(Abril de 2016)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis
hijas y a mis hijos!
Nos hemos conmovido una vez más, durante
la Semana Santa, ante el amor de Dios por los hombres. Tanto amó Dios
al mundo —escribe san Juan— que le entregó a su Hijo
Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida
eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por Él.
¡Cuántas gracias hemos de dar a la
Trinidad Santa por este derroche de bondad y misericordia! Más aún si
consideramos que Cristo, cuando todavía nosotros éramos débiles, murió
por los impíos en el tiempo establecido. La pasión y muerte del Señor
constituye el culmen del compromiso que Dios, libremente, quiso contraer con la
humanidad. «Su
primer compromiso fue el de crear el mundo, y a pesar de nuestros atentados
para destruirlo —y son muchos—, Él se compromete a mantenerlo vivo. Pero su
compromiso más grande ha sido donarnos a Jesús. ¡Este es el gran compromiso de
Dios! Sí, Jesús es justamente el compromiso extremo que Dios ha asumido para
con nosotros».
En virtud de esa promesa, reiteradamente
renovada a lo largo de la historia de la salvación, el Hijo de Dios encarnado
no se limitó a alcanzarnos el perdón de los pecados viviendo y trabajando entre
nosotros, aunque la más pequeña acción suya tenía valor sobreabundante para
redimirnos; ni tampoco se contentó con interceder por nosotros, aunque bien
sabía que Dios Padre escuchaba siempre su oración. Decidió llegar hasta el
extremo, porque nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida
por sus amigos.
Son conmovedoras las palabras de
Jesucristo Redentor durante su agonía en la cruz. La primera fue ésta: Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen. No piensa en las humillaciones y
dolores por los que atravesaba, ni en la crueldad de los que le crucificaban,
sino en la ofensa a Dios. Vino a alcanzarnos el perdón de nuestros pecados y su
primera frase es una petición de misericordia. La segunda, dirigida al buen
ladrón, prosigue en la misma línea. Ante el sincero arrepentimiento de aquel
hombre, le promete la remisión de sus pecados y la vida eterna: en
verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. Se explica la piedad
honda con la que nuestro Padre besaba el crucifijo que, para quienes lo veían,
suponía un momento de conversión y una invitación a hablar de Cristo y de su
ejemplo.
San Josemaría asimiló con profundidad
estas enseñanzas del Señor, y las predicó con su ejemplo y con su palabra.Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y
sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda.
—Ese
fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: "Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen", y de ahí vino tu salvación y la mía[7]. ¡Qué buen ejemplo para nosotros!
Pidamos a Dios que sepamos ser indulgentes y disculpar enseguida a quienes nos
hayan ofendido, sin resentimientos.
Perdonar las ofensas representa, en
cierto modo, lo más divino que pueden realizar los hombres. No se queda sólo en
una obra de misericordia, sino que también es condición y plegaria para que
Dios remita nuestros pecados, como el Maestro nos enseñó en la oración del
padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden.
Una de las grandes deficiencias de la
sociedad actual se expresa en la dificultad de perdonar. Personas singulares y
naciones enteras vuelven una vez y otra sobre los agravios recibidos, chapotean
en esos recuerdos como en un charco lleno de inmundicia, y no quieren
esforzarse por olvidarlos y perdonar. Otra —y muy clara— es la enseñanza de
Nuestro Señor, que compendia la historia de la clemencia divina con la
humanidad en estas palabras: bienaventurados los misericordiosos,
porque alcanzarán misericordia.
Tenemos muy grabadas muchas escenas del
Evangelio, en las que se manifiesta esta actitud de Jesús: su perdón a la mujer
pecadora en casa de Simón el fariseo, la parábola del hijo pródigo o de la
oveja perdida, su clemencia con la mujer adúltera... Es la senda que los
cristianos hemos de recorrer, para asemejarnos al Maestro. Ese camino se resume en una única palabra:
amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos
rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las
almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y
defenderemos la verdad claramente y con amor.
Sin embargo, como repetía san Josemaría,
para amar de este modo resulta imprescindible que cada uno extirpe, de su propia vida,
todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra
comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo
reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás;
sólo experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las
entrañas de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.
Las escenas de la pasión y muerte del
Señor, que hemos revivido recientemente, nos plantean unas preguntas
comprometedoras, a las que hemos de responder sinceramente. ¿Sabemos perdonar
desde el primer momento las ofensas recibidas, que muchas veces no son tales,
sino fruto de nuestra imaginación o exageraciones de nuestra susceptibilidad?
¿Nos esforzamos por cancelarlas del corazón, sin volver una y otra vez sobre
esos temas? ¿Pedimos ayuda al Señor y a la Santísima Virgen, cuando notamos que
nos resulta difícil perdonar?
Así ha de ser nuestra actitud constante,
porque no basta disculpar una vez, ni dos, ni tres... Recordemos la respuesta
del Señor a la pregunta de Pedro: ¿Cuántas veces tengo que perdonar a
mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le respondió: no te digo
que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete; es decir, siempre. A
continuación, para que se nos quedara bien grabada esta lección, relató la
parábola del siervo cruel que fue neciamente intransigente ante una deuda
ridícula de un compañero suyo, cuando su amo le había condonado una cantidad
enorme. Esforcémonos, en este Año de la misericordia y siempre, por asimilar a
fondo estas exigencias del verdadero discípulo de Cristo.
No basta evitar de nuestra parte las
ofensas externas, sino que es preciso esforzarse por ahogar los pensamientos y
los juicios contrarios a la caridad. Nuestro caminar terreno se traduce en una
peregrinación hacia la gloria del Cielo; y, para alcanzar esa meta, Jesucristo
nos muestra las etapas. Una la expone el Papa en la bula Misericordiæ
vultus, comentado unas palabras del Señor: no juzguéis y no seréis
juzgados; no condenéis y no seréis condenados.
Escribe el Santo Padre: «Ante todo, no juzgar y
no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie
puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con
sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior.
¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos
y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al
descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme. No
juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay
en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por
nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente
para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar.
Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido
de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre
nosotros su benevolencia con magnanimidad».
Aparece aquí otra dimensión del perdón
cristiano: solicitarlo a los demás en cuanto nos percatamos de haberles
ofendido. No es una humillación, sino al contrario: es manifestación de
grandeza de espíritu, de corazón amplio, de alma generosa. También en esto san
Josemaría nos dio ejemplo. ¡Con qué facilidad pedía disculpas, con humildad
verdadera, si pensaba que alguien se había quedado herido por una reprensión suya,
aunque hubiese sido hecha justamente! En una ocasión, reconocía que había
implorado perdón al Señor muchas veces, por lo que pensaba que eran faltas de
correspondencia.Pero,
a la vez —añadía—, me atrevo a decir que os he
entregado lo mejor de mi alma; lo que Dios Nuestro Señor me concedió, he
procurado transmitíroslo a vosotros con la mayor fidelidad; y, cuando no he
sabido hacerlo, he reconocido enseguida mis errores, he pedido perdón a Dios y
a los que me rodeaban, e inmediatamente he vuelto a la lucha.
El día 20 da comienzo un año más de mi
servicio a la Iglesia como Prelado del Opus Dei. Y el 23 administraré el
presbiterado a un numeroso grupo de hermanos vuestros, diáconos de la
Prelatura. Rezad mucho por ellos y por mí, y por todos los sacerdotes de la
Iglesia. Vivamos siempreconsummati in unum, bien unidos en la oración,
en las intenciones, en las obras, para que el Señor continúe mirándonos con
misericordia. Y sigamos teniendo muy presente en nuestra oración al Papa y
todas sus intenciones.
Con todo cariño, os bendice vuestro
Padre + Javier