4/07/16

“Unión transformadora”

Monseñor Juan José Omella.

En semanas anteriores os he hablado del gran don y misterio de la Eucaristía. Os decía que tiende a unirnos profundamente con Dios. Y os hablaba de esas moradas o peldaños por los que llegamos a esa comunión profunda dándole estos calificativos: Dios en nosotros y nosotros en Diosincorporados a Cristo. Hoy doy a este breve escrito este sugerente título: Unión transformadora.
“Cuando comulgamos el Cuerpo de nuestro Salvador y bebemos su preciosísima Sangre, tenemos la vida en nosotros porque somos uno en Él, vivimos en Él y somos poseídos por Él” (In Lc, 909c), dice san Cirilo de Alejandría. No podía expresarse mejor qué es la Eucaristía y lo que realiza en nosotros.
Pero esa unión que se realiza entre el que comulga dignamente y Cristo va más allá de una simple incorporación, se trata más bien de una unión transformadora que nos hace ser el mismo Cristo. El que comulga puede decir con san Pablo: “Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
Así lo expresa, también, el Concilio Vaticano II: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos” (LG 26). En la Eucaristía recibimos al mismo Cristo, su persona, y no simplemente alguna cosa de Él. Hay unión de alma con alma, de cuerpo con cuerpo y de sangre con sangre, según expresión de la mística oriental. No somos ni absorbidos, ni invadidos, sino transformados en la unidad y podemos decir con el apóstol: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). Lo carnal es espiritualizado por el Espíritu. Lo humano es vivificado por el Hijo encarnado. Realmente “Dios se ha hecho hombre para hacer del hombre Dios” (San Ireneo). Si Cristo hubiese sido solamente Dios no hubiera podido unirse a nosotros. Si hubiese sido solamente hombre no hubiera podido alcanzarnos a todos. Pero Cristo, Dios y hombre verdadero, se hizo Eucaristía por nosotros y por medio de Él nos convertimos en eucaristía viviente para nuestros hermanos, los hombres (Cf. Rm 12,1-3).
Cuando Cristo se derrama en nuestras almas y se funde en nosotros, entonces somos transformados, somos asimilados a Él, igual que una gota pequeña de agua queda asimilada en el océano”. (Nicolás Cabasilas en La vie en Christ, p. 108)
De esta manera, la Eucaristía nos introduce en Dios, en su intimidad. Siendo poseídos por Él ya no nos pertenecemos, vivimos una vida nueva que nos empuja a “perder la propia vida y a despreciarla” (Mc 8,35). De esta manera se ha acabado el hombre viejo y surge una nueva vida, un hombre nuevo que “se va renovando, transformando, hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su creador” (Col 3,10). Es la unión transformadora.
Así lo expresa santa Teresa del Niño Jesús recordando su primera comunión: “Ese día, no se trataba de una mirada sino de una fusión. Ya no éramos dos; Teresa había desaparecido, como la pequeña gota de agua que se pierde en la inmensidad del océano. Jesús permanecía sólo, Él era el Maestro, el Rey.” (Manuscritos autobiográficos A, 35 r) Percibió de una manera muy sencilla, pero muy auténtica, la alegría exacta y profunda que puede saborear un alma cuando participa, a través de la Eucaristía, del misterio asombroso, extraordinario, de esta unión transformadora. A propósito del culto eucarístico, queridos hermanos, me gustaría animaros a participar en las 40 horas de adoración y plegaria durante el tiempo pascual y hasta la solemnidad del Corpus Christi. Se trata de una encomiable iniciativa que un año más promueven desde la Adoración Nocturna Femenina.
 Que Dios os bendiga a todos.
+Juan José Omella Omella
Arzobispo de Barcelona