Juan Ignacio González Errázuriz
Obispo de San Bernardo (Chile)
Cada día debe resultarnos más claro que la reevangelización de nuestro mundo es una tarea permanente. Anunciar a Jesús sigue siendo la única misión
La reevangelización de nuestro mundo es una tarea permanente y siempre pendiente. Tenemos que conocer mejor la sensibilidad del hombre moderno, y continuar anunciando a Cristo, sin perder de vista que “el lugar donde recibimos la salvación traída por Jesús es la Iglesia”.
La Congregación para la Doctrina de la Fe ha dirigido a los obispos una interesante carta* acerca de dos tendencias que se dan en el mundo actual y en la misma Iglesia, que expresan desviaciones en la fe cristiana. La primera es la dificultad del mundo actual para percibir a «Jesús como el único Salvador de todo el hombre y de toda la humanidad»; y la segunda, «el individualismo centrado en el sujeto autónomo que tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza».
Cristo sería el inspirador de buenas acciones por el ejemplo de su vida, mas que «aquel que transforma la condición humana, incorporándonos en una nueva existencia reconciliada con el Padre y entre nosotros a través del Espíritu», y la autonomía de la persona conduciría «a la visión de una salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta perspectiva, se hace difícil comprender el significado de la Encarnación del Verbo, [...] por nosotros los hombres y por nuestra salvación».
El Papa Francisco se ha referido a menudo a estas visiones «que en algunos aspectos se asemejan a dos antiguas herejías: el pelagianismo y el gnosticismo. En nuestros tiempos, prolifera una especie de neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. [...] Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo, que consiste en elevarse “con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida”». La persona quedaría liberada del cuerpo y del cosmos material que no manifiestan la mano del Creador ni expresan su huella y la gracia ganada por Cristo con su vida, pasión y muerte por nosotros; sería como una realidad yuxtapuesta, a la cual cada uno adhiere según su deseo, pero prescindible y no necesaria para la salvación. La Iglesia, en cambio reafirma «que la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo».
En estas ideas está la explicación del los “ismos” que sufrimos: relativismo, individualismo, etc., presentes de manera global en la vieja Europa y causa de la actual crisis de identidad que la corroe, y en nuestra América, aprendiz secundona y acrítica, muchas veces, de cuantas teorías navegan por la mar océano hacia estas costas. En el fondo es −usando la palabra del Papa− la autorrefencialidad de quien termina creyéndose el centro de sí mismo y del mundo que lo rodea. San Agustín describió la actitud del soberbio como aquella que sólo lo hace pensar en sí mismo y hablar de sí mismo. Parece fuerte, pero vivir así es posible incluso en medio de una cierta realidad de servicio y espiritualidad; es lo que Francisco llama «mundanidad espiritual». El punto fundante de estas actitudes −muchas veces ni siquiera conscientes− es el abandono de Dios y de la salvación de Jesucristo; el rechazo de nuestra realidad creatural, de la caducidad del tiempo y de la vida futura, y de cualquier verdad objetiva.
Son errores que la Iglesia tuvo que combatir con fuerza ya en los tiempos primeros. Pelagio sostenía la capacidad natural del hombre para conseguir la salvación: bastaba el uso de la razón y de la libertad sin la intervención sobrenatural de Dios; y negaba la sustancia y las consecuencias del pecado original. El hombre, en efecto, nace sin ninguna mancha original, con la perfecta integridad de naturaleza con que salió Adán de las manos del Creador; el pecado del primer hombre no acarreó ningún perjuicio ni trajo consecuencia alguna para la posteridad; fue un mal ejemplo, y en tanto puede hablarse de pecado original en cuanto los hombres pecan a semejanza de Adán. Por consiguiente, ni el bautismo es de absoluta necesidad para la vida eterna −sino sólo para formar parte de la Iglesia− ni la gracia es necesaria para las obras sobrenaturales, ni la Redención puede ser considerada como un rescate. La gracia es, solamente, una iluminación interior; no actúa sobre nuestra voluntad y no transforma nuestra alma; la Redención es un reclamo, una invitación a una vida superior, pero permanece siempre exterior a nosotros.
Cada día debe resultarnos más claro que la reevangelización de nuestro mundo es una tarea permanente. Tenemos que descubrir nuevos métodos, conocer mejor la sensibilidad del hombre moderno, y continuar anunciando a Cristo, sin perder de vista que «el lugar donde recibimos la salvación traída por Jesús es la Iglesia, comunidad de aquellos que, habiendo sido incorporados al nuevo orden de relaciones inaugurado por Cristo, pueden recibir la plenitud del Espíritu de Cristo (Rm 8, 9)». Y no contentarnos con sucedáneos, gurús de última generación o tecnología de punta. Anunciar a Jesús sigue siendo la única misión.
*Carta "Placuit Deo": https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2018/03/01/plac.html