datos difundidos en 2011, desde sus comienzos en 1989, han cursado estudios eclesiásticos en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma o en la Universidad de Navarra más de 11.000 alumnos, de 109 países −seminaristas, sacerdotes, religiosos y religiosas, profesores de religión, catequistas, etc.−, de los cuales han recibido beca unos 2.500, y más de 1.700 han llegado al sacerdocio. Solo en los Seminarios Internacionales "Bidasoa" (de Pamplona) y "Sedes Sapientiæ" (de Roma), hasta esa fecha, 776 seminaristas habían recibido la ordenación sacerdotal[28].
Antes de terminar esta intervención −que ciertamente resulta insuficiente para reflejar la fidelidad ejemplar a Dios y a la Iglesia del primer sucesor de san Josemaría y primer Prelado del Opus Dei−, deseo recordar cómo el beato Juan Pablo II valoraba esa fidelidad. Tuvo una extensa resonancia en los medios de comunicación el hecho de que, a las pocas horas del fallecimiento de mi predecesor, el Papa acudiera a rezar ante sus restos mortales en la capilla ardiente instalada en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. Cuando le agradecí su estancia entre nosotros, que tanto consuelo y alegría causó a todos, Juan Pablo II me respondió: "era cosa dovuta, era cosa dovuta" (era un deber).
No dudo de que esto era, de parte del Papa, un reconocimiento paterno y explícito de la fidelidad de don Álvaro al Sucesor de Pedro y a su misión de Supremo Pastor. Lo había manifestado ya con ocasión del 80º cumpleaños de don Álvaro, el 11 de marzo, enviándole una fotografía suya acompañada de un quirógrafo con su bendición autógrafa. Tras declarar su «gran aprecio por el fiel trabajo que ha realizado en servicio de la Iglesia», invocaba sobre don Álvaro «abundantes gracias celestiales para un ministerio aún largo y fecundo de frutos», mientras le impartía «de corazón una especial bendición apostólica, que extiendo con afecto a todos los sacerdotes y laicos de la Prelatura del Opus Dei»[29].
Pocas horas más tarde, en una tertulia con sus hijos de Roma, don Álvaro comentaba con su habitual sencillez: es un regalo que me ha conmovido porque no lo esperaba; fue una buena sorpresa[30].
El mismo día del fallecimiento de don Álvaro, además de la visita ya mencionada a sus restos mortales, Juan Pablo II me hizo llegar −como Vicario General del Opus Dei− un telegrama en el que expresaba esos sentimientos, con los que enviaba a todos los fieles de la Obra, laicos y sacerdotes, su más sentido pésame, mientras recordaba «con agradecimiento al Señor la vida llena de celo sacerdotal y episcopal del difunto, el ejemplo de fortaleza y de confianza en la Providencia divina que ha ofrecido constantemente, así como su fidelidad a la Sede de Pedro y el generoso servicio eclesial como íntimo colaborador y benemérito sucesor del beato Josemaría Escrivá»; y aseguraba «fervorosas oraciones de sufragio para que [el Señor] acoja en el gozo eterno a este servidor bueno y fiel»[31].
Poco tiempo después, llegó a manos de Juan Pablo II una tarjeta postal que don Álvaro le había escrito unos días antes desde Jerusalén. Dirigiéndose al entonces secretario personal del Papa, Mons. Stanislao Dziwisz, le rogaba que presentase «al Santo Padre nuestro deseo de ser fideles usque ad mortem, en el servicio a la Santa Iglesia y al Santo Padre»[32].
Este último recuerdo me parece muy adecuado para concluir mis palabras, que han querido encuadrar −de un modo necesariamente incompleto y fragmentario− una de las características esenciales de Mons. Álvaro del Portillo, Obispo y Prelado del Opus Dei, fundador y primer Gran Canciller de esta universidad: su fidelidad a Dios, a la Iglesia, al Romano Pontífice, a san Josemaría y al espíritu del Opus Dei. Le pido que, con su intercesión, también nosotros recorramos hasta el final su mismo camino.
¡Muchas gracias!
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Gran Canciller de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz
[1] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los Apóstoles art. 4.
[2] Congregación de las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes del siervo de Dios Álvaro del Portillo, 28-VI-2012.
[3] San Josemaría, Carta a don Florencio Sánchez-Bella, entonces Consiliario del Opus Dei en España, 1-V-1962: AGP, serie A.3.4, leg. 277, carp. 2, carta 620501-1.
[4] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 11-III-1973: AGP, biblioteca, P01 1973, p. 217.
[5] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 19-II-1974: AGP, biblioteca, P01 1974, p. 226.
[6] Omelia nella Messa in suffragio di Álvaro del Portillo, 25-III-1994 ("Romana" 10 [1994] 30-31).
[7] Álvaro del Portillo, Homilía en la primera Misa después de la ordenación episcopal, 7-I-1991: AGP, biblioteca, P01 1991, p. 50.
[8] Beato Juan Pablo II, Homilía en la catedral metropolitana de México D.F., 26-I-1979.
[9] Cfr. Salvador Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, prelado del Opus Dei, Madrid, Rialp 1996 (traducida a los principales idiomas); Hugo de Azevedo, Missão cumprida: biografia de Álvaro del Portillo, Lisboa, Diel 2008 (traducida al castellano y al italiano); Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Madrid, Rialp 2012 (en curso de traducción a varias lenguas); Francesc Castells, voz "Portillo y Diez de Sollano, Álvaro", en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer (ed. José Luis Illanes), Burgos, Monte Carmelo 2013, 984-989.
[10] Álvaro del Portillo, Notas de una reunión familiar, 22-II-1988.
[11] San Josemaría, Camino, n. 994.
[12] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 24-V-2006.
[13] Cartas de san Josemaría a don Álvaro en las fechas señaladas: AGP, serie A.3.4, leg. 256, carp. 2; AGP, serie A.3.4, leg. 256, carp. 2; AGP, serie A.3.4, leg. 256, carp. 3; AGP, serie A.3.4, leg. 256, carp. 3.
[14] Cfr. Apunte manuscrito del 10-II-1939: AGP, biblioteca, P01 , 1994, pp. 214-215.
[15] Álvaro del Portillo, Nota sobre la eficacia apostólica de la Obra (probablemente, de 1939): AGP, APD D-10154, pp. 2-3.
[16] Álvaro del Portillo, Carta a Miguel Sotomayor y Muro: AGP, APD, C-390728.
[17] Álvaro del Portillo, Carta a san Josemaría: AGP, APD, C-390712.
[18] "Perfil cronológico-espiritual del Siervo de Dios Álvaro del Portillo, Obispo y Prelado del Opus Dei", preparado por la Oficina de las Causas de los Santos de la Prelatura, Roma 2002, p. 65.
[19] San Josemaría, Notas de una reunión familiar en México, 21-V-1970: AGP, biblioteca, P01 III-1972, p. 46.
[20] Álvaro del Portillo, Notas de una reunión familiar, 11-III-1984: AGP, biblioteca, P01 1984, p. 244.
[21] Cfr. Recuerdos de Encarnación Ortega sobre san Josemaría: AGP, serie A.5, leg. 234, carp. 2.
[22] Testimonio de Joan Masià Mas-Bagà, AGP, APD, T-0503, p. 3.
[23] Álvaro del Portillo, Carta, 1-III-1994: AGP, biblioteca, P17, vol. III, p. 290.
[24] Papa Francisco, Homilía en el III Domingo de Pascua, 14-IV-2013.
[25] Testimonio del Cardenal Eduardo Martínez Somalo: AGP, APD, T-19518, p. 3.
[26] Álvaro del Portillo, Carta en la Navidad de 1982: AGP, biblioteca, P17, vol. I, n. 65.
[27] Álvaro del Portillo, Apuntes de una reunión familiar, 1-I-1983.
[28] Datos recogidos por Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Madrid, Rialp 2012, pp. 547-548.
[29] Juan Pablo II, Dedicatoria manuscrita en una fotografía, 11-III-1994.
[30] Notas de una reunión familiar, 11-III-1994: AGP, biblioteca, P01 1994, p. 231.
[31] Juan Pablo II, Telegrama a Mons. Javier Echevarría, 23-III-199: AGP, APD, T-17395.
[32] Álvaro del Portillo, Tarjeta postal enviada a Mons. Dziwisz, fechada en Jerusalén el 17 de marzo de 1994; manuscrito publicado en: AGP, biblioteca, P01 III-2004, p. 8, con ocasión del décimo aniversario del fallecimiento de don Álvaro.