ENRIQUE DÍAZ DÍAZ
V Domingo de Pascua
Hechos de los Apóstoles 14, 21-27: “Contaban a la comunidad lo que había hecho Dios por medio de ellos”.
Salmo 144: “Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya”.
“Apocalipsis 21, 1-5: “Descendía del Cielo, la ciudad santa, la nueva Jerusalén”.
San Juan 13, 31-33. 34-35: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros”.
En este mundo de pesimismo, de violencia y de angustia, resuenan las palabras llenas de fe y de esperanza que Juan anuncia en el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”. No es la utopía de un iluminado que busca olvidar su oscuridad; no son los sueños de quien quiere escapar de la realidad; no es la alienación para soportar el sufrimiento. Es la respuesta de un pueblo sometido a la más cruel persecución que encuentra en Jesús Resucitado la fuerza para levantarse y soñar que otro mundo es posible, siempre basado en su palabra y en sus promesas.
Si algo caracterizó a Jesús fue la necesidad de trastocar los valores de su mundo, no en el sentido de destruirlo y crear otro distinto, sino en el de renovarlo desde sus raíces y hacerlo desde la pequeñez, desde la oscuridad, desde el anonimato. Jesús fue un soñador, pero un soñador cimentado fuertemente en el amor de Dios su Padre. Desde el amor y a través del sufrimiento, del fracaso, del dolor, pudo construir un mundo nuevo y diferente. Los primeros discípulos de Jesús estaban convencidos firmemente que Él supo convertir su fracaso en fermento de renovación del género humano, y que Dios ratificó esa entrega total de su vida con el triunfo en la Resurrección.
Hoy encontramos en la liturgia tres testimonios que nos llevarán a nosotros, discípulos no muy entusiastas y un poco acartonados, a quedarnos admirados ante el entusiasmo y la valentía con que aquellos hombres sencillos enfrentaban los grandes retos de vivir y proclamar un Evangelio que visto desde lejos parecía destinado al fracaso y que a partir de la Cruz toma nueva luz y se iluminaba en medio de todas las dificultades.
No es humanamente posible entender la entrega sin límites de Pablo que se multiplica no sólo en los lugares de tradición judía sino que se aventura a abrir las puertas del paganismo porque el Evangelio no pueden encerrarse en las fronteras sino que se propaga y extiende por toda la humanidad. El proyecto de Jesús no puede limitarse a un pueblo o una cultura,
El modo de vivir y de extender el Evangelio va desde el interior de la persona como lo proclama Juan en esa especie de despedida en que nos ofrece la herencia y el deseo de Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado”. Usando toda su ternura, llama a sus discípulos “Hijitos”, antes de proponerles el método y forma de vivir su Evangelio. Es lo que dará identidad y cohesión a los nuevos discípulos. Si se aman mutuamente con el amor que Jesús los ha amado, no dejarán de sentir su presencia, de percibir su espíritu y de construir su reino. El amor que han recibido de Jesús seguirá difundiéndose entre los suyos. Es lo que distingue al discípulo de Jesús: el amor. No entendido en el amor erótico tan de moda en nuestros tiempos, ni siquiera entendido en el afecto que se establece entre los amigos o los parientes. Jesús lleva mucho más allá su amor: el amor incondicional, de entrega, de servicio, de donación. Nada tiene que ver con el amor comercial y de intercambio que la sociedad actual proclama; nada con el amor egoísta que ama sólo a quien lo ama; es el amor capaz de superar las barreras y los obstáculos para acercarse al otro con el mismo amor de Jesús que nos invita: “Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso”. Es la señal de sus discípulos, es la señal del cristiano: el amor. Que no quede este mandamiento “nuevo”, sin estrenar, guardado bellamente en un nicho… que lo hagamos gastarse y desgastarse en la entrega generosa de nuestra persona como nuestro Padre nos ha amado. Ya el salmo nos pone el gran modelo: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento en enojarse y generoso para perdonar. Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas”. Parecerse a nuestro Padre Misericordioso sin venganzas sino siempre dispuestos al perdón.
Algunos pasajes del libro de Hechos de los Apóstoles nos presentan esta comunidad idílica donde el amor a Dios y a los hermanos se convierte en la fuente de la vida de esa pequeña comunidad. Y no es que no hubiera problemas, cada persona tiene sus propios intereses, sus cualidades y defectos, y la vida en comunidad siempre tiene sus dificultades. Pero las primeras comunidades son conscientes de que el amor que nos tiene Jesús es el mayor ejemplo y el mejor motor para construir una nueva comunidad. No se puede pensar en cristianos derrotados por la adversidad, la violencia o la mentira. Cristo con su Resurrección las vence y da nueva vida. Así lo entendió la perseguida comunidad del Apocalipsis, que a pesar de todos los dragones y bestias, símbolos inequívocos de perversión, maldad e injusticia, se atreve a proclamar con todas sus fuerzas su seguridad de alcanzar una nueva ciudad, símbolo de paz y de justicia. “Ésta es la morada de Dios con los hombres: vivirá con ellos como su Dios y ellos serán su pueblo. Dios enjugará todas sus lágrimas y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos, porque todo lo antiguo se terminó”.
Esta es la ciudad ideal construida con los cimientos del amor vivido al estilo de Jesús, de la justicia que da vida, de la paz que se comparte con todos los humanos. Una ciudad que podemos construir si, abandonando nuestros egoísmos, nos entregamos en el servicio y la donación plena: “Éste es mi mandamiento… que se amen los unos a los otros”. Así podremos construir la Nueva Ciudad, la Ciudad de Dios.
Señor Jesús, que nos has amado hasta el extremo, inflama nuestros corazones en tu divino amor, para que superando nuestros egoísmos, podamos construir la Nueva Jerusalén. Amén.