Ernesto Juliá
En la Resurrección de Jesús está encerrada, anunciada, la verdadera Revolución que pueda llenar de paz y de alegría el corazón del hombre
En la Resurrección, Jesucristo ha actuado con ese incomprensible silencio de Dios que maravilla y desconcierta al mundo. Y lo ha hecho en el acontecimiento más importante que ha visto jamás el universo.
En la Resurrección, Jesucristo ha actuado con ese incomprensible silencio de Dios que maravilla y desconcierta al mundo. Y lo ha hecho en el acontecimiento más importante que ha visto jamás el universo.
En el silencio el Hijo de Dios fue anunciado a su Madre en un rincón de Nazaret. En el silencio de la noche vivió su venida al mundo en un establo de Belén; y en el silencio del amanecer Resucitó en un lugar perdido de las afueras de Jerusalén.
Jesucristo nos conoce. Ha vivido con Dios Padre y Espíritu Santo la creación del mundo, la creación del hombre. ¿Es el silencio el lenguaje con el que nos quiere transmitir el Amor que Dios tiene a su criatura creada “a su imagen y semejanza”, para que descubramos, y vivamos la riqueza, la grandeza, de ser hijos de Dios en Él?
Dios habla en el silencio; y el hombre solo puede en el silencio descubrir, entender y amar a Dios.
El cardenal Sarah acierta en pleno con uno de sus pensamientos: “Sin el silencio, Dios desaparece en medio del ruido. Y ese ruido se vuelve tanto más obsesivo cuanto más ausente se halla de Dios. El mundo está perdido si no redescubre el silencio. Entonces la tierra se precipita en la nada”.
Es el ruido del pecado el que cierra los oídos del hombre para escuchar a Dios. El pecado, que no es sencillamente la droga, el alcohol, la soberbia de la vida, las mafias, hoy es muy especialmente el ruido del sexo vivido por puro y exclusivo placer y satisfacción personal-corporal el que tiene aturdido al hombre y a la mujer.
Nietzsche que no supo o no quiso entender el silencio de Jesucristo reconoció la fuerza y la eficacia de ese silencio cuando afirmó que Cristo “ha configurado la conciencia de millones de personas y ha partido en dos la historia del mundo”.
El silencio de Cristo no ha partido en dos la historia del hombre; le ha dado un sentido a toda la historia. Él es el alfa y omega, el principio y el fin de toda la creación, de toda la historia Y para abrir nuestra mente y nuestro corazón, y podamos así llegar a vivir con su misterio, guarda silencio.
El más asombroso de sus silencios es el de la Resurrección. ¿Por qué la Resurrección no fue un acontecimiento que hiciera temblar todas las murallas de Jerusalén? Podría haber vencido el sepulcro con un gesto semejante al Jesús del Juicio final de la Capilla Sixtina, y hubiera sido del agrado del superhombre de la imaginación de Nietzshe. Los hombres se hubieran aterrorizado llenos de miedo ante un dios así; quizá se le hubieran sometido.
No fue así porque Jesucristo, que conoce muy bien al ser humano, sabía que sin el silencio de la mente y del corazón, jamás hubiera llegado a pensar que era Dios quien le amaba. Y Dios no quiere esclavos. Ama al hombre y quiere ser amado por el hombre, porque sabe que amándole, el hombre es verdaderamente feliz, es un hombre “resucitado”.
El silencio de la Resurrección es el silencio en el que vive toda nuestra Fe; porque Jesucristo quiere que descubramos en el silencio de nuestras almas, de nuestra mente, de nuestro corazón, el Amor con el que Él ha muerto y Resucitado.
El silencio de la Resurrección es el silencio que anuncia el amanecer eterno. El hombre que no cierra los oídos al ruido del pecado, a los “líos” que se engendran en la mente, con un acto hondo de arrepentimiento de sus pecados, no podrá gozar de ese maravilloso silencio de la Resurrección que abre la inteligencia a la Fe, y así colma la más honda hambre de sabiduría de la razón: aprender a amar en el corazón de Cristo Resucitado.
En la Resurrección de Jesús está encerrada, anunciada, la verdadera Revolución que pueda llenar de paz y de alegría el corazón del hombre. Ya lo vislumbró el mismo Renan, que en su empeño por desfigurar la realidad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, no tuvo empacho en reconocer que “arrancar tu nombre (el de Jesús) del mundo sería lo mismo que sacudirlo en sus cimientos”.