10/31/18

‘No cometerás adulterio’

Hoy querría completar la catequesis sobre la Sexta Palabra del Decálogo −“No cometerás adulterio”−, señalando que el amor fiel de Cristo es la luz para vivir la belleza de la afectividad humana. Porque nuestra dimensión afectiva es una llamada al amor, que se manifiesta en la fidelidad, en la acogida y en la misericordia. Esto es muy importante. ¿Cómo se manifiesta el amor? En la fidelidad, en la acogida y en la misericordia.
Pero no se puede olvidar que este mandamiento se refiere explícitamente a la fidelidad matrimonial, y, por tanto, es bueno pensar más a fondo en su significado esponsal. Ese texto de la Escritura, el párrafo de la Carta de San Pablo, es revolucionario. Pensar, con la antropología de aquel tempo, y decir que el marido debe amar a su mujer como Cristo ama a la Iglesia (cfr. Ef 5,25): ¡es una revolución! Quizá, en aquel tiempo, era lo más revolucionario que se había dicho sobre el matrimonio. Siempre por el camino del amor. Nos podemos preguntar: este mandato de fidelidad, ¿a quién está destinado? ¿Solo a los esposos? en realidad, este mandato es para todos, es una Palabra paterna de Dios dirigida a cada hombre y mujer.
Acordémonos de que el camino de la madurez humana es el mismo recorrido del amor, que va desde el recibir cuidados a la capacidad de ofrecer cuidados, desde el recibir la vida a la capacidad de dar la vida. Ser hombres y mujeres adultos quiere decir llegar a vivir la actitud esponsal y paternal, que se manifiesta en las variadas situaciones de la vida como la capacidad de cargar el peso de otro y amarlo sin ambigüedad. Es, pues, una actitud global de la persona que sabe asumir la realidad y sabe entrar en una relación profunda con los demás.
Entonces, ¿quién es el adúltero, el lujurioso, el infiel? Es una persona inmadura, que se guarda su propia vida e interpreta las situaciones según su propio bienestar y satisfacción. Por tanto, para casarse, no basta celebrar el matrimonio. Hay que hacer un camino del yo al nosotros, de pensar solo a pensar los dos, de vivir solo a vivir los dos: es un buen camino, es un camino hermoso. Cuando llegamos a descentrarnos, entonces todo acto es esponsal: trabajamos, hablamos, decidimos, encontramos a los demás con actitud acogedora y entregada.
Toda vocación cristiana, en este sentido −ahora podemos ampliar un poco la perspectiva, y decir que toda vocación cristiana, en este sentido−, es esponsal. El sacerdocio lo es porque es la llamada, en Cristo y en la Iglesia, a servir a la comunidad con todo el afecto, el cuidado concreto y la sabiduría que el Señor da. A la Iglesia no le hacen falta aspirantes al papel de curas −no, no sirven, mejor que se queden en casa−, sino que hacen falta hombres a los que el Espíritu Santo toque el corazón con un amor sin reservas por la Esposa de Cristo. En el sacerdocio se ama al pueblo de Dios con toda la paternidad, la ternura y la fuerza de un esposo y de un padre. Y así también la virginidad consagrada en Cristo se vive con fidelidad y alegría como relación esponsal y fecunda de maternidad y paternidad.
Repito: toda vocación cristiana es esponsal, porque es fruto del vínculo de amor en el que todos somos regenerados, el vínculo de amor con Cristo, como nos ha recordado el texto de San Pablo leído al inicio. A partir de su fidelidad, de su ternura, de su generosidad miramos con fe al matrimonio y a toda vocación, y comprendemos el sentido pleno de la sexualidad.
La criatura humana, en su inseparable unidad de espíritu y cuerpo, y en su polaridad masculina y femenina, es realidad muy buena, destinada a amar y ser amada. El cuerpo humano no es un instrumento de placer, sino el lugar de nuestra llamada al amor, y en el amor auténtico no hay lugar para la lujuria ni para su superficialidad. ¡Los hombres y las mujeres merecen más que eso!
Así pues, la Palabra «No cometerás adulterio», aunque en forma negativa, nos orienta a nuestra llamada originaria, es decir, al amor esponsal pleno y fiel, que Jesucristo nos ha revelado y dado (cfr. Rm 12,1).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos de Francia y Suiza, en particular a los de la Diócesis de Evry, con su obispo Michel Pansard, a la Comunidad de l’Arche de Montpellier y a los jóvenes de Metz, de Le Mans y de Lille. Queridos amigos, en vísperas de la fiesta de Todos los Santos, os invito a hacer crecer en vosotros el deseo de caminar por los senderos de la santidad, para mayor gloria de Dios. Que Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la Audiencia de hoy, especialmente a los que vienen de Inglaterra, Irlanda, Dinamarca, Suecia, Indonesia, Corea, Filipinas, Vietnam y Estados Unidos de América. Agradezco a los coros por su alabanza a Dios a través del canto. Sobre todos vosotros y vuestras familias, invoco la alegría y la paz del Señor. Que Dios os bendiga.
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua alemana, en particular a los directivos de la Asociación de escuelas católicas de la Diócesis de Augsburgo. Dejaos guiar por el amor de Cristo que es la luz para vivir la belleza de la afectividad humana con una actitud madura y entregada. Que el Señor os dé la gracia para crecer cada vez más en la fidelidad a la plenitud de su amor.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Los animo a que, siguiendo el ejemplo de los santos, cuya solemnidad celebramos mañana, sean capaces de vivir su vocación con plenitud y fidelidad, en sintonía con ese amor nupcial que Jesucristo nos ha revelado y entregado como don. Muchas gracias.
Queridos peregrinos de lengua portuguesa, en particular los fieles de Leme y de Río de Janeiro, os deseo que esta peregrinación refuerce en vosotros la fe en Jesucristo que llama a cada hombre y mujer a hacer don de sí mismos al prójimo. Volved a casa con la certeza de que el amor de Dios, derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, nos hará ser cada vez más generosos. Que Dios bendiga a cada uno de vosotros.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua árabe, ‎en ‎‎‎particular a los provenientes de Egipto, Siria y Medio Oriente. El mandamiento “No cometerás adulterio” nos invita a la fidelidad a nuestros pactos y a nuestro amor. Todo verdadero amor produce un auténtico compromiso y un respeto por la alianza con quien amamos. Así pues, la traición del amor, indica la falta de madurez y egoísmo. Pidamos al Señor que nos dé el don de la fidelidad, tanto en el matrimonio como en la vida sacerdotal o monástica. Que el Seños os bendiga y os proteja ‎del‎ maligno.‎‎‏!
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. Mañana se celebra la Solemnidad de todos los Santos y pasado mañana la Conmemoración de todos los fieles Difuntos. Visitando las tumbas de nuestros seres queridos recordamos que tenemos una multitud de santos que delante de Dios interceden por nuestras necesidades. Pero no olvidemos que muchos difuntos esperan también nuestro apoyo espiritual. Recordémosles en nuestras oraciones, junto a María, “Reina de todos los Santos”, pidiendo que sean acogidos en las filas de los elegidos en el cielo. Que los santos nos ayuden a ser testigos de Cristo y de su Evangelio ante nuestros hermanos. Sea alabado Jesucristo.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. Me alegra recibir a las Capitulares de las Religiosas de María Inmaculada y a los grupos parroquiales, especialmente a los de Roma, Foggia y Sarno. Saludo a los participantes en la peregrinación promovida por la Orden Franciscana Secular de Italia; al personal del 132° Regimiento de Artillería Terrestre “Ariete”, de Maniago; a los grupos de la Asociación nacional de Marineros de Italia; a la delegación del network Aleteia y al grupo deportivo no-videntes de Vicenza.
Un pensamiento particular para los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. Mañana celebraremos la Solemnidad de Todos los Santos y, pasado mañana, la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Que el testimonio de fe de cuantos nos han precedido, refuerce en nosotros la certeza de que Dios acompaña a cada uno en el camino de la vida, nunca abandona a nadie a su suerte, y quiere que todos seamos santos, como Él es santo.

Un matrimonio maravillosamente normal

“San Josemaría nos dijo: con que os parezcáis un poco a vuestros padres ya vais bien. Y me parece que es un modelo, un desafío muy estimulante”
La parroquia San Josemaría Escrivá de Valencia acogió recientemente la conferencia “Una familia feliz” sobre el matrimonio Alvira, que vivió el ideal de matrimonio cristiano como camino de santidad según aprendieron del fundador del Opus Dei, y que actualmente se encuentra en proceso de beatificación.
Mª Isabel, licenciada en Historia, doctora en Filosofía por la Sorbona de París e hija del Paquita y Tomás, expuso la historia de su vida familiar y la relación cotidiana de sus padres tanto con sus hijos como con su entorno, con la que pretendió transmitir la manera entregada y cercana del matrimonio de vivir la fe y el espíritu del Opus Dei.
A través de fotografías familiares, cartas de sus padres y su propio testimonio, Mª Isabel Alvira relató el día a día del matrimonio de origen aragonés formado por Tomás Alvira y Paquita Domínguez, casados en junio de 1939. “Lo que me parece interesante es que ellos no solo pensaron que tenían que responder al plan de Dios, sino que también entendieron que el mensaje de San Josemaría era una entrega total en el matrimonio”, señaló la conferenciante, cosa que, apuntó también, fue un pensamiento adelantado a su tiempo, ya que en la época esa entrega total a Dios solo se relacionaba con el celibato.

Un amor conyugal que se desbordaba hacia los demás

Tomás Alvira, que se dedicó a la investigación en ciencias y a la enseñanza durante toda su vida, conoció a San Josemaría Escrivá por primera vez el 1 de septiembre de 1937, y aplicó junto con su mujer la idea transmitida por el fundador del Opus Dei de la posibilidad de alcanzar la santidad en la vida cotidiana, en su caso dentro del matrimonio. “Tenían un amor por Dios que se traslucía en su amor conyugal, y ese amor se desbordaba hacia los demás”, explicó Mª Isabel Alvira, quien remarcó la importancia de las relaciones de amistad que sus padres cultivaron con todo tipo de personas: colegas, vecinos, alumnos… Todos ellos con un recuerdo muy especial de la pareja por la preocupación que demostraban por los demás y el ambiente familiar que creaban a su paso.
“Los llaman matrimonio feliz, y no cabe duda de que lo fueron”, declaró la actual docente y doctora en Filosofía, “porque ellos tenían una paz y alegría permanentes, vivían con Dios”. Mª Isabel Alvira destacó especialmente esa alegría y esa fe que experimentaban con naturalidad en su hogar, a través del modo de vida que transmitían sus padres, su amor a la Eucaristía, a la Virgen o su agradecimiento permanente a Dios.

Un ambiente de libertad en la educación

La descendiente de los Alvira explicó que era tal el amor entre ellos, que nunca los vio discutir, y mostró a través de documentos gráficos cómo su padre, por ejemplo, dejaba plasmados los sentimientos hacia su mujer en sus dedicatorias en cartas y tarjetas de felicitación. Tomás Alvira también dejó escrita la expresión del ejemplo y la alegría que transmitía su familia: “No sé si habrá gente más feliz que nosotros. Más me parecería increíble”.
“También tenían una preocupación muy grande por vivir la humildad y que sus hijos tuvieran clara la importancia de esta virtud”, reveló la ponente, quien al mismo tiempo recordó que en su casa siempre se respiró un ambiente de libertad en la educación. “Nunca nos obligaron a nada, y no hacían sermones. Ellos rezaban el rosario y estábamos invitados”. Además, a través de varias anécdotas, Mª Isabel Alvira trasladó la manera en que les enseñaban a ella y a sus hermanos, más a través de una pedagogía indirecta que de la imposición, método que su padre también aplicó en su carrera docente.
La conferenciante también aclaró que, aunque hubo dificultades en su familia, la esperanza de sus padres y su amor les empujaba a una lucha constante. “Todo es un asunto de amor y caridad, y ahí se concreta la santidad, no en los fenómenos extraordinarios”, aseguró la hija del matrimonio. De hecho, narró algunas de las dificultades que había padecido la pareja a lo largo de su vida, como la expedición que su padre realizó con San Josemaría a través de los Pirineos para reunirse con su familia durante la Guerra Civil, o el fallecimiento prematuro de su hijo mayor a la edad de 5 años. Momentos que superaron, según comentó Mª Isabel Alvira, gracias a que “veían la mano de Dios en todo”.

Cartas de personas agradecidas por los favores del matrimonio Alvira

Tomás Alvira, que pidió la admisión en el Opus Dei en 1947, y Paquita Domínguez, que se unió en 1952, tuvieron nueve hijos y murieron en 1992 y 1994, respectivamente. Su proceso de beatificación se abrió en el año 2009 y actualmente se encuentra en la fase romana, según anunció Mª Isabel Alvira durante la charla.
En otro momento afirmó también que llegan muchas cartas de personas agradecidas por favores que han recibido tras acudir a la intercesión de sus padres, especialmente relacionados con dificultades para tener hijos. Como ejemplos simpáticos, contó de un matrimonio keniata que ha bautizado a su hijo con el nombre de “Tomás Alvira”, para que quedase claro a quién debía que naciera sano contra todo pronóstico. Y una niña francesa bautizada como “Paquita” por sus padres. “San Josemaría nos dijo: con que os parezcáis un poco a vuestros padres ya vais bien. Y me parece que es un modelo, un desafío muy estimulante”, concluyó la hija del matrimonio Alvira.
A la charla siguió un turno de preguntas en el que los asistentes, que llenaron el salón de actos de la parroquia a pesar de la previsión de lluvias, cuestionaron a Mª Isabel Alvira sobre asuntos como la forma de sus padres de corregirles cuando eran pequeños, cómo se enfrentaron estos a la muerte de su hijo mayor o sobre el proceso de beatificación del matrimonio, entre otros.
Este acto, que se enmarca dentro de la programación organizada por la parroquia con motivo del 90 aniversario de la fundación del Opus Dei, pretende dar a conocer algunas figuras que están en proceso de beatificación y santificación y que son ejemplo de vida cristiana.

La cara amable

Quiero hablar de la asignatura pendiente de tantos matrimonios: mostrar la cara amable, aquella que a veces tanto nos empeñamos en ocultar
Este mediodía he ido a misa. Sí, hay misas a mediodía (aclaro que, por mediodía, en España entendemos también la hora de comer, que se extiende entre 2 y 4 de la tarde, cuando en otros países están casi cenando). Y se puede ir. Incluso, un día laborable. Hay gente que lo hace. Por lo menos, habría unas treinta personas. Recuerdo que, una vez, al preguntar en un hotel por una iglesia cercana, la recepcionista me indicó amablemente dónde estaba y, acto seguido, con toda su buena intención, me previno: “pero hoy no creo que haya misas, ¡no es domingo!”.
El caso es que estábamos tranquilamente escuchando el Evangelio cuando ha entrado una joven muy atractiva y se ha sentado junto a un joven que también tenía buena estampa. Tendrían la edad de mis hijos mayores: en torno a los 30. Solo había una discordancia en el modo de vestir: él iba con camiseta, pantalón de chándal y zapatillas de deporte, mientras que ella iba con tacón alto y mucho más elegante. Sin duda, venían de lugares diferentes.
“¡Caramba, pues sí que estabas atento a la celebración!”, podrá pensar alguien a estas alturas. Y, ciertamente, me he distraído porque, cuando ella ha llegado al banco en que él la esperaba, la pareja en cuestión se ha abrazado y besado largamente (en la mejilla), con especial intensidad y alegría, como si se reencontraran después de un largo tiempo. Los que estábamos en los bancos de detrás no hemos podido evitar observar los rodeos de sus brazos, las manos entrelazadas, los susurros cómplices, las mal disimuladas sonrisas, pues eran los únicos cuerpos que se movían con frecuencia. Algunos de los feligreses hacían gestos de desaprobación.
Yo, sin embargo, he disfrutado de lo lindo al ver tanta alegría. Sin duda, estaban celebrando algo. Mi imaginación se ha disparado: ¿él le ha pedido la mano? (o ella, no se me vaya a enfadar alguna lectora). ¿Acaban de saber que están esperando un bebé? ¿Ha resultado negativa la biopsia de un tumor? ¿Les han confirmado que él ha aprobado las oposiciones? (esto último lo digo porque, como iba en traje de faena…). Sea lo que fuere, pienso que asistir a Misa, aún a riesgo de distraer a los otros feligreses con sus muestras de cariño, es una bonita forma de celebrarlo para un católico.
Que nadie tiemble, el post no va de misas.
La escena me ha recordado el piropo que, hace un par de semanas, nos lanzó a mi mujer y a mí un buen amigo que bajaba unas escaleras detrás de nosotros sin que lo supiéramos: “¡Mira, los novios!”, nos dijo, al vernos de la mano y bien juntitos. Y a mí me hizo especial ilusión porque (¡salvo con mi mujer!), no soy especialmente efusivo.
Los que me conocen ya ven por donde voy. Quiero hablar de la asignatura pendiente de tantos matrimonios: mostrar la cara amable, aquella que a veces tanto nos empeñamos en ocultar. Tal vez por una excesiva modestia o discreción, quizás por rutina o por descuido, por falta de atención, quién sabe si por ausencia de estímulos…, el caso es que, demasiado a menudo, algunos matrimonios que se quieren mucho y lo han demostrado durante muchos años han ido atenuando sus muestras de cariño en público hasta hacerlas casi desparecer.
El efecto es demoledor. Las personas que les rodean, sus hijos, sus familiares, sus amigos, sus compañeros de trabajo se pierden la mejor imagen del matrimonio, la que lo hace atractivo a los ojos de los demás. ¿Cómo queremos que nuestros hijos se enamoren de la vida matrimonial y familiar si no nos ven abrazados, besándonos y disfrutando el uno con el otro? ¿Si no nos ven dejarles colgados con cualquier excusa para irnos los dos solos y volver sensiblemente más unidos? ¿Si no experimentan, de vez en cuando, un pelín de vergüenza y embarazo ante las muestras de amor de sus padres? Naturalmente, con la prudencia conveniente, se entiende. No hacen falta grandes malabarismos: lo normal, como cuando éramos novios. Tienen que poder “palpar” nuestro amor. El mero transcurso del tiempo viviendo juntos no es suficiente.
Y si demoledor es el efecto para los terceros, más lo es para el propio matrimonio. El roce hace el cariño y, si no lo buscamos, acabaremos teniendo un amor platónico, espiritual y angélico que ni corresponde a nuestra naturaleza humana ni conviene a nuestra débil voluntad. Como somos cuerpo y alma, hay que poner ambos… y no solo en la alcoba. Hagan la prueba: un mes, un solo mes intensificando las muestras de cariño y, sin darse cuenta, desembocaran en un nuevo enamoramiento. El enésimo, ¡lo sé!

10/29/18

“Sois el presente, sed el futuro más luminoso”


Carta de los padres sinodales a los jóvenes



Nos dirigimos a vosotros, jóvenes del mundo, nosotros como padres sinodales, con una palabra de esperanza, de confianza, de consuelo. En estos días hemos estado reunidos para escuchar la voz de Jesús, “el Cristo eternamente joven” y reconocer en Él vuestras muchas voces, vuestros gritos de alegría, los lamentos, los silencios. 
Conocemos vuestras búsquedas interiores, vuestras alegrías y esperanzas, los dolores y las angustias que os inquietan. Deseamos que ahora podáis escuchar una palabra nuestra: queremos ayudaros en vuestras alegrías para que vuestras esperanzas se transformen en ideales. Estamos seguro que estáis dispuestos a entregaros con vuestras ganas de vivir para que vuestros sueños se hagan realidad en vuestra existencia y en la historia humana. 
Que nuestras debilidades no os desanimen, que la fragilidad y los pecados no sean la causa de perder vuestra confianza. La Iglesia es vuestra madre, no os abandona y está dispuesta a acompañaros por caminos nuevos, por las alturas donde el viento del Espíritu sopla con más fuerza, haciendo desaparecer las nieblas de la indiferencia, de la superficialidad, del desánimo. 
Cuando el mundo, que Dios ha amado tanto hasta darle a su Hijo Jesús, se fija en las cosas, en el éxito inmediato, en el placer y aplasta a los más débiles, vosotros debéis ayudarle a levantar la mirada hacia el amor, la belleza, la verdad, la justicia. 
Durante un mes hemos caminado juntamente con algunos de vosotros y con muchos otros unidos por la oración y el afecto. Deseamos continuar ahora el camino en cada lugar de la tierra donde el Señor Jesús nos envía como discípulos misioneros. 
La Iglesia y el mundo tienen necesidad urgente de vuestro entusiasmo. Haceos compañeros de camino de los más débiles, de los pobres, de los heridos por la vida.
Sois el presente, sed el futuro más luminoso. 

10/28/18

El Papa clausura el Sínodo

El episodio que hemos escuchado es el último que narra el evangelista Marcos sobre el ministerio itinerante de Jesús, quien poco después entrará en Jerusalén para morir y resucitar. Bartimeo es, por lo tanto, el último que sigue a Jesús en el camino: de ser un mendigo al borde de la vía en Jericó, se convierte en un discípulo que va con los demás a Jerusalén. Nosotros también hemos caminado juntos, hemos “hecho sínodo” y ahora este evangelio sella tres pasos fundamentales para el camino de la fe.
En primer lugar, nos fijamos en Bartimeo: su nombre significa “hijo de Timeo”. Y el texto lo especifica: «El hijo de Timeo, Bartimeo» (Mc 10,46). Pero, mientras el Evangelio lo reafirma, surge una paradoja: el padre está ausente. Bartimeo yace solo junto al camino, lejos de casa y sin un padre: no es alguien amado sino abandonado. Es ciego y no tiene quien lo escuche; y cuando quería hablar lo hacían callar. Jesús escucha su grito. Y cuando lo encuentra le deja hablar. No era difícil adivinar lo que Bartimeo le habría pedido: es evidente que un ciego lo que quiere es tener o recuperar su vista. Pero Jesús no es expeditivo, da tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe: escuchar. Es el apostolado del oído: escuchar, antes de hablar.
Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a Bartimeo para que se callara (cfr. v. 48). Para estos discípulos, el necesitado era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeterminado. Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes. Es un peligro del que tenemos que prevenirnos siempre. Para Jesús, en cambio, el grito del que pide ayuda no es algo molesto que dificulta el camino, sino una pregunta vital. ¡Qué importante es para nosotros escuchar la vida! Los hijos del Padre celestial escuchan a sus hermanos: no las murmuraciones inútiles, sino las necesidades del prójimo. Escuchar con amor, con paciencia, como hace Dios con nosotros, con nuestras oraciones a menudo repetitivas. Dios nunca se cansa, siempre se alegra cuando lo buscamos. Pidamos también nosotros la gracia de un corazón dócil para escuchar. Me gustaría decirles a los jóvenes, en nombre de todos nosotros, adultos: disculpadnos si a menudo no os hemos escuchado; si, en lugar de abrir vuestro corazón, os hemos llenado los oídos. Como Iglesia de Jesús deseamos escucharos con amor, seguros de dos cosas: que vuestra vida es preciosa ante Dios, porque Dios es joven y ama a los jóvenes; y que vuestra vida también es preciosa para nosotros, más aún, es necesaria para seguir adelante.
Después de la escucha, un segundo paso para acompañar el camino de fe: hacerse prójimos. Miramos a Jesús, que no delega en alguien de la «multitud» que lo seguía, sino que se encuentra con Bartimeo en persona. Le dice: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51). Qué quieres: Jesús se identifica con Bartimeo, no prescinde de sus expectativas; que yo haga: hacer, no solo hablar; por ti: no de acuerdo con ideas preestablecidas para cualquiera, sino para ti, en tu situación. Así lo hace Dios, implicándose en primera persona con un amor de predilección por cada uno. Ya en su modo de actuar transmite su mensaje: así la fe brota en la vida.
La fe pasa por la vida. Cuando la fe se concentra exclusivamente en las formulaciones doctrinales, se corre el riesgo de hablar solo a la cabeza, sin tocar el corazón. Y cuando se concentra solo en el hacer, corre el riesgo de convertirse en moralismo y de reducirse a lo social. La fe, en cambio, es vida: es vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. No podemos ser doctrinalistas o activistas; estamos llamados a realizar la obra de Dios al modo de Dios, en la proximidad: unidos a él, en comunión entre nosotros, cercanos a nuestros hermanos. Proximidad: aquí está el secreto para transmitir el corazón de la fe, no un aspecto secundario.
Hacerse prójimos es llevar la novedad de Dios a la vida del hermano, es el antídoto contra la tentación de las recetas preparadas. Preguntémonos si somos cristianos capaces de ser prójimos, de salir de nuestros círculos para abrazar a los que “no son de los nuestros” y que Dios busca ardientemente. Siempre existe esa tentación que se repite tantas veces en las Escrituras: lavarse las manos. Es lo que hace la multitud en el Evangelio de hoy, es lo que hizo Caín con Abel, es lo que hará Pilato con Jesús: lavarse las manos. Nosotros, en cambio, queremos imitar a Jesús, e igual que él ensuciarnos las manos. Él, el camino (cfr. Jn 14,6), por Bartimeo se ha detenido en el camino. Él, la luz del mundo (cfr. Jn 9,5), se ha inclinado sobre un ciego. Reconozcamos que el Señor se ha ensuciado las manos por cada uno de nosotros, y miremos la cruz y recomencemos desde allí, del recordarnos que Dios se hizo mi prójimo en el pecado y la muerte. Se hizo mi prójimo: todo viene de allí. Y cuando por amor a él también nosotros nos hacemos prójimos, nos convertimos en portadores de nueva vida: no en maestros de todos, no en expertos de lo sagrado, sino en testigos del amor que salva.
Testimoniar es el tercer paso. Fijémonos en los discípulos que llaman a Bartimeo: no van a él, que mendigaba, con una moneda tranquilizadora o a dispensar consejos; van en el nombre de Jesús. De hecho, le dirigen solo tres palabras, todas de Jesús: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). En el resto del Evangelio, solo Jesús dice ánimo, porque solo él resucita el corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar el espíritu y el cuerpo. Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantando al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la vida. Muchos hijos, muchos jóvenes, como Bartimeo, buscan una luz en la vida. Buscan un amor verdadero. Y al igual que Bartimeo que, a pesar de la multitud, invoca solo a Jesús, también ellos invocan la vida, pero a menudo solo encuentran promesas falsas y unos pocos que se interesan de verdad por ellos.
No es cristiano esperar que los hermanos que están en busca llamen a nuestras puertas; tendremos que ir donde están ellos, no llevándonos a nosotros mismos, sino a Jesús. Él nos envía, como a aquellos discípulos, para animar y levantar en su nombre. Él nos envía a decirles a todos: “Dios te pide que te dejes amar por él”. Cuántas veces, en lugar de este mensaje liberador de salvación, nos hemos llevado a nosotros mismos, nuestras “recetas”, nuestras “etiquetas” en la Iglesia. Cuántas veces, en vez de hacer nuestras las palabras del Señor, hemos hecho pasar nuestras ideas por palabra suya. Cuántas veces la gente siente más el peso de nuestras instituciones que la presencia amiga de Jesús. Entonces pasamos por una ONG, por una organización paraestatal, no por la comunidad de los salvados que viven la alegría del Señor.
Escuchar, hacerse prójimos, testimoniar. El camino de fe termina en el Evangelio de una manera hermosa y sorprendente, con Jesús que dice: «Anda, tu fe te ha salvado» (v. 52). Y, sin embargo, Bartimeo no hizo profesiones de fe, no hizo ninguna obra; solo pidió compasión. Sentirse necesitados de salvación es el comienzo de la fe. Es el camino más directo para encontrar a Jesús. La fe que salvó a Bartimeo no estaba en la claridad de sus ideas sobre Dios, sino en buscarlo, en querer encontrarlo. La fe es una cuestión de encuentro, no de teoría. En el encuentro Jesús pasa, en el encuentro palpita el corazón de la Iglesia. Entonces, lo que será eficaz es nuestro testimonio de vida, no nuestros sermones.
Y a todos vosotros que habéis participado en este “caminar juntos”, os agradezco vuestro testimonio. Hemos trabajado en comunión y con franqueza, con el deseo de servir a Dios y a su pueblo. Que el Señor bendiga nuestros pasos, para que podamos escuchar a los jóvenes, hacernos prójimos suyos y testimoniarles la alegría de nuestra vida: Jesús.

Palabras del Papa en el rezo del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, buenos días, aunque no parece tan bueno [llueve y hace viento]. Esta mañana, en la Basílica de San Pedro, hemos celebrado la Misa de clausura de la Asamblea del Sínodo de Obispos dedicada a los jóvenes. La primera Lectura, del profeta Jeremías (31,7-9), era particularmente apropiada a este momento, porque es una palabra de esperanza que Dios da a su pueblo. Una palabra de consuelo, fundada en que Dios es padre para su pueblo, lo ama y lo cuida como un hijo (cfr v. 9); le abre delante un horizonte de futuro, una senda accesible, practicable, por la que podrán caminar hasta «el ciego y el cojo, la mujer encinta y la parturienta» (v. 8), es decir, las personas en dificultad. Porque la esperanza de Dios no es un espejismo, como cierta publicidad donde todos son sanos y guapos, sino que es una promesa para gente real, con méritos y defectos, potencialidades y fragilidades, como todos nosotros: la esperanza de Dios es una promesa para la gente como nosotros.
Esta Palabra de Dios expresa bien la experiencia que hemos vivido en las semanas del Sínodo: ha sido un tiempo de consuelo y de esperanza. Lo ha sido principalmente como momento de escucha: escuchar requiere tiempo, atención, apertura de la mente y del corazón. Pero ese esfuerzo se transformaba cada día en consuelo, sobre todo porque teníamos en medio de nosotros la presencia vivaz y estimulante de los jóvenes, con sus historias y sus contribuciones. A través de los testimonios de los Padres sinodales, la realidad multiforme de las nuevas generaciones ha entrado en el Sínodo, por así decir, de todas partes: de cada continente y de tantas diversas situaciones humanas y sociales.
Con esa actitud fundamental de escucha, hemos intentado leer la realidad, captar los signos de estos tiempos. Un discernimiento comunitario, hecho a la luz de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo. Este es uno de los dones más bonitos que el Señor hace a la Iglesia Católica, el de recoger voces y rostros de las realidades más variadas y así poder intentar una interpretación que tenga en cuenta la riqueza y la complejidad de los fenómenos, siempre a la luz del Evangelio. Así, en estos días, hemos tratado sobre como caminar juntos a través de tantos retos, como el mundo digital, el fenómeno de las migraciones, el sentido del cuerpo y la sexualidad, el drama de las guerras y la violencia.
Los frutos de este trabajo están ya “fermentando”, como hace el zumo de la uva en las botas después de la vendimia. El Sínodo de los jóvenes ha sido una buena vendimia, y promete buen vino. Pero querría decir que el primer fruto de esta Asamblea sinodal debería estar precisamente en el ejemplo de un método que se ha intentado seguir, desde la fase preparatoria. Un estilo sinodal que no tiene como objetivo principal la redacción de un documento, que también es precioso y útil. Pero más que el documento es importante que se difunda un modo de ser y trabajar juntos, jóvenes y ancianos, en la escucha y en el discernimiento, para llegar a decisiones pastorales que correspondan a la realidad.
Invoquemos para esto la intercesión de la Virgen María. A Ella, que es la Madre de la Iglesia, encomendamos el agradecimiento a Dios por el don de esta Asamblea sinodal. Y que Ella nos ayude ahora a llevar adelante todo lo experimentado, sin miedo, en la vida ordinaria de las comunidades. Que el Espíritu Santo haga crecer, con su sabia fantasía, los frutos de nuestro trabajo, para continuar caminando juntos con los jóvenes del mundo entero.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, expreso mi cercanía a la ciudad de Pittsburgh, en Estados Unidos, y en particular a la comunidad judía, afectada ayer por un terrible atentado en la sinagoga. Que el Altísimo acoja a los difuntos en su paz, confortes a sus familias y sostenga a los heridos. Todos, en realidad, estamos heridos por este inhumano acto de violencia. Que el Señor nos ayude a apagar los focos de odio que se dan en nuestras sociedades, reforzando el sentido de humanidad, el respeto a la vida, los valores morales y civiles, y el santo temor de Dios, que es Amor y Padre de todos.
Ayer, en Morales, Guatemala, fueron proclamados Beatos José Tulio Maruzzo, religioso de los Frailes Menores, y Luis Obdulio Arroyo Navarro, asesinados por odio a la fe en el siglo pasado, durante la persecución contra la Iglesia, comprometida en promover la justicia y la paz. Alabamos al Señor y confiamos a su intercesión a la Iglesia guatemalteca, y a todos los hermanos y hermanas que desgraciadamente aún hoy, en varias partes del mundo, son perseguidos por ser testigos del Evangelio. A los dos Beatos un aplauso, todos.
Saludo con afecto a todos, queridos peregrinos de Italia y de varios países, en concreto a los jóvenes de Maribor (Eslovenia), a la Fundación española “Centro Académico Romano” y a los parroquianos de San Siro Obispo en Canobbio (Suiza). Saludo a los voluntarios del Santuario San Juan XXIII de Sotto il Monte, a los 60 años de la elección del amado Papa bergamasco; así como a los fieles de Cesena y de Thiene, a los monaguillos y a los chicos de la Acción Católica de la diócesis de Padua.
Hoy se celebra la fiesta del Señor de los Milagros, muy querida en Lima y en todo el Perú; dirijo un agradecido pensamiento al pueblo peruano y a la comunidad peruana de Roma. El domingo pasado estabais aquí con la imagen del Señor de los Milagros, y yo no me di cuenta. Muchas felicidades en el día de la fiesta. Y saludo con afecto a la comunidad venezolana en Italia, aquí reunida con la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, la Chinita.
A todos os deseo un feliz domingo y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta pronto!

10/27/18

El sentido del rosario


Son momentos o “escenas” de la vida de Cristo que se van contemplando a medida que van transcurriendo las avemarías, y son fuente de alegría y de luz, también de dolor y siempre de gloria para nosotros
Durante este mes que termina, el Papa Francisco nos ha pedido rezar el rosario por la Iglesia. Y parece lógico que prolonguemos luego esa oración por la misma u otras intenciones. Tanto a los que lo han rezado o lo rezan, como a los que se puedan plantear rezarlo, les puede interesar profundizar en el sentido del rosario[1].
¿Qué sentido tiene la oración del rosario? ¿No parece como una “cantinela” larga y repetitiva, poco adecuada para nuestra época, ávida de novedades y aficionada a lo breve y efímero? ¿Cómo es posible que los Papas la hayan aconsejado constantemente desde hace tantos siglos como “arma” para el combate espiritual?
1. El rosario tiene como finalidad “contemplar” la vida de Cristo. ¿Qué interés puede tener esto? La fe cristiana considera que sin Jesucristo no se puede comprender plenamente ni al hombre ni al mundo, pues en Él resplandece el sentido más profundo de la realidad. Por lo tanto, su vida, y los detalles de su vida, tienen multitud de consecuencias para la nuestra.

Contemplar la vida de Cristo

Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica que “todo en la vida de Jesús −desde los acontecimientos más llamativos hasta los pequeños detalles− es signo de su Misterio” (n. 515). ¿Qué significa esto? No se usa aquí la palabra misterio en su sentido habitual (algo que no se puede ver, comprender o explicar), sino en el sentido que le da san Pablo al “Misterio de Cristo”: Cristo nos ha revelado el ser y obrar de Dios-amor que estaba oculto durante siglos. ¿Y cómo lo ha hecho? Con todo lo que es, lo que hace y lo que dice. Con otras palabras, Él es el "sacramento" (el signo e instrumento) primordial de Dios, del que procede la capacidad significativa y operativamente eficaz de la Iglesia (lo que llamamos la sacramentalidad de la Iglesia) y de los siete sacramentos particulares.
2. A partir de ese “Misterio” de Cristo se entiende lo que son los “misterios” de la vida de Cristo: momentos o “escenas” de la vida de Cristo que se van contemplando en el rosario a medida que van transcurriendo las avemarías, y que se dividen en misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos (porque son fuente de alegría y de luz, también de dolor y siempre de gloria para nosotros).
Pues bien, dice también el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. nn. 516-518) que todos ellos y cada uno son, a la vez, misterios de Revelación, de redención y de recapitulación:
− Son misterios de revelación, porque en cada uno de ellos se nos ilumina algún aspecto fundamental de Dios y de la vida cristiana.
− Son misterios de redención, porque en cada uno de ellos Cristo nos salva y redime de nuestros pecados. Redención (de latín redemptio, volver a comprar, rescatar o liberar) quiere decir que se nos libera de cierta influencia que tiene el demonio sobre el pecador, de las consecuencias temporales del pecado (la rotura de la amistad con Dios, de la unidad en nuestro interior, en relación con los demás y con el mundo) y de la posibilidad (si no hubiera arrepentimiento) de la muerte eterna; por todo ello “Jesús” significa salvador.
− Son misterios de recapitulación (de capitis, cabeza) porque en cada uno de ellos se nos establece en nuestra condición primera de amigos de Dios y, más aún, se nos da la condición de Hijos de Dios, poniéndonos bajo el influjo vital de Cristo, nuestra Cabeza.
Cada uno de esos “misterios” (como su nacimiento, su bautismo, sus milagros y su predicación, su pasión, muerte y resurrección, etc.) los vivió Jesús por y para nosotros, como nuestro salvador y nuestro modelo. Ya hemos visto por qué es nuestro salvador, al librarnos del pecado. Es nuestro modelo no en un sentido meramente imitativo, sino que más bien en el sentido de que Él es verdaderamente el proyecto que el Espíritu Santotiene para configurarnos o identificarnos con Él, haciéndonos Hijos de Dios y contando con nuestra colaboración.
Además, Jesús nos ha dado el Espíritu Santo (y con Él la vida de la gracia o amistad con Dios) para que todo lo que Él ha vivido −bajo formas muy distintas− lo podamos vivir nosotros en Cristo y que Él lo viva en nosotros (cf. Ibid., 520 s).
Eso es la santidad: la identificación con Cristo (configuración más que imitación): con Su mente (y esto es la Fe), con Su corazón (y esto es la Caridad) y con Su actitud para obrar en conformidad con la voluntad del Padre (y esto es la Esperanza).
Todo esto no son meras especulaciones o sentimientos, sino profundas realidades atestiguadas por la Sagrada Escritura y la Tradición cristiana, y vividas de modos muy diversos por los santos y los mártires de todos los tiempos.

Rezar "desde la ojos" de María

3. Entre todos los santos que han “vivido” la vida de Cristo, destaca la Virgen María. San Juan Pablo II escribió precisamente una carta sobre El Rosario de la Virgen María"(2002). En ese documento propone a María como nuestro modelo y ayuda para contemplar la vida del Señor. Sus anotaciones sobre el Rosario son muy pertinentes y esclarecedoras, como veremos.
La mirada de María −observa Juan Pablo II− está siempre pendiente de su Hijo, a veces de modo interrogador o penetrante, otras veces con mirada dolorida, radiante o ardorosa ante los acontecimientos de la vida de Jesús. Ella recordaba y “guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Y también ahora desde el Cielo nos anima y apoya para que hagamos como ella. Por eso el rosario es una oración marcadamente contemplativa, más allá de la repetición de oraciones, que podría convertirse en algo mecánico si no se rezase con un poco de pausa y reflexión, tratando de “meternos” en el corazón de María y hacer nuestra su “mirada”.
El rosario es, pues, una “contemplación cristológica”, dice el santo Papa polaco. En esa contemplación recordamos esos “misterios” de Jesús tratando de revivirlos durante unos momentos −puede ayudar pararse unos segundos para contemplar la escena correspondiente, antes de rezar las 10 avemarías de cada misterio−.
Notemos, en un paréntesis, que este tratar de revivir (o “actualizar”) los misterios (sus asombrosos hechos y palabras en favor nuestro) de Cristo tiene su fundamento en que todos los actos de Jesús (sobre todo su “misterio pascual”, su paso al Padre) son actos de Dios, y por tanto no “pasan” al tiempo pretérito, como los nuestros, sino que están siempre en el “hoy” de Dios, son siempre actuales.
De esta manera −prosigue explicando el texto− al “hacer memoria” de ellos en actitud de fe y de amor, nos vamos abriendo a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con su vida, muerte y resurrección. Por eso el rosario es contemplación saludable que nos ayuda a asimilar todo lo que Cristo ha hecho por nosotros, de modo que forje la propia existencia.
El rosario, rezado así, con humildad, confianza y perseverancia (con una “asiduidad amistosa”), nos va ayudando a “comprender” al Señor. Y, como nadie mejor que Ella conoce a Cristo −sostiene Juan Pablo II−, “recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la ‘escuela' de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje”.
Así el rosario nos consigue abundantes dones del Espíritu Santo. En conjunto nos va identificando (configurando) con Cristo, de manera que nuestra conducta se va pareciendo a la suya (sin dejar de ser nuestra): vamos teniendo, como nos aconseja san Pablo “los sentimientos” de Cristo, nos vamos “revistiendo” de Él (cf. Flp, 2, 5: Rm 13, 14; Ga 2,3, 27).
Así vamos creciendo en la vida cristiana en compañía de María −madre de Cristo y de la Iglesia, madre espiritual de cada uno de nosotros− y con su ayuda, dejándonos “educar y modelar por ella”.
Afirma san Juan Pablo II que si Cristo nos ha asegurado “pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7), la oración del rosario −oración a Cristo por María, que siempre nos muestra a Jesús y nos lleva hacia Él− no puede dejar de ser eficaz. Y así es en efecto, para vencer las “batallas” de la vida cristiana y de la vida de la Iglesia; y también contra el demonio, al que el Papa actual ha llamado el “gran acusador (...), que siempre pretende separarnos de Dios y entre nosotros”.

[1] Entre los libros sobre el rosario, cabe citar: S. Luis Mª Grignion de Monfort, El secreto admirable del Santísimo Rosario, Barcelona 1988, trad. por I. Noriega y M. Jove (escrito a principios del s. XVIII); S. Josemaría Escrivá de Balaguer, Santo Rosario, Madrid 2010 (ed. crítica-histórica a cargo de P. Rodríguez, C. Anchel y J. Sesé), escrito en 1931; R. Guardini, El Rosario de Nuestra Señora, Bilbao 2005, trad. por A. López Quintás (escrito en 1940); T. López Fernández, Los veinte misterios del Rosario, Bogotá 2007.

Carta del Prelado del Opus Dei sobre la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Tengo la alegría de comunicaros que hoy recibí la confirmación de que el Santo Padre Francisco ha establecido que la ceremonia de la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri tenga lugar en Madrid, el sábado 18 de mayo de 2019.
Aunque más adelante se concretarán los detalles de la celebración, la noticia nos llena de agradecimiento a Dios y al Santo Padre. Os invito a uniros a mi petición a Guadalupe por las intenciones del Papa, especialmente por los trabajos de los padres sinodales reunidos estos días en Roma para tratar sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.
Precisamente este evento eclesial pone de relieve cómo una vida al servicio de Dios y de los demás, también de los más necesitados, puede estar llena de alegría y sentido, tal como vemos en la existencia de la futura beata. Guadalupe supo encontrar a Dios en el desempeño cotidiano de su labor científica y docente, en las distintas tareas de formación y gobierno que san Josemaría le encomendó, y en la enfermedad, llevada con gran espíritu cristiano.
Quienes la conocieron destacan su alegría y su buen humor −enraizados en la conciencia de saberse hija de Dios−, unidos a una determinación e iniciativa que forjaron en ella un corazón universal. Su ejemplo es reflejo de cómo “el Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada” (Gaudete et Exsultate, n. 1).
Considero una providencial coincidencia que la beatificación tenga lugar en el aniversario de la Primera Comunión de Guadalupe. Este hecho nos recuerda que “poner a Jesús en el centro de nuestra vida significa adentrarse más en la oración contemplativa en medio del mundo, y ayudar a los demás a ir por caminos de contemplación” (Carta Pastoral, 14-II-2017).
Guadalupe será la primera fiel laica del Opus Dei en ser elevada a los altares. Como un resello del camino que el Señor hizo ver a san Josemaría el 2 de octubre de 1928, del que acabamos de celebrar el 90º aniversario.
Con todo cariño os bendice, vuestro Padre
Fernando
Fuente: opusdei.org.
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Consolidar la unidad

El Papa ayer en Santa Marta


En la Primera Lectura de hoy (Ef 4,1-6), San Pablo, desde la soledad de la prisión, dirige a los cristianos un auténtico himno a la unidad, recordando la dignidad de la vocación. Es una soledad que acompañará al apóstol hasta su muerte en “Tre Fontane”, porque los cristianos están demasiado ocupados en sus luchas internas. El mismo Jesús, antes de morir, en la Última Cena, pidió al Padre la gracia de la unidad para todos. Sin embargo, ya estamos acostumbrados a respirar el aire de los conflictos: cada día, en la tele y en los periódicos, se habla de conflictos, un tras otro, de guerras, sin paz, sin unidad. Aunque se hagan pactos para detener cualquier conflicto, luego dichos acuerdos quedan desatendidos. De ese modo, la carrera armamentística, la preparación para las guerras, la destrucción, sigue adelante. Hasta las instituciones mundiales –lo vemos hoy–, creadas con la mejor voluntad de ayudar a la unidad de la humanidad y de la paz, se sienten incapaces de hallar un acuerdo: que si hay un veto aquí, un interés allá… Y les cuesta encontrar acuerdos de paz. Mientras, los niños no tienen de comer, no van a la escuela, no son educados, no hay hospitales, porque la guerra lo destruye todo. Tenemos como una tendencia a la destrucción, a la guerra, a la desunión. Es la tendencia que siembra en nuestro corazón el enemigo, el destructor de la humanidad: el diablo. Pablo, en este pasaje, nos enseña el camino hacia la unidad: “mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”. La unidad está ‘blindada’ –podemos decir– con el vínculo de la paz. La paz lleva a la unidad.
Por eso: “os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos”. Para hacer la paz, la unidad entre nosotros, humildad, dulzura –nosotros que estamos acostumbrados a insultarnos, a gritarnos…, dulzura– y magnanimidad. Olvídate, y abre el corazón. Pero, ¿se puede hacer la paz en el mundo con esas tres cosas pequeñas? Sí, es el camino. ¿Se puede llegar a la unidad? Si, por ese camino: humildad, dulzura y magnanimidad. Y Pablo es práctico, y continua con un consejo muy práctico: “sobrellevaos mutuamente con amor”. Soportarnos los unos a los otros. No es fácil, siempre sale el juicio, la condena, que lleva a la separación, a la distancia… Eso pasa, también cuando se crean distancias entre los miembros de una misma familia. Y el diablo es feliz por eso, es el inicio de la guerra. El consejo es pues soportare, porque todos damos motivo de fastidio, de impaciencia, ya que todos somos pecadores, todos tenemos defectos. San Pablo recomienda “conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”, inspirado seguramente por las palabras de Jesús en la Última Cena. “Un solo cuerpo y un solo Espíritu”.
Y luego sigue y nos hace ver el horizonte de la paz con Dios; como Jesús nos hizo ver el horizonte de la paz en la oración: “Padre, que sean uno, como Tú y yo”. La unidad. Además, en el Evangelio de hoy (Lc 12, 54-59), Jesús aconseja buscar un acuerdo con nuestro adversario “en el camino”: un buen consejo, porque no es difícil hallar un acuerdo al inicio del conflicto. El consejo de Jesús: ponte de acuerdo al inicio, hacer las paces al inicio: eso es humildad, eso es dulzura, eso es magnanimidad. Se puede construir la paz en el mundo entero con estas cosas pequeñas, porque esas actitudes son las de Jesús: humilde, manso, perdona todo. El mundo hoy necesita paz, nosotros necesitamos paz, nuestras familias necesitan paz, nuestra sociedad necesita paz. Empecemos en casa a practicar estas cosas sencillas: magnanimidad, dulzura, humildad. Sigamos por ese camino: el de hacer siempre la unidad, consolidar la unidad. Que el Señor nos ayude en ese camino.

Reconocerse pecadores

El Papa en Santa Marta el día 25


San Pablo, en la primera lectura de hoy (Ef 3,14-21), tiene la inquietud de trasmitir que conoció a Jesucristo a través de su experiencia, cuando cayó del caballo, cuando el Señor le habló al corazón. No conoció a Cristo comenzando por los estudios teológicos,  aunque luego fue a ver cómo en la Escritura estaba anunciado Jesús. A la pregunta que podemos hacerle: “Pablo, ¿quién es Cristo para ti?”, él contará su propia experiencia, sencilla: “Me amó y se entregó por mí”. Y Pablo quiere que esa experiencia la tengan los cristianos –en este caso los cristianos de Éfeso–, y entren en esa experiencia hasta que cada uno pueda decir: “Me amó y se entregó por mí”, pero decirlo con la experiencia propia. El Apóstol dice: “que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios”.
Y para llegar a la experiencia que San Pablo tuvo con Jesús, rezar muchas veces el Credo ayuda, pero el mejor camino pasa por reconocerse pecadores: es el primer paso. Cuando Pablo dice que Jesús se entregó por él, quiere decir que pagó por él y lo cuenta en sus Cartas. La primera definición que da de sí mismo es, precisamente, la de ser un pecador, diciendo que persiguió a los cristianos, y parte des haber sigo elegido por amor, pero pecador. El primer paso para el conocimiento de Cristo, para entrar en ese misterio es el conocimiento del propio pecado, de los propios pecados.
En el Sacramento de la Reconciliación decimos nuestros pecados, pero una cosa es decir los pecados y otra es reconocerse pecadores por naturaleza, capaces de hacer cualquier cosa, reconocerse una porquería. San Pablo experimentó su propia miseria, que necesitaba ser redimida, necesitaba de alguien que pagara el derecho a llamarse hijo de Dios: todos lo somos, pero decirlo, sentirlo, necesitaba el sacrificio de Cristo. Por tanto, reconocerse pecadores concretamente, avergonzándose de sí mismo.
Luego hay un segundo paso para conocer a Jesús: el de la contemplación, de la oración para pedir conocerlo. Hay una bonita oración de un Santo: “Señor, que te conozca y me conozca”: conocerse a sí mismo y conocer a Jesús. Aquí se da esa relación de salvación, y no podemos contentarnos con decir tres o cuatro palabras sobre Jesús porque conocer a Jesús es una aventura, pero una aventura en serio, no una aventura de niños, porque el amor de Jesús es sin límites. El mismo Pablo dice que Jesús tiene todo el poder de hacer mucho más de cuanto podemos pedir o pensar. Tiene el poder de hacerlo. Pero hay que pedirlo: “Señor, que te conozca; que cuando hable de ti, diga no palabras de papagayo, diga palabras nacidas de mi experiencia. Y, como Pablo, pueda decir: «Me amó y se entregó por mí», y decirlo con convicción”. Esa es nuestra fuerza, ese es nuestro testimonio. Cristianos de palabras tenemos muchos; incluso nosotros, tantas veces lo somos. Esa no es la santidad; santidad es ser cristianos que hacen en su vida lo que Jesús enseñó y lo que Jesús sembró en su corazón.
En definitiva, los dos pasos para conocer a Jesucristo: primer paso, conocerse a sí mismo, pecadores; pecadores. Sin ese conocimiento y sin esa confesión interior, de que soy un pecador, no podemos avanzar. Segundo paso, la oración al Señor, que con su poder nos haga conocer ese misterio de Jesús que es el fuego que Él trajo a la Tierra. Será una bonita costumbre si todos los días, en algún momento, pudiésemos decir: “Señor, que te conozca y me conozca”. Y así iremos adelante.

10/26/18

‘La sabiduría del tiempo’

El Papa con jóvenes y ancianos el día 23


Federica Ancona (Italia, 26 años): Papa Francisco, hoy los jóvenes estamos siempre expuestos a modelos de vida que exprimen una visión de “usar y tirar”, la que Usted llama “cultura del descarte”. Me parece que la sociedad de hoy nos empuja a vivir una forma de individualismo que acaba en la competencia. No me piden dar lo mejor de mí, sino que sea siempre mejor que los demás. Pero tengo la impresión de que quien cae en ese mecanismo al final acaba por sentirse un fracasado. ¿Cuál es el camino para la felicidad? ¿Qué hago para vivir una vida feliz? ¿Cómo podemos los jóvenes mirarnos por dentro y entender qué es verdaderamente lo importante? ¿Cómo podemos los jóvenes crear relaciones verdaderas y auténticas cuando todo a nuestro alrededor parece falso, de plástico? Gracias, Santo Padre.
“Falso y de plástico”: es la cultura del maquillaje, lo que importa son las apariencias; lo que cuenta es el éxito personal, incluso al precio de pisotear la cabeza ajena, y avanzar con esa competencia que tú dices −tengo aquí las preguntas escritas, para no perderme−. Y tu pregunta es: ¿cómo ser felices en este mercado de la competencia, en este mercado de la apariencia? Tú no has dicho la palabra, pero me permito decirla yo: en este mercado de la hipocresía; lo digo no en sentido moral, sino en sentido psicológico-humano: aparentar algo que no hay dentro, se aparenta de un modo pero por dentro hay vacío, por ejemplo, o está el afán por llegar. ¿Verdad?
Sobre esto se me ocurre decirte un gesto para explicar lo que quiero decirte en mi respuesta. El gesto es la mano tendida y abierta. La mano de la competencia está cerrada y agarra: siempre coger, acumular, tantas veces a caro precio, a costa de anonadar a los demás, por ejemplo, a costa del desprecio ajeno… ¡eso es la competencia! El gesto de la anti-competencia es este: abrirse. Y abrirse en camino. La competencia generalmente está cerrada: hace sus cálculos, tantas veces inconscientemente, pero está cerrada, no se pone en juego; en cambio, la madurez de la personalidad sucede siempre en camino, se pone en juego. Por decirlo con una expresión común: se ensucia las manos. ¿Por qué? Porque tiene la mano tendida para saludar, para abrazar, para recibir. Y esto me hace pensar en lo que dicen los santos, también Jesús: “Hay más alegría en dar que en recibir”.Contra esta cultura que mata sentimientos, está el servicio, servir. Y verás que la gente más madura, los jóvenes más maduros −maduros en el sentido de desarrollados, seguros de sí mismos, sonrientes, con sentido del humor− son los que llevan las manos abiertas, en camino, con el servicio. Y la otra palabra: que arriesguen. Si en la vida no arriesgas, nunca jamás serás madura, nunca dirás una profecía, solo tendrás la falsa ilusión de acumular para estar segura. Es una cultura del descarte, pero para los que no se sienten descartados es la cultura de la seguridad: tener todos los seguros posibles para estar bien. Y me viene a la mente aquella parábola de Jesús: el hombre rico que tuvo una cosecha tan grande que no sabía dónde guardar el grano. Y dijo: “Haré graneros más grandes y así estaré seguro”. La seguridad para toda la vida. Y Jesús dice que esa historia acabó así: “Necio: esta noche morirás” (cfr. Lc 12,16-21). La cultura de la competencia nunca mira el final; mira el final que se ha propuesto en su corazón: llegar, trepando, de cualquier modo, pero siempre pisoteando cabezas. En cambio, la cultura del convivir, de la fraternidad es una cultura del servicio, una cultura que se abre y se ensucia las manos.
Ese es el gesto. No sé, no quiero repetirme pero creo que esa es la respuesta esencial a tu pregunta. ¿Quieres salvarte de esa cultura que te hace sentirte una fracasada, de la cultura de la competencia, de la cultura del descarte, vivir una vida feliz? Abre: el gesto de la mano siempre tendida así, la sonrisa, en camino, nunca sentada, en camino siempre, ensúciate las manos. Y serás feliz. No sé, eso es lo que se me ha ocurrido decirte.
Tony y Grace Naudi (Malta, 71 y 65 años): Santo Padre, me llamo Tony. Mi mujer Grace y yo hemos creado una familia de cuatro hijos, un hijo y tres hijas, y tenemos cinco nietos y otro en camino. Como muchas familias, hemos dado a nuestros hijos una educación católica, y hemos hecho de todo para ayudarles a vivir la palabra de Dios en su vida diaria. Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos como padres por trasmitir la fe, los hijos alguna vez son muy críticos, nos contestan, parecen rechazar su educación católica. ¿Qué debemos decirles? Para nosotros la fe es importante. Es doloroso para nosotros ver a nuestros hijos y nietos alejados de la fe o muy cogidos por las cosas más mundanas o superficiales. Díganos unas palabras de ánimo y de ayuda. ¿Qué podemos hacer como padres y abuelos para compartir la fe con nuestros hijos y nuestros nietos?
Hay una cosa que dije una vez, porque me vino espontánea, sobre la trasmisión de la fe: la fe se trasmite “en dialecto”. Siempre. El dialecto familiar, el dialecto… Pensad en la madre de aquellos siete jóvenes que leemos en el Libro de los Macabeos: hasta dos veces el relato bíblico dice que la madre les animaba “en dialecto”, en su lengua materna, porque la fe la había trasmitido así, la fe se trasmite en casa. Siempre. Son precisamente los abuelos, en los momentos más difíciles de la historia, los que han trasmitido la fe. Pensemos en las persecuciones religiosas del siglo pasado, en las dictaduras genocidas que todos hemos conocido: eran los abuelos los que, a escondidas, enseñaban a los nietos a rezar, la fe, y también a escondidas los llevaban al bautismo. ¿Por qué no los padres? Porque los padres estaban involucrados en la filosofía del partido, de ambas partes [nazi y comunista] y, si se hubiese sabido que hacían bautizar a sus hijos, habrían perdido el trabajo, por ejemplo, o se habrían convertido en víctimas de persecuciones. Me contaba una maestra de uno de esos países, que el lunes después de Pascua tenían que preguntar a los niños: “¿Qué comisteis ayer en casa?”, simplemente, y de los que decían “huevos, huevos”, pasar la información para castigar a los padres. Así que no podían trasmitir la fe: eran los abuelos los que lo hacían. Y tuvieron, en esos momentos de persecución, una gran responsabilidad por eso, asumida por ellos mismos, y la llevaban adelante, a escondidas, con los métodos más elementales.
Repito: la fe se trasmite siempre en dialecto: el dialecto de casa. Y también el dialecto de la amistad, de la cercanía, pero siempre en dialecto. No se puede trasmitir la fe con el Catecismo: “lee el Catecismo y tendrás la fe”. No. Porque la fe no son solo los contenidos, es el modo de vivir, de valorar, de gozar, de entristecerse, de llorar…: es toda una vida lo que lleva allí. Y la pregunta es un poco −permítame−, parece un poco expresar un sentido de culpa: “¿Quizá hemos fracasado en la trasmisión de la fe?”. No. No se puede decir eso. La vida es así. Al inicio trasmitisteis la fe, pero luego se vive, y el mundo hace propuestas que entusiasman a los hijos en su crecimiento, y muchos se alejan de la fe porque hacen una elección, no siempre mala, pero tantas veces inconsciente, entre los valores, oyen ideologías más modernas y se alejan. He querido detenerme en esta descripción de la trasmisión de la fe para decir mi parecer. Lo primero es no asustarse, no perder la paz. La paz, siempre hablando con el Señor: “Hemos trasmitido la fe y ahora…”. Tranquilos. Nunca intentar convencer, porque la fe, como la Iglesia, no crece por proselitismo, crece por atracción −esta es una frase de Benedicto XVI−, es decir, por testimonio. Escucharlos, acogerlos bien, a los nietos, a los hijos, acompañarles en silencio.
Me viene a la mente una anécdota de un sindicalista −un dirigente, un sindicalista que conocí−, que a los 20 o 21 años había caído en el alcohol. Vivía solo con su madre, porque la madre lo tuvo de joven. Él se emborrachaba. Y por la mañana veía que su madre salía para ir a trabajar: trabajaba lavando las sábanas, las camisas, como se lavaba en aquel tiempo, con una madera. Trabajaba toda la jornada, y el hijo allí… Y él veía a su madre, pero se hacía el dormido −no tenía trabajo en un tiempo en que había mucho trabajo−, y veía cómo la madre se paraba, lo miraba con ternura y se iba a trabajar. Esto le hizo derrumbarse: aquel silencio, aquella ternura de la madre hizo derrumbarse todas las resistencias, y un día dijo: “No, esto no puede ser”, se esmeró, maduró y formó una buena familia, una buena carrera… Silencio, ternura… Silencio que acompaña, no el silencio de la acusación, no, el que acompaña. Es una de las virtudes de los abuelos. Hemos visto tantas cosas en la vida que muchas veces solo el silencio bueno, el cálido, puede ayudar.
Luego, si uno se pregunta cuáles son las causas de ese alejamiento, siempre hay una sola causa que abre las puertas a las ideologías: los ejemplos negativos. No siempre en la familia, no, la mayor parte son los malos ejemplos de gente de Iglesia: curas neuróticos, o gente que dice ser católica y lleva una doble vida, incoherente, por buscar dentro de las comunidades cristianas cosas que no son valores cristianos… Son siempre los malos ejemplos los que alejan de la fe. Y luego, las personas que reciben esos ejemplos negativos, acusan. Dicen: “Yo he perdido la fe porque he visto esto y esto…”. Y tienen razón. Solamente hace falta otro testimonio, el de la bondad, de la mansedumbre, de la paciencia, el ejemplo que dio Jesús en su pasión, cuando sufría y era capaz de tocar el corazón.
A los padres y abuelos que tienen esa experiencia les aconsejo mucho amor, mucha ternura, comprensión, buen ejemplo y paciencia. Y oración, oración. Pensad en Santa Mónica: venció con las lágrimas. Era estupenda. Pero nunca discutir, jamás, porque eso es una trampa: los hijos quieren llevar a los padres a la discusión. No. Mejor decir: “No sé responder a eso, busca en otra parte, pero busca, busca…”. Siempre evitar la discusión directa, porque eso aleja. Y siempre el buen ejemplo “en dialecto”, o sea, con esas caricias que ellos comprenden. Eso.
Rosemary Lane (Estados Unidos, 30 años): Santo Padre, he tenido el privilegio de pasar un año recogiendo la sabiduría de los ancianos de todo el mundo para el libro “La sabiduría del tiempo”. He preguntado a algunos ancianos cómo afrontan sus fragilidades, sus incertidumbres para el futuro. Una mujer sabia, Conny Caruso, me dijo que nunca hay que darse por vencidos. Debo trabajar, luchar, tener confianza en la vida. Pero hoy la confianza no se puede dar por descontada. Incluso de Usted advertí personalmente ese mensaje de confianza. Me hace pensar que la confianza me venga de personas que han vivido ya mucho. Los jóvenes vivimos una vida difícil, vivimos en un mundo inestable y lleno de desafíos. ¿Qué diría Usted, como abuelo, a jóvenes que quieren tener confianza en la vida, que desean construirse un futuro a la altura de sus sueños?
¡Un buen trabajo has hecho con esas entrevistas! ¡Es una bonita experiencia que no olvidaré nunca, jamás! Una hermosa experiencia. Tomo la última palabra: “a la altura de sus sueños”. Sueños es la última palabra. Y la respuesta es: comienza a soñar. Sueña todo. Me viene a la cabeza aquella bonita canción: “Nel blu dipinto di blu, felice di stare lassù”.Soñar así, descaradamente, sin vergüenza. Soñar es la palabra. Y defender los sueños como se defiende a los hijos. Esto es difícil de entender pero es fácil de sentir: cuando tienes un sueño, algo que no sabes cómo decir, pero lo guardas y lo defiendes para que la costumbre diaria no te lo quite. Abrirse a horizontes que son contra las clausuras. ¡Las clausuras no conocen horizontes, los sueños sí! Soñar, y tomar los sueños de los ancianos. Cargar a cuestas a los ancianos y sus sueños. Cargar a esos ancianos, sus sueños; no escucharlos, grabarlos, y luego decir “ahora vamos a divertirnos”. No. Llevarlos encima. El sueño que recibimos de un anciano es un peso, cuesta llevarlo adelante. Es una responsabilidad: debemos llevarlo adelante.
Hay una imagen que viene del Monasterio de Bose, que se llama “la Santa Comunión”, es un monje joven que lleva a un anciano, lleva adelante los sueños de un anciano, y no es fácil, se ve que le cuesta. En esa imagen tan bonita se ve a un joven que fue capaz de cargar los sueños de los ancianos y los lleva adelante, para hacerlos fructificar. Esto quizá sirva de inspiración. No puede cargar a todos los ancianos a cuestas, pero sus sueños sí, y llévalos adelante, cárgalos, que te hará bien. No solo escucharlos, escribirlos, no: cárgalos y llévalos adelante. Y eso te cambia el corazón, eso te hace crecer, eso te hace madurar. Es la madurez propia de un anciano.
Ellos, en los sueños, te dirán también lo que han hecho en la vida; te contarán los errores, los fracasos, los éxitos, te dirán eso. Tómalo. Toma toda esa experiencia de vida y ve adelante. Ese es el punto de partida. ¿Qué diría a los jóvenes que quieren tener confianza en la vida?: carga los sueños de los ancianos y llévalos adelante. Eso te hará madurar. Gracias.
Fiorella Bacherini (Italia, 83 años): Papa Francisco, estoy preocupada. Tengo tres hijos. Uno es jesuita como Usted. Han elegido su vida y van adelante por su camino. Pero miro también a mi alrededor, miro mi país, el mundo. Veo crecer las divisiones y la violencia. Por ejemplo, Me sorprendió mucho la dureza y la crueldad que hemos presenciado en el trato a los refugiados. No quiero discutir de política, hablo de la humanidad. ¡Qué fácil es hacer crecer el odio entre la gente! Y me vienen a la cabeza los momentos y recuerdos de la guerra que viví de niña. ¿Con qué sentimientos está Usted afrontando este momento difícil de la historia del mundo?
Gracias. Me ha gustado ese “no hablo de política, hablo de humanidad”. Eso es sabio. Los jóvenes no tienen la experiencia de las dos guerras. Yo aprendí de mi abuelo que hizo la primera, en Piave, aprendí muchas cosas de su relato. Hasta las canciones un poco irónicas contra el rey y la reina, todo eso aprendí. Los dolores, los dolores de la guerra… ¿Qué deja una guerra? Millones de muertos, en la gran tragedia. Luego vino la segunda, y esa la conocí en Buenos Aires con tantos inmigrantes que llegaron: tantos, tantos, después de la Segunda Guerra Mundial: italianos, polacos, alemanes… tantos, tantos. Y escuchándoles comprendí, todos comprendimos qué era una guerra, que nosotros no conocíamos. Creo que es importante que los jóvenes conozcan los efectos de las dos guerras del siglo pasado: es un tesoro, negativo, pero un tesoro para trasmitir, para crear conciencias. Un tesoro que también hizo crecer el arte italiano: el cine de la posguerra es una escuela de humanismo. Que ellos conozcan esto es importante, para no caer en el mismo error. Que ellos conozcan cómo crece un populismo: por ejemplo, pensemos en el ’32-’33 de Hitler, aquel jovencito que había prometido el desarrollo de Alemania tras un gobierno que había fracasado. Que sepan cómo comienzan los populismos.
Ha dicho usted una palabra muy fea pero muy cierta: “sembrar odio”. Y no se puede vivir sembrando odio. Nosotros, en la experiencia religiosa de la historia de la religión, pensemos en la Reforma: hemos sembrado odio, tanto, por ambas partes, protestantes y católicos. Esto lo dije explícitamente en Lund, y ahora desde hace 50 años lentamente nos hemos dado cuenta de que ese no era el camino y estamos intentando sembrar gestos de amistad y no de división. Sembrar odio es fácil, y no solo en la escena internacional, también en el barrio. Uno va, habla mal de una vecina, de un vecino, siembra odio, y cuando se siembra odio hay división y maldad en la vida ordinaria. Sembrar odio con comentarios, con los chismes… De la gran guerra bajo a los chismorreos, pero son de la misma especie. Sembrar odio también con las murmuraciones en familia, en el barrio, es matar: matar la fama ajena, matar la paz y la concordia en familia, en el barrio, en el lugar de trabajo, hacer crecer los celos, las competencias de que hablaba la primera chica. ¿Qué hago yo −era su pregunta− cuando veo que el Mediterráneo es un cementerio? Yo, le digo la verdad, sufro, rezo, hablo. No debemos aceptar ese sufrimiento. No decir “bueno, en todas partes se sufre, sigamos adelante…”. No, eso no va. Hoy está la tercera guerra mundial a pedacitos: un pedacito aquí, un pedacito allá, y ahí, y… Mirad los lugares de conflicto. Falta de humanidad, agresión, odio entre culturas, entre tribus, hasta una deformación de la religión para poder odiar mejor. Ese no es el camino: esa es la senada del suicidio de la humanidad. Sembrar odio, preparar la tercera guerra mundial, que está en marcha a pedacitos. Y creo que no exagero en esto. Me viene a la mente −y esto hay que decirlo a los jóvenes− aquella profecía de Einstein: “La cuarta guerra mundial se hará con piedras y palos”, porque la tercera habrá destruido todo. Sembrar odio y hacer crecer el odio, crear violencia y división es un camino de destrucción, de suicidio, de otras destrucciones. ¡Esto se puede tapar con la libertad, se puede tapar con tantos motivos! Aquel jovencito del siglo pasado, en los años 30, lo tapaba con la pureza de la raza; y aquí, los inmigrantes. Acoger al inmigrante es un mandato bíblico, porque “tú mismo fuiste inmigrante en Egipto” (cfr. Lv 19,34). Y pensemos: Europa fue hecha por inmigrantes, tantas corrientes migratorias en los siglos han hecho la Europa de hoy, las culturas se han mezclado. Y Europa sabe bien que en los momentos malos otros países, de América, por ejemplo, tanto del Norte como del Sur, recibieron a los inmigrantes europeos, sabe qué significa eso. Debemos, antes de expresar un juicio sobre el problema de las migraciones, retomar nuestra historia europea. Yo soy hijo de un inmigrante que fue a Argentina, y muchos, en América, tienen un apellido italiano, son inmigrantes. Acogidos con el corazón y con las puertas abiertas. Pero la clausura es el inicio del suicidio. Es verdad que se deben acoger inmigrantes, se deben acompañar, pero sobre todo se deben integrar. Si acogemos “así sin más”, no hacemos un buen servicio: está la labor de la integración. Suecia fue un ejemplo por más de 40 años en esto. Yo lo viví de cerca: cuántos argentinos y uruguayos, en el tiempo de nuestras dictaduras militares, se refugiaron en Suecia. Y los integraron enseguida, inmediatamente. Escuela, trabajo… Integrados en la sociedad. Y Cuando el año pasado fui a Lund, me recibió en el aeropuerto el Primer Ministro, y luego, como no podía venir él a despedirse, envió a una Ministra, creo de cultura… En Suecia, donde todos son rubios, esta era un poco oscura: una Ministra de cultura así… Luego supe que era hija de una sueca y de un inmigrante de África. Tan integrada que llegó a ser Ministra del país. Así se integran las cosas. En cambio, la tragedia que todos recordamos de Zaventem, no fue hecha por extranjeros: ¡la hicieron jóvenes belgas! Pero jóvenes belgas que habían sido marginados en un barrio. Sí, fueron recibidos pero no integrados. Y ese no es el camino. Un gobierno debe tener −estos son los criterios− el corazón abierto para recibir, las estructuras buenas para hacer el camino de la integración y también la prudencia de decir: hasta este punto, puedo, más no puedo. Y para eso es importante que toda Europa se ponga de acuerdo en este problema. Al contrario, el peso más fuerte lo llevan Italia, Grecia, España, Chipre un poco, estos tres o cuatro países… Es importante.
Pero, por favor, no sembrar odio. Y hoy, yo pediría por favor a todos que miren el nuevo cementerio europeo: se llama Mediterráneo, se llama Egeo. Esto es lo que se me ocurre decirle. Y gracias por haber hecho esa pregunta, no por política, sino por humanidad. Gracias.
Jennifer Tatiana Valencia Morales (Colombia, 20 años): Papa Francisco, recogiendo las historias de este libro me ha sorprendido profundamente la vida de los ancianos. Usted habrá escuchado ya tantas historias en su vida. ¿Qué le empujó a aceptar este proyecto y a escuchar las historias de vida de las personas ancianas presentes en este libro? En este libro muchas historias son de ancianos que viven situaciones de gran pobreza, gente no importante a los ojos del mundo, de la sociedad. Nadie les escucharía. Después de haber escuchado historias de vida, ¿se siente Usted impresionado, cambiado? ¿Le gusta escuchar las historias de vida? ¿Le ayuda en su oficio de Papa?
La última pregunta: “¿Le gusta escuchar las historias de vida? ¿Le ayuda en su oficio de Papa?” Sí, me gusta. Me gusta. Cuando estoy en las Audiencias de los miércoles, comienzo a saludar a la gente, y me paro donde hay niños y ancianos. Y tengo tantas experiencias de escuchar ancianos. Os diré una solo, que se refiere a la familia. Una vez había una pareja que cumplían 60 años de matrimonio, pero eran jóvenes, porque en aquellos tiempos se casaban jóvenes. Hoy para casar a un hijo, la madre debe dejar de plancharle las camisas, porque si no, ¡no se va de casa! Pero en aquellos tiempos se casaban jóvenes. Yo les pregunté: “¿Valía la pena hacer ese camino?”, y ellos, que me miraban, se miraron entre sí, y luego volvieron a mirarme y tenían los ojos llorosos, y entonces me respondieron: “¡Estamos enamorados!”. Yo jamás pensé una respuesta tan “moderna” de una pareja que cumplía 60 años de matrimonio. Siempre te encuentras cosas nuevas, cosas nuevas que te ayudan a seguir adelante.
Y otra cosa: tuve una experiencia de diálogo con los ancianos, por casualidad, de niño. Me gustaba escucharlos. Una vecina nuestra era amante de la ópera, y yo de adolescente, con 16 o 17 años, la acompañé a la ópera, sí, en el “gallinero”, donde era menos costoso… Luego, mis dos abuelas, yo hablaba mucho con ellas: era curioso de su vida, me impresionaba. Una cosa que recuerdo mucho de los ancianos es una señora que venía a casa para ayudar a mi madre a lavar: era una siciliana, inmigrante, que tenía dos hijos; había pasado la guerra, la segunda guerra, y luego se fue con sus hijos; y ella contaba historias de guerra, y aprendí mucho del dolor de aquella gente, lo que significa dejar el país, hasta el punto de que a esa mujer la acompañé hasta su muerte, con 90 años. Y una vez que hubo un distanciamiento, por un acto mío de egoísmo, y la perdí de vista, sufrí mucho por no encontrarla.
Fue una bonita experiencia, con los ancianos, no me asustaban. Estaba siempre con los jóvenes, pero… Y con esas experiencias comprendí la capacidad de soñar que tienen los ancianos, porque siempre hay un consejo: “Ve así, haz eso…, te cuento esto, no te olvides de aquello…”. Un consejo no imperativo, sino abierto, y con ternura. Esos consejos me daban un poco el sentido de la historia y de la pertenencia. Nuestra identidad no es el carnet de identidad que tenemos: nuestra identidad tiene raíces, y escuchando a los ancianos encontramos nuestras raíces, como el árbol, que tiene sus raíces para crecer, florecer, dar fruto. Si cortas las raíces al árbol, no crecerá, no dará frutos, morirá quizá. Hay una poesía −la he dicho muchas veces− argentina de uno de nuestros grandes poetas, Bernárdez, que dice: “Lo que el árbol tiene florecido, viene de lo que tiene enterrado”. Pero no ir a las raíces para encerrarse ahí, como un conservador cerrado, no. Es hacer −y esto lo oí en el Aula del Sínodo, a uno de esos obispos sabios− como la trufa −¡es cara la trufa!−: nace cerca de la raíz, asimila todo y luego, ¡mira qué joya, la trufa! ¡Y qué daño hace al bolsillo tener una! Tomar la linfa de las raíces, las historias, y eso te da la pertenencia a un pueblo. Y esa pertenencia es lo que te da la identidad. Si me dices: ¿por qué hoy hay tantos jóvenes “líquidos”, con esa liquidez cultural que está de moda, que no sabes si son “líquidos” o “gaseosos”? ¡No es culpa de ellos! Es culpa de ese separarse de las raíces de la historia. Pero no se trata de ser como los ancianos, sino de tomar el jugo, como la trufa, y crecer y seguir adelante con la historia. Identidad, pertenencia a un pueblo.
Y otra experiencia que tuve, ya como cura y como obispo, es la que hacen los jóvenes cuando van de visita a una casa de reposo. En Buenos Aires, una pequeña experiencia. “¿Vamos allá? Pero es aburrido con esos viejos”. Esa era la primera reacción. Luego van, con la guitarra, comienzan… y los ancianos empiezan a despertarse, y al final son los jóvenes los que no quieren irse. Siguen tocando y tocando porque se crea ese vínculo.
Finalmente, la figura bíblica: cuando María y José llevan al Niño al Templo, hay dos ancianos que los reciben. Aquel hombre sabio que soñó toda la vida con encontrar, con ver al Liberador, al Salvador. Y canta aquella liturgia, inventa una liturgia de alabanza a Dios. Y aquella anciana que estaba en el Templo, con la misma esperanza, y hace la chismosa y va por todas partes diciendo: “Es este, es este…”, sabe trasmitir lo que ha descubierto en el encuentro con Jesús. Esa imagen de los dos viejos. La Biblia repite que son movidos por el Espíritu. Y dice que los jóvenes, María y José, con Jesús, quieren observar la Ley del Señor. Es una imagen muy bonita del diálogo y de la riqueza que se da en esto, que es riqueza de pertenencia y de identidad. No sé si te he respondido…
Martin Scorsese (Estados Unidos, 75 años): Santo Padre, ya hace mucho que hago películas, pero crecí en la clase trabajadora, en los barrios periféricos de Nueva York. Allí hay una iglesia, la catedral de San Patricio: es la primera catedral católica de Nueva York. Pasé tanto tiempo en aquella iglesia. Pero fuera de la iglesia, las cosas eran muy distintas: había pobreza, violencia… De niño comprendí que los sufrimientos que veía no estaban en la tele o en el cine: estaban justo allí, ante mis ojos, eran reales. Comprendí que en la calle había una verdad y que en la iglesia se presentaba otra verdad, y que no eran, o no parecían ser iguales. Fue verdaderamente muy difícil juntarlas, reconciliar esos dos mundos. El amor de Jesús parecía ser una cosa completamente “aparte”, a menudo extraña, respecto a lo que veía en la calle. Fui afortunado porque tuve padres buenos que me amaron y un sacerdote joven, extraordinario, que acabó siendo una especie de mentor para mí y para otros, en los años de formación. Pero, también hoy, mirando a nuestro alrededor −periódicos, televisión− parece que el mundo esté marcado por el mal. Hoy a las personas les cuesta cambiar, creer en el futuro. Ya no se cree en el bien. Asistimos incluso a penosos fracasos humanos en la misma institución de la Iglesia. ¿Cómo podemos las personas ancianas reforzar y guiar a los jóvenes en las experiencias que tendrán que afrontar en la vida? ¿Cómo, Santo Padre, puede sobrevivir la fe de un joven en este huracán? ¿Cómo podemos ayudar a la Iglesia en este esfuerzo? ¿De qué modo hoy un ser humano puede vivir una vida buena y justa en una sociedad donde lo que mueve a actuar son avaricia y vanidad, donde el poder se expresa con violencia? ¿Qué hago para vivir bien cuando experimento el mal?
Es un huracán, ciertamente. También cuando éramos niños se manifestaba un fenómeno que siempre ha estado, pero no tan fuerte… Hoy se ve más claramente lo que la crueldad puede hacer en un niño… El problema de la crueldad: ¿cómo se actúa respecto a la crueldad? Crueldad por todas partes. Crueldad fría en los cálculos para arruinar al otro… Y una de las formas de crueldad que me sorprende, en este mundo de los derechos humanos, es la tortura. En este mundo, la tortura es el pan de cada día, y parece normal, y nadie habla. La tortura es la destrucción de la dignidad humana. Una vez, dirigía a unos padres jóvenes, y hablé de cómo corregir a los niños, como castigarlos: a veces hace falta la “filosofía práctica” de la bofetada, un cachete, pero nunca en la cara, jamás, porque eso quita la dignidad. Vosotros sabéis dónde darlo −decía a los padres−, pero nunca en la cara. Y la tortura es como una bofetada en la cara, es jugar con la dignidad de las personas. La violencia. La violencia para sobrevivir, la violencia en ciertos barrios donde si no robas no comes. Y eso es parte de nuestra cultura, que no podemos negar, porque es la verdad y debemos reconocerla.
Pero dejo la pregunta: ¿cómo actuar respecto a la crueldad, la gran crueldad −he hablado de la tortura− y la pequeña crueldad que hay entre nosotros? ¿Cómo enseñar, cómo trasmitir a los jóvenes que la crueldad es un camino equivocado, una senda que mata, no solo a la persona, también a la humanidad, el sentido de pertenencia, la comunidad? Y aquí, hay una palabra que debemos decir: la sabiduría de llorar, el don de llorar. Ante esas violencias, esa crueldad, esa destrucción de la dignidad humana, el llanto es humano y cristiano. Pedir la gracia de las lágrimas, porque el llanto ablanda el corazón, abre el corazón. Es fuente de inspiración, llorar. Jesús, en los momentos más sentidos de su vida, lloró. En el momento en que vio el fracaso de su pueblo, lloró sobre Jerusalén. Llorar. No tengáis miedo de llorar por estas cosas: somos humanos.
Y luego, compartir la experiencia, y vuelvo a hablar del dialecto y de la empatía. Compartir la experiencia con empatía, con los jóvenes: no se puede tener una conversación con un joven sin empatía. ¿Dónde encuentro esa empatía? No condenar a los jóvenes, como los jóvenes no deben condenar a los ancianos, sino tener empatía: empatía humana. Yo me voy porque soy viejo, pero tú te quedarás, y esa es la empatía de la trasmisión de los valores.
Y la cercanía. La cercanía hace milagros. La no-violencia, la mansedumbre, la ternura: estas virtudes humanas que parecen pequeñas pero son capaces de superar los conflictos más difíciles, más feos. Cercanía, como usted quizá de niño se acercó a esa gente con tantos sufrimientos, y quizá de ahí comenzó a tomar la sabiduría que hoy nos muestra en sus películas. Cercanía a los que sufren. No tener miedo. Cercanía a los problemas. Y cercanía entre jóvenes y ancianos. Son pocas cosas: mansedumbre, ternura, cercanía. Y así se trasmite una experiencia y se hace madurar a los jóvenes, a nosotros mismos y a la humanidad.
Agradezco todas estas preguntas y vuestra reflexión, que me ha hecho hablar quizá demasiado. Gracias por vuestro trabajo, gracias a vosotros jóvenes sinodales y gracias a vosotros ancianos. Os pido que recéis por mí. Gracias.

Del prefacio del Papa al libro La sabiduría del tiempo
Últimamente llevo en el corazón un pensamiento. Siento que esto es lo que el Señor quiere que yo diga: que se haga una alianza entre jóvenes y mayores.
Este es el momento en el que los abuelos deben soñar, así los jóvenes podrán tener visiones. Tuve la certeza meditando el libro del profeta Gioele, donde dice: “Infundiré mi espíritu sobre todos los hombres y se convertirán en profetas vuestros hijos y vuestras hijas; vosotros ancianos soñarán, vuestros jóvenes tendrán visiones” (3,1).
¿Qué significa esto? Solamente si nuestros abuelos tienen el coraje de soñar y nuestros jóvenes de profetizar grandes cosas, nuestra sociedad avanzará. Si queremos “visiones” para el futuro, dejemos a nuestros abuelos que cuenten, que compartan sus sueños. ¡Necesitamos abuelos soñadores! Son ellos los que podrán inspirar a los jóvenes a correr hacia delante con la creatividad de la profecía.
Hoy los jóvenes necesitan de los sueños de los ancianos para tener esperanza, para tener un “mañana”. Por lo tanto los ancianos y los jóvenes caminan juntos y necesitan los unos de los otros.
Esto es lo que me gustaría: un mundo que viva un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos.