6/04/15

Carta del Prelado del Opus Dei

Junio de 2015


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Recibo vuestras cartas, en las que me contáis tantas "cosas estupendas"; también me habláis de las romerías, a las que me uno cada día; y, al leer los detalles concretos, os acompaño a visitar a la Madre de Dios y Madre nuestra.

Con inmensa alegría y gratitud a Dios y a la Santísima Virgen, se ha celebrado en los cinco continentes, por vez primera, la conmemoración litúrgica del beato Álvaro del Portillo. Y dentro de pocas semanas nos reuniremos con muchísimas personas en el mundo entero por la fiesta de san Josemaría. Han transcurrido cuarenta años desde aquel 26 de junio de 1975, cuando nuestro Fundador fue llamado por Dios a gozar de su gloria. ¡Cuántos bienes nos ha alcanzado, desde entonces! Además, se han cumplido sus palabras: desde el cielo os ayudaré más.

Entre los bienes conseguidos deseo detenerme en una realidad surgida desde el principio en el Opus Dei y que, ahora, cae sobre el alma de cada una y de cada uno: transmitir el ambiente de hogar de esta pequeña familia, muy numerosa en el seno de la Iglesia. Rezar más en el año mariano por la institución familiar, nos invita a considerar algunos de sus rasgos propios, que brillan como reflejo del ambiente de la Santa Casa de Jesús, María y José, pues a esa familia pertenecemos, como afirmaba nuestro amadísimo Padre, al pensar en los Centros de la Obra y en todos los hogares cristianos.

El Señor nos ha escogido para que llevemos el amor de Dios, el gozo de servir, y para que pongamos especial empeño en encontrarle entre las paredes del hogar de cada uno o del sitio de trabajo; allí deberían salir de nuestros corazones muchas acciones de gracias, jornada a jornada. La necesidad de cuidar los detalles materiales, ambientales, de la casa, por amor a Dios y a los demás, compone un auténtico diálogo contemplativo. Al afinar en esos pormenores edificamos la Iglesia, el Opus Dei y el propio hogar.

El caminar terreno de san Josemaría está lleno de su amoroso enseñar que hemos de difundir constantemente el aire santo de la casa de Nazaret. Situémonos en los diversos momentos de la respuesta de nuestro Padre. Dios quiso que aprendiera esas primeras lecciones de vida cristiana, de preocupación por servir con alegría a los demás, en la convivencia con sus padres y hermanos. Fueron los Abuelos [n.b. padres de san Josemaría, Dolores Albás y José Escrivá] los primeros que le enseñaron el modo cristiano de comportarse, base muy importante para que se desarrolle armónicamente y sin estridencias la personalidad humana y cristiana de los niños, adolescentes y jóvenes.

Al inspirarle Dios el Opus Dei, nuestro Padre atendía todo. Luego, en la primera Residencia de Ferraz, con la ayuda de unos pocos hijos suyos en aquellos primeros lustros, trabajó para crear un gozoso clima de hogar en medio de la más absoluta carencia de medios; y soñaba en la universalidad de la Obra, con el mismo tono familiar que hemos de asentar en todos los sitios.

Más tarde, durante la construcción de la sede central del Opus Dei, con el empuje de don Álvaro, afirmaba que esos muros parecen de piedra y son de amor; porque tan abundante fue la oración, el sacrificio, el trabajo, el interés para acabar bien los edificios, pensando también en las personas que habrían de venir en los años futuros. Su ejemplo y su palabra en este tema fueron la mejor escuela para todos, y de modo especial para las mujeres de la Obra que se ocuparían con el tiempo de la Administración de los Centros.

Nuestro Padre aludía a la gran importancia social de las tareas domésticas, como factor de notable trascendencia para la labor apostólica del Opus Dei. Se nos irían abajo todos los apostolados, si las hijas mías no llevaran la Administración de esa manera científica, con ese sentido sobrenatural, con esa alegría, con ese empeño de artistas, que saben que sirven a Dios, y que Dios las mira encantado, enamorado de ellas. También va nuestra gratitud a la Abuela y a Tía Carmen [n.b. hermana de san Josemaría], pues su colaboración fue decisiva a la hora de ayudar a las primeras mujeres del Opus Dei. De allí, como de una chispa que lo enciende todo, este modo de hacer se contagió a millares y millares de hogares en los cinco continentes.

Me atrevo a afirmar que, en una buena parte, la triste crisis que padece ahora la sociedad hunde sus raíces en el descuido del hogar. Si el padre, la madre, los hijos, se ocuparan con mayor atención de la casa, responsabilizándose con alegría de los diversos quehaceres, se incrementaría la calidad humana; se propagaría la caridad sincera que Cristo ha venido a traernos, y se evitarían muchas causas de conflictos.

En esta colaboración, nadie ha de considerarse dispensado: a todos incumbe este empeño. Los padres de familia, aunque tengan muchas ocupaciones profesionales, se han de responsabilizar también de este aspecto, que tanto sostiene a los suyos. Que no olviden —escribió san Josemaría— que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz.

Los hijos y las hijas, cuando van creciendo en edad, también han de tomarse en serio su servicio a la casa. De este modo, aprenden a ocuparse de su familia, maduran al compartir sus sacrificios, crecen en el aprecio de sus dones. Por otra parte, la fraternidad en familia resplandece de forma especial cuando vemos la consideración, la paciencia, el afecto con el que se rodea al hermanito o a la hermanita más débil, enfermo o que tiene alguna discapacidad. Los hermanos y las hermanas que hacen esto son muchísimos en todo el mundo, y quizá no apreciamos lo bastante su generosidad.

No puedo omitir que doy gracias a Dios por el esmero que mis hijas y mis hijos ponen en el cuidado de los enfermos. De cada uno depende saber transformar en oración los detalles materiales, que ya no son sólo materiales. Estar con Jesús, ver a Jesús en las personas, en los que sufren, ha de convertirse en "lo natural", con continuidad, con un fuerte enlace —como decía nuestro Padre— entre lo sobrenatural y lo natural, en unidad de vida.

No cejemos en el deseo diario de ver en cada Centro, en cada hogar, una prolongación de la casa de Nazaret, apoyo y sustento de miles y de millones de almas; incluso cuando estemos cansados. Quizá puede asaltarnos equivocadamente la idea: siempre lo mismo, Señor... Y no se trata de lo mismo. Es lo de siempre, pero con más amor.

Confiemos al Señor: Jesús, sin ti no podemos ni queremos gastar nuestros días; nada más lejos de nosotros que desentonar de tus treinta años en Nazaret; tampoco de los trabajos de nuestro Padre llevando la Administración de la primera Residencia; nos ha de urgir el afán de atribuir categoría sobrenatural y humana a esa dedicación, a cada una de las tareas que la componen.

El bien que podemos transmitir a las personas, hasta con lo que aparentemente parece indiferente, es muy grande. Primero, porque hora tras hora el Señor se halla muy cercano: va con nosotros y nosotros hemos de ir con Él. Y además no olvidemos que la perfección con que desarrollemos las incumbencias de esos servicios cotidianos, influye en la Iglesia y en la Obra, ahora y en el futuro, por la Comunión de los santos.

Trasladémonos con gozo y con frecuencia a Nazaret, al lugar en el que residieron Jesús, María y José. Entre esas paredes, en las amistades con la gente de aquella aldea, en las conversaciones, un lazo fortísimo unía el cielo y la tierra; el mismo que hemos de crear en donde habitemos o trabajemos. Todo ha de impulsarnos a un diálogo intenso con el Señor, y a colaborar —con cada tarea— a que las demás personas avancen con gozo y paz por las sendas de la existencia ordinaria.

No son pocos los hombres y mujeres que al contemplar el trabajo de la Administración, o la paz que reina habitualmente en los hogares de los fieles de la Obra, piensan, y así lo dicen: aquí está Dios. Nada más real. Mantengamos siempre despierta la conciencia de que Dios cuenta con nuestra responsabilidad renovada, también en los momentos en que estamos un poco secos o hasta agotados. Repitamos entonces: Señor, te ofrezco este cansancio, porque quiero apoyarme más en ti y servir mejor a los demás.

Jesús, María y José sabían aprovechar sus diversas ocupaciones, hasta las más pequeñas, con un amor que aportaba sabor de hogar amable, alegre, a aquellas pobres habitaciones en las que residían; pobres, pero ricas por la intensidad de contenido sobrenatural y humano de los tres. Así hemos de proceder nosotros, con sentido de responsabilidad, y las veinticuatro horas del día, bien desgranadas en la presencia de Dios, acercarán la tierra al cielo y traerán el cielo a la tierra.

No me detengo en recordaros las otras fiestas del mes de junio: el Corpus Christi, el Sagrado Corazón de Jesús, el Inmaculado Corazón de María... Id preparándolas bien unidos a san Josemaría. Continuemos rezando por el Papa y sus colaboradores; la próxima solemnidad de san Pedro y san Pablo nos ofrece un buen momento para intensificar esta oración. Y caminad bien unidos a mis intenciones; yo —con la ayuda de Dios— marcho a vuestra vera.

Con gran júbilo aludo ahora a los días de la pasada ordenación sacerdotal: fueron jornadas de intensa unidad, y todos los participantes manifestaban unánimemente, con otras palabras: quam bonum et quam iucúndum habitáre fratres in unum!, es decir, ¡qué estupendo es hacer familia!

Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier