José Benigno Freire
Ante sucesos o acontecimientos desagradables; mejor nos iría con una respuesta serena, pero eso del autocontrol… falla en ocasiones; quizá todos hemos sucumbido en ello alguna vez…
El título de estas líneas se lo tomé prestado a Salvo Noè, de su naciente best seller italiano. La venta del libro se acompañaba con un cartel rojo que destacaba el título. Cartel y libro llegaron al Papa Francisco, quien tuvo la ocurrencia de pegar el cartel en la puerta de su despacho. Alguien lo fotografió y lo colgó en la red. La fotografía se convirtió en viral y el libro se tradujo a varios idiomas en pocas semanas. Esconde algunas ideas sugestivas que me apetece comentar; aunque no destriparé el libro por si a alguien le entra la curiosidad de leerlo, cosa que recomiendo sin excesivo entusiasmo.
El autor arremete contra las quejas solo cuando constituyen el comportamiento habitual de una persona. Pues considera disculpables esas quejas súbitas, casi reflejas, ante sucesos o acontecimientos desagradables; mejor nos iría con una respuesta serena, pero eso del autocontrol… falla en ocasiones. Quizá todos hemos sucumbido en ello alguna vez… Lo dañino, por tanto, es el tono vital quejumbroso ante los aconteceres existenciales, ya que las quejas traslucen ciertas carencias en la personalidad. En concreto, Noè señala:
Insatisfacción. Intentaré explicarlo con un ejemplo sencillo: una persona normal y corriente no suele quejarse por no tener un helicóptero, pero tal vez lo haga por no disfrutar de un coche de alta gama… Es decir, el descontento se asienta en el terreno de lo posible o probable. Por lo tanto, quejarse es sentirse falto de algo que, a nuestra consideración, nos es merecido o debido: las cosas no son como nos gustaría que fuesen o como nos parecerían razonables o justas. En otras palabras, nos sentimos víctimas de la injusticia, menospreciados, agraviados, envidiados… o que la suerte nos resultó esquiva. En definitiva, los lamentos pretenden encontrar un chivo expiatorio que explique esa insatisfacción, sin menoscabar nuestra autoestima. Y también suavizar el desencanto y desaliento, buscando la miel de la compasión ajena, cuando se siente la falta de fuerzas o recursos para revertir la situación: victimismo, se llama. El victimismo es la suma del egocentrismo más la insatisfacción.
Pero la clave de la cuestión apunta en otra dirección: las quejas son estériles, inútiles, jamás consiguen nada. Noè lo fundamenta con argumentación contundente y lógica: las quejas mantienen la mente concentrada sobre el problema, pero no sobre la solución. Y aunque suene a perogrullada: los problemas solo se solucionan si se solucionan. Por consiguiente, lo útil y eficaz es buscar y encontrar salidas para solventar las encrucijadas de la vida. ¡Actuar!, y actuar con realismo y optimismo, entendiendo que el optimismo no significa que todo salga a nuestro antojo, sino en encontrarle a lo real su mejor lado. Quejarse, afligirse, recriminar… se asemeja al refunfuñar de los niños cuando se sienten obligados a obedecer. “Las quejas son como las mecedoras: te entretienen, ¡pero no te llevan a ningún sitio!” (Salvo Noè).
Aunque conviene precisar. Los sucesos y acontecimientos también impactan a nivel emocional. Recurro de nuevo a un ejemplo sencillo: la muerte de un ser querido. Quejarse nada resuelve: ¡no resucitará! Pero ese objetivismo no aquieta el profundo dolor interior, que despierta el proceso de duelo. Apesadumbra, y mucho. Hay que sanar esa herida, ayudarla a cicatrizar. Y uno de los remedios más eficaces es el desahogo: el mero contar las penas ya las aligera. Bueno es desahogarse…
Pero desahogarse no es quejarse. Desahogarse es una catarsis afectiva (emocional) que amortigua el dolor interior. Aunque corre el riesgo de convertirse en un lamento victimista (¡ineficaz!); para evitarlo, el desahogo ha de cumplir dos requisitos: 1) ser proporcional al suceso que lo desencadenó, es decir, explayarse con mesura; 2) no surgir por efecto directo de la explosión emocional, sino sosegado por el autocontrol. Para conseguirlo basta con aplicar una regla sencilla: desahogarse con la persona oportuna y en el momento oportuno…
Y lo paradójico, y sorprendente, es que en esta sociedad hipersensiblera y con incontables canales de comunicación, resulta dificilísimo encontrar ocasiones de consuelo. Escasean las personas con capacidad de escucha y empatía hacia las penas. Hoy prima el subir fotos placenteras a cualquier red social…
Por casualidad, cerca del ordenador descansa un libro en el que sobresalen unas tiritas de papel que marcan citas sugerentes. En una de ellas destaca la palabra QUEJA, y lo señalado dice así: Pero en estos tiempos difíciles y con tanta falta de amigos, al menos no se elijan hombres tristes, de esos que todo lo lloran, sin que haya cosa alguna que no les sirva de motivo para quejas, [pues] es contrario al equilibrio psicológico el amigo que anda siempre inquieto y el que se lamenta de todo. Al cerrar el libro, en la portada, se deja leer título y autor: “Tratados morales”, Lucio Anneo Séneca (¡Siglo primero!). Parece viene de antiguo…