El Papa en la Audiencia General
“¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Después de haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy iniciamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la ha llevado a su pleno cumplimiento. Jesús, de hecho, es la misericordia de Dios hecha carne. Una misericordia que Él ha expresado, realizado y comunicado siempre, en cada momento de su vida terrena. Encontrando a las multitudes, anunciando el Evangelio, sanando a los enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un amor abierto a todos, nadie excluido, un amor abierto a todos, sin fronteras. Un amor puro, gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su cúlmen en el Sacrificio de la cruz. Sí, el Evangelio es realmente el “Evangelio de la Misericordia” porque ¡Jesús es la Misericordia!
Los cuatros Evangelios dan fe de que Jesús, antes de empezar su ministerio, quiso recibir el bautismo de Juan Bautista (Mt 3,13-17; Mc1,9-11; Lc 3,21-22; Gv 1,29-34). Este suceso imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo. De hecho, Él no se ha presentado al mundo en el esplendor del templo, y podía hacerlo; no se ha hecho anunciar por sonido de trompetas, y podía hacerlo; y tampoco llegó bajo la apariencia de un juez, y podía hacerlo. Sin embargo, después de treinta años de vida escondida en Nazaret, Jesús fue al río Jordán, junto a tanta gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores para bautizarse.
Por tanto, desde el inicio de su ministerio, Él se ha manifestado como el Mesías que se hace cargo de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo afirma en la sinagoga de Nazaret identificándose con la profecía de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Todo cuanto Jesús ha cumplido después del bautismo ha sido la realización del programa inicial: llevar a todos el amor de Dios que salva; Jesús no ha traído el odio, no ha traído la enemistad: ¡nos ha traído el amor!, un amor grande, un corazón abierto para todos, para todos nosotros. Un amor que salva.
Él se ha hecho prójimo a los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón, alegría y vida nueva. ¡El Hijo enviado por el Padre es realmente el inicio del tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes en la orilla del Jordán no entendieron enseguida la grandeza del gesto de Jesús. El mismo Juan Bautista se sorprendió con su decisión (cfr Mt 3,14). ¡Pero el Padre celeste no! Él hizo escuchar su voz desde lo alto: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1,11). De esta forma el Padre confirma el camino que el Hijo ha iniciado como Mesías, mientras desciende sobre Él el Espíritu Santo en forma de paloma. Así, el corazón de Jesús late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios.
Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la mirada a Jesús crucificado. Cuando va a morir inocente por nosotros pecadores, Él suplica al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Es sobre la cruz que Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del mundo, y con eso todos nuestros pecados. Nada ni nadie queda excluido de esta oración de sacrificio de Jesús. Eso significa que no debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Pero, ¿cuántas veces decimos: ‘este es un pecador, este ha hecho eso, eso…’? Y por tanto juzgamos a los otros. ¿Y tú? Cada uno de nosotros debería preguntarse: ‘Sí, ese es un pecador, ¿y yo? Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados: todos tenemos la responsabilidad de recibir este perdón que es la misericordia de Dios.Por tanto, no debemos temer reconocernos pecadores, confesarnos pecadores porque cada pecado ha sido llevado por el Hijo a la cruz.
Y cuando nosotros nos confesamos arrepentidos encomendándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. ¡El sacramento de la Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que sale de la Cruz y renueva nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha adquirido! No debemos temer nuestras miserias: el poder del amor del Crucificado no conoce obstáculos y no se agota nunca.
Queridos, en este Año Jubilar pidamos a Dios la gracia de hacer experiencia del poder del Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida es plasmada por la fuerza de su amor que renueva”.