El Papa el 11 en Santa Marta
Impresiona la sencillez y la transparencia, con la que Lucas nos relata la elección de los Apóstoles, los primeros obispos (Lc 6,12-19). Y he pensado reflexionar sobre la elección de obispos, como Jesús lo hizo la primera vez, ya que en este momento, en Roma, hay tres cursos para obispos: uno de actualización para los que cumplen 10 años de episcopado –que ya ha terminado–, otro para 74 obispos en territorios de misión, de la Congregación de Propaganda Fidae, y otro con unos 130-140 obispos de la Congregación de Obispos. En total, más de 200 nuevos obispos en estos dos últimos cursos.
Son tres cosas que llaman la atención de la actitud de Jesús. En primer lugar, que Jesús reza: «Subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios». La segunda actitud es que Jesús elige: es Él quien escoge a los obispos. Y tercero, Jesús baja con ellos a un lugar llano y encuentra el pueblo: en medio del pueblo. Precisamente, esas son las tres dimensiones del oficio episcopal: rezar, ser elegido y estar con el pueblo.
El primer aspecto es ser hombre de oración. Jesús reza, y reza por los obispos. Es el gran consuelo que un obispo tiene en los momentos malos: Jesús reza por mí. En ese momento, Jesús reza por mí. Además, lo dijo explícitamente a Pedro: “Yo rezaré por ti, para que tu fe no desfallezca”. De hecho, Jesús reza por todos los obispos. En este momento, delante del Padre, Jesús reza. El obispo halla consuelo y fuerza al ser consciente de que Jesús reza por él, está rezando por él. Y eso le lleva a rezar. Porque el obispo es hombre de oración. Pedro estaba convencido cuando anunció al pueblo la tarea del obispo: “A nosotros la oración y el anuncio de la palabra”. No dice: “A nosotros la organización de planes pastorales”.Así pues, tiempo para la oración y el anuncio de la palabra. De ese modo el obispo se sabe protegido por la oración de Jesús, y eso le lleva a rezar, que, además, es el primer deber del obispo. Rezar por el pueblo de Dios y por sí mismo. El obispo es hombre de oración.
La segunda dimensión que vemos aquí es que Jesús escogió a los Doce: no se eligieron ellos. Y lo mismo a los discípulos, como aquel endemoniado de Gerasa que quería irse con Jesús, tras ser liberado de los demonios. Pero Jesús le dijo que no: “no te escojo, tú quédate aquí y haz el bien aquí”. Porque el obispo fiel sabe que él no se ha elegido; el obispo que ama a Jesús no es un “trepa” que ejerce su vocación como si fuese una función, tal vez mirando otras posibilidades de avanzar y de ir más arriba. En realidad, el obispo se siente elegido. Y tiene la certeza de haber sido escogido. Y eso le lleva al diálogo con el Señor: “Tú me has elegido a mí, que soy poca cosa, que soy pecador”. Tiene humildad. Porque, cuando se siente elegido, nota la mirada de Jesús sobre su existencia y eso le da fuerza.
Y como tercer elemento, es hombre que no tiene miedo de bajar a un lugar llano y estar cerca del pueblo: es precisamente el obispo el que no se aleja del pueblo; es más, sabe que en el pueblo hay una unción para su tarea y halla en el pueblo la realidad de ser apóstol de Jesús. El obispo no se queda alejado del pueblo, no tiene actitudes que lo lleven a ser distante; el obispo toca al pueblo y se deja tocar por el pueblo. No busca refugio en los poderosos, en las élites, no. Serán las élites las que critiquen al obispo; el pueblo tiene esa actitud de amor al obispo, y esa especie de unción especial: confirma al obispo en su vocación.
Hombre en medio del pueblo, hombre que se siente escogido por Dios y hombre de oración: esa es la fuerza del obispo. Hace bien recordarlo en estos tiempos cuando parece que el Gran Acusador se ha soltado y se ceba con los obispos. Es verdad, todos somos pecadores, nosotros los obispos. Pero el Gran Acusador intenta desvelar los pecados, para que se vean, para escandalizar al pueblo. Es el Gran Acusador que, como él mismo dice a Dios en el primer capítulo del Libro de Job, da vueltas por el mundo buscando a quien acusar. La fuerza del obispo contra el Gran Acusador es la oración, la de Jesús por él y la suya propia; y la humildad de sentirse elegido y estar cerca del pueblo de Dios, sin aspirar a una vida aristocrática que le quita esa unción. Así pues, recemos hoy por nuestros obispos: por mí, por estos que están aquí delante y por todos los obispos del mundo.