9/23/18

El cristiano debe “estar allí donde nadie quiere ir, sirviendo”


Lituania: El Papa en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:
El libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura nos habla del justo perseguido, de aquel cuya “sola presencia” molesta a los impíos. El impío es descrito como el que oprime al pobre, no tiene compasión de la viuda ni respeta al anciano (cf. 2,17-20). El impío tiene la pretensión de creer que su “fuerza es la norma de la justicia”. Someter a los más frágiles, usar la fuerza en cualquiera de sus formas: imponer un modo de pensar, una ideología, un discurso dominante, usar la violencia o represión para doblegar a quienes simplemente, con su hacer cotidiano honesto, sencillo, trabajador y solidario, expresan que es posible otro mundo, otra sociedad. Al impío no le alcanza con hacer lo que quiere, dejarse llevar por sus caprichos; no quiere que los otros, haciendo el bien, dejen en evidencia su modo de actuar. En el impío, el mal siempre intenta aniquilar el bien.
Hace 75 años, esta nación presenciaba la destrucción definitiva del Gueto de Vilna; así culminaba el aniquilamiento de miles de hebreos que ya había comenzado dos años antes. Al igual que se lee en el libro de la Sabiduría, el pueblo judío pasó por ultrajes y tormentos. Hagamos memoria de aquellos tiempos, y pidamos al Señor que nos dé el don del discernimiento para detectar a tiempo cualquier rebrote de esa perniciosa actitud, cualquier aire que enrarezca el corazón de las generaciones que no han vivido aquello y que a veces pueden correr tras esos cantos de sirena.
Jesús en el Evangelio nos recuerda una tentación sobre la que tendremos que vigilar con insistencia: el afán de primacía, de sobresalir por encima de los demás, que puede anidar en todo corazón humano. Cuántas veces ha sucedido que un pueblo se crea superior, con más derechos adquiridos, con más privilegios por preservar o conquistar. ¿Cuál es el antídoto que propone Jesús cuando aparece esa pulsión en nuestro corazón o en el latir de una sociedad o un país? Hacerse el último de todos y el servidor de todos; estar allí donde nadie quiere ir, donde nada llega, en lo más distante de las periferias; y sirviendo, generando encuentro con los últimos, con los descartados. Si el poder se decidiera por eso, si permitiéramos que el Evangelio de Jesucristo llegara a lo hondo de nuestras vidas, entonces sí sería una realidad la “globalización de la solidaridad”. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (Ga 6,2)» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
Aquí en Lituania está la colina de las cruces, donde millares de personas, a lo largo de los siglos, han plantado el signo de la cruz. Los invito a que, al rezar el Ángelus, le pidamos a María que nos ayude a plantar la cruz de nuestro servicio, de nuestra entrega allí donde nos necesitan, en la colina donde habitan los últimos, donde es preciso la atención delicada a los excluidos, a las minorías, para que alejemos de nuestros ambientes y de nuestras culturas la posibilidad de aniquilar al otro, de marginar, de seguir descartando a quien nos molesta y amenaza nuestras comodidades.
Jesús pone en medio a un pequeño, lo pone a la misma distancia de todos, para que todos nos sintamos desafiados a dar una respuesta. Al recordar el “sí” de María, pidámosle que haga nuestro “sí” generoso y fecundo como el suyo.
[Angelus Domini…]
Feliz domingo. Buen almuerzo. — Gražaus sekmadienio! Skaniu pietu!

Oración del Papa ante el Monumento de las Víctimas de la Ocupación


«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,47). 
Tu grito, Señor, no deja de resonar, y hace eco en estas paredes que recuerdan los padecimientos vividos por tantos hijos de este pueblo. Lituanos y provenientes de diferentes naciones han sufrido en su carne el afán prepotente de quienes pretendían controlarlo todo. 
En tu grito, Señor, encuentra eco el grito del inocente que se une a tu voz y se eleva hacia el cielo. Es el Viernes Santo del dolor y de la amargura, de la desolación y de la impotencia, de la crueldad y del sinsentido que vivió este pueblo lituano ante la ambición desenfrenada que endurece y ciega el corazón. 
En este lugar de la memoria, te imploramos Señor que tu grito nos mantenga despiertos. Que tu grito, Señor, nos libre de la enfermedad espiritual al que como pueblo estamos siempre tentados: olvidarnos de nuestros padres, de lo que se vivió y padeció. 
Que en tu grito y en las vidas de nuestros mayores que tanto sufrieron encontremos la valentía para comprometernos decididamente con el presente y con el futuro; que aquel grito sea estímulo para no acomodarnos a las modas de turno, a los slogans simplificadores, y a todo intento de reducir y privar a cualquier persona de la dignidad con la que tú la has revestido. 
Señor, que Lituania sea faro de esperanza. Sea tierra de la memoria operosa que renueve compromisos contra toda injusticia. Que promueva intentos creativos en la defensa de los derechos de todas las personas, especialmente de los más indefensos y vulnerables. Y que sea maestra en cómo reconciliar y armonizar la diversidad.