Javier Vidal-Quadras
Si la libertad es posibilidad de amar y el amor es el ejercicio correcto de la libertad, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que “el Cielo son los otros”
En un lugar de esta tierra de cuyo nombre no quiero acordarme, una persona cuyo rostro he olvidado me describió el otro día un programa de televisión cuyo título sí retuve aunque intentaré no recordar: First Dates. Lo vino a definir como una feria de los egoísmos más burdos, en que se ponen en contacto dos personas que se dedican a buscar un apéndice para sus vidas, un títere que les acepte sin pretender de ellos ningún esfuerzo, mucho menos algo que lejanamente se parezca al amor.
Este comentario divertido en una comida de amigos me trajo a la memoria una frase que se ha convertido en un lugar común aceptado acríticamente en la concepción actual de la libertad: “mi libertad termina donde la de los demás empieza”. Se trata de una visión individualista de la libertad humana que, como afirma Bellamy, considera la sociedad como una yuxtaposición de libertades en la que las libertades de los demás se presentan como una amenaza constante a la mía. Ciertamente, si mi libertad termina donde comienza la de los otros, la convivencia en sociedad es un juego de suma cero (cuando uno gana, otro pierde) en el que, cuanta más libertad tienen los que me rodean, menos tengo yo y viceversa, de modo que he de estar siempre atento a defender mi propia parcela de libertad, no vaya a ser menoscabada por la libertad ajena.
Con esta percepción, no extrañará a nadie la conocida locución latina “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre), que acuñó Plauto y popularizó Hobbes en su conocida obra De Cive. Esta visión egoísta, escéptica y desconfiada de la libertad humana llegaría a su paroxismo con la célebre y durísima acusación de Jean-Paul Sartre: “el infierno son los otros”, pues “los otros” son, en efecto, para el filósofo, quienes me desplazan a “mí” del centro del universo que yo pensaba había sido creado para mí y solo para mí.
A Plauto le contestó Séneca, cuando, en sus Cartas a Lucilo, afirmó que “el hombre es sagrado para el hombre”, y a Hobbes y Sartre les ha contestado mucha gente, pero la profecía existencialista de este último ha seguido ejerciendo una nefasta influencia en las relaciones interpersonales. El programa First Dates es un buen ejemplo: la felicidad consiste en encontrar a alguien que se convierta en algo, es decir, que no amenace con sus personales pretensiones de felicidad mi pequeño mundo personal ni coarte un ápice mis propios anhelos y deseos.
Como contrapunto a la frase de Sartre, leí hace un tiempo en un librito titulado El poder de la belleza, escrito por Magdalena Bosch, una bellísima definición de libertad: “la libertad es posibilidad de amar, y el amor es la realización de la libertad”. Es más sencillo de explicar de lo que parece: la razón última por la que tenemos libertad es poder amar. Sin libertad no hay amor. Los autómatas no pueden amar. Solo aman los seres libres. Pero, claro, al ser libres podemos amar u odiar. Sin embargo, solo el amor es el fin, el destino de la libertad y solo en él puede ser realizada. La tenemos para eso, para amar, aunque podamos utilizarla para lo otro, para odiar. Lo mismo sucede con un hacha: es posibilidad de leña cortada (y esa fue la finalidad del que lo hizo), pero también puede matar a una persona.
Por lo tanto, si la libertad es posibilidad de amar y el amor es el ejercicio correcto de la libertad, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que “el Cielo son los otros”. Cuanto más ejerzamos nuestra libertad amándolos a ellos y no a nosotros mismos, más libres seremos. Solo así se puede amar para siempre y pase lo que pase. Solo así las First Dates se pueden transformar en Lifetime Dates. Pero, claro, sucede que amar a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos exige un cierto olvido de mí mismo, y eso ya cuesta más.
A lo que iba: no es cierto que mi libertad termine donde comienza la de los otros. ¡Los otros son mi libertad! Y es amándolos como mejor la ejerzo. Si se contempla la libertad de esta manera, la convivencia se transforma en un juego de suma positiva y mi libertad comienza, en realidad, donde también empieza la de los otros. Cuanto más la ejerzo (amando) más la procuro a los demás; y cuanto más libres son los otros (amando) más libre me hacen a mí porque, como es sabido, el amor alimenta al amor.
Y acabo ya, que me voy a mi Date, que sigue siendo First después de… ¡34 años!