Javier Vidal-Quadras
Quiero hablar de la asignatura pendiente de tantos matrimonios: mostrar la cara amable, aquella que a veces tanto nos empeñamos en ocultar
Este mediodía he ido a misa. Sí, hay misas a mediodía (aclaro que, por mediodía, en España entendemos también la hora de comer, que se extiende entre 2 y 4 de la tarde, cuando en otros países están casi cenando). Y se puede ir. Incluso, un día laborable. Hay gente que lo hace. Por lo menos, habría unas treinta personas. Recuerdo que, una vez, al preguntar en un hotel por una iglesia cercana, la recepcionista me indicó amablemente dónde estaba y, acto seguido, con toda su buena intención, me previno: “pero hoy no creo que haya misas, ¡no es domingo!”.
El caso es que estábamos tranquilamente escuchando el Evangelio cuando ha entrado una joven muy atractiva y se ha sentado junto a un joven que también tenía buena estampa. Tendrían la edad de mis hijos mayores: en torno a los 30. Solo había una discordancia en el modo de vestir: él iba con camiseta, pantalón de chándal y zapatillas de deporte, mientras que ella iba con tacón alto y mucho más elegante. Sin duda, venían de lugares diferentes.
“¡Caramba, pues sí que estabas atento a la celebración!”, podrá pensar alguien a estas alturas. Y, ciertamente, me he distraído porque, cuando ella ha llegado al banco en que él la esperaba, la pareja en cuestión se ha abrazado y besado largamente (en la mejilla), con especial intensidad y alegría, como si se reencontraran después de un largo tiempo. Los que estábamos en los bancos de detrás no hemos podido evitar observar los rodeos de sus brazos, las manos entrelazadas, los susurros cómplices, las mal disimuladas sonrisas, pues eran los únicos cuerpos que se movían con frecuencia. Algunos de los feligreses hacían gestos de desaprobación.
Yo, sin embargo, he disfrutado de lo lindo al ver tanta alegría. Sin duda, estaban celebrando algo. Mi imaginación se ha disparado: ¿él le ha pedido la mano? (o ella, no se me vaya a enfadar alguna lectora). ¿Acaban de saber que están esperando un bebé? ¿Ha resultado negativa la biopsia de un tumor? ¿Les han confirmado que él ha aprobado las oposiciones? (esto último lo digo porque, como iba en traje de faena…). Sea lo que fuere, pienso que asistir a Misa, aún a riesgo de distraer a los otros feligreses con sus muestras de cariño, es una bonita forma de celebrarlo para un católico.
Que nadie tiemble, el post no va de misas.
La escena me ha recordado el piropo que, hace un par de semanas, nos lanzó a mi mujer y a mí un buen amigo que bajaba unas escaleras detrás de nosotros sin que lo supiéramos: “¡Mira, los novios!”, nos dijo, al vernos de la mano y bien juntitos. Y a mí me hizo especial ilusión porque (¡salvo con mi mujer!), no soy especialmente efusivo.
Los que me conocen ya ven por donde voy. Quiero hablar de la asignatura pendiente de tantos matrimonios: mostrar la cara amable, aquella que a veces tanto nos empeñamos en ocultar. Tal vez por una excesiva modestia o discreción, quizás por rutina o por descuido, por falta de atención, quién sabe si por ausencia de estímulos…, el caso es que, demasiado a menudo, algunos matrimonios que se quieren mucho y lo han demostrado durante muchos años han ido atenuando sus muestras de cariño en público hasta hacerlas casi desparecer.
El efecto es demoledor. Las personas que les rodean, sus hijos, sus familiares, sus amigos, sus compañeros de trabajo se pierden la mejor imagen del matrimonio, la que lo hace atractivo a los ojos de los demás. ¿Cómo queremos que nuestros hijos se enamoren de la vida matrimonial y familiar si no nos ven abrazados, besándonos y disfrutando el uno con el otro? ¿Si no nos ven dejarles colgados con cualquier excusa para irnos los dos solos y volver sensiblemente más unidos? ¿Si no experimentan, de vez en cuando, un pelín de vergüenza y embarazo ante las muestras de amor de sus padres? Naturalmente, con la prudencia conveniente, se entiende. No hacen falta grandes malabarismos: lo normal, como cuando éramos novios. Tienen que poder “palpar” nuestro amor. El mero transcurso del tiempo viviendo juntos no es suficiente.
Y si demoledor es el efecto para los terceros, más lo es para el propio matrimonio. El roce hace el cariño y, si no lo buscamos, acabaremos teniendo un amor platónico, espiritual y angélico que ni corresponde a nuestra naturaleza humana ni conviene a nuestra débil voluntad. Como somos cuerpo y alma, hay que poner ambos… y no solo en la alcoba. Hagan la prueba: un mes, un solo mes intensificando las muestras de cariño y, sin darse cuenta, desembocaran en un nuevo enamoramiento. El enésimo, ¡lo sé!