Jaime Nubiola
Mientras para algunos Dios está en el centro de nuestra vida, otros −quizá mejores, con más virtudes o al menos con más ‘éxito’− tienen un hueco enorme en el centro de su vida que les duele constantemente
Ha llamado mi atención la fuerza con la que el australiano Matthew Kelly en su bestseller Resisting Happiness sostiene con rotundidad que mucha de la infelicidad que encuentra en su trabajo como coach con muy diferentes audiencias es la «resistencia a Dios». Mientras para algunos Dios está en el centro de nuestra vida, otros −quizá mejores, con más virtudes o al menos con más ‘éxito’− tienen un hueco enorme en el centro de su vida que les duele constantemente.
Sin duda, se trata de un descubrimiento propio de personas adultas. Aunque ese dolor pueda anestesiarse con señuelos diversos, al final reaparece siempre porque todas esas cosas no son capaces de llenar nuestra vida, de satisfacer plenamente nuestras aspiraciones humanas más queridas.
“Nada en este mundo puede satisfacer tu deseo de felicidad”, escribe Kelly en el tercer capítulo. Y explica: “La razón es muy sencilla. Tú tienes un hueco del tamaño de Dios. No puedes llenarlo con cosas, dinero, estatus, poder, sexo, drogas, alcohol, otras personas, experiencias o logros. Solo Dios puede llenarlo. Echa todo el dinero y todas las posesiones del mundo en el hueco y encontrarás que todavía está vacío y que ansías todavía algo más. Echa un Oscar, un Pulitzer, un Grammy o dos, diez o veinte millones de dólares y un Premio Nobel de la Paz en el hueco y todavía te parecerá vacío”.
Aunque la cultura mediática contemporánea pretenda disimularlo de manera habitual, los seres humanos nos tropezamos en nuestra vida una y otra vez con el sufrimiento. Resulta inevitable. Puede adoptar la forma de la muerte de seres queridos, la enfermedad propia o ajena, las rupturas familiares, las peleas con los amigos, la incomprensión, los celos y tantas otras formas de sufrir que padecemos los seres humanos. Muchas veces sufrimos, sobre todo, al ver sufrir a quienes queremos sin poder hacer nada efectivo por aliviarles. Me decía una experta que el sufrimiento es el ADN de la humanidad, pues hasta nacemos llorando para comenzar a respirar.
En esta misma dirección, el psiquiatra Kevin Majeres me contaba en una estancia en Harvard que en su práctica clínica se había encontrado muy a menudo con enfermos a los que el acercamiento a la vida cristiana les aliviaba notablemente su dolencia, pues gracias a la religión eran capaces de conferir algo más de sentido a su sufrimiento. Hace unos meses pude comprobar esto con mi alumna Celia a la que había atropellado un camión de reparto camino de la Universidad. Acabo de ver esta semana una nueva grabación en la que Celia asegura que «debajo del camión es donde me encontré con Dios». Me ha emocionado de nuevo y me parece que merece la pena visionarla, aunque por supuesto no resulte fácil hacerse cargo del abundante dolor que ha padecido y que ahora queda oculto tras su apacible sonrisa. Celia termina explicando: “No es que me alegre de que me atropellase un camión, pero sí que es verdad que le doy gracias a Dios de lo bien que ha ido todo porque al final fue como que me rompí en mil pedazos y renací de cada una de las cicatrices”.
Sin embargo, a veces la ayuda de Dios no llega o no se siente. Solo queda la esperanza de que en algún momento al final del túnel se verá la luz, esto es, el Amor. Quizá merece la pena recordar aquí −aunque sea un poco extensa− aquella hermosa descripción de Victor Frankl en la sección “Cuando todo se ha perdido” de El hombre en busca de sentido:
"Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el otro, no dijimos palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno pensaba en su mujer. De vez en cuando yo levantaba la vista al cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la mañana que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor".