Darle la espalda a la muerte es tan absurdo como pensar que la ciencia o la medicina pueden dar respuesta al sufrimiento existencial que asalta al ser humano en sus últimos días
Leí el otro día un artículo conmovedor en el que un veterinario relataba cómo los perros buscan desesperadamente la mirada de los amos cuando les administran la inyección letal que los “duerme” (que los mata, entiéndase) y lo importante que es la presencia de su “familia” mientras les llega la muerte. “Los últimos momentos del animal suelen ser frenéticos y miran a su alrededor para buscar a sus dueños. Perciben cuándo toman la decisión de terminar con su sufrimiento, se sienten vulnerables y, en consecuencia, lo mejor es que siempre estén al lado de ellos para tranquilizarlos, además de darles el último adiós”, relataba este veterinario “cansado y con el corazón roto”, que apostillaba: “¡Las personas son el centro de su mundo durante toda su vida! Sin embargo, el 90% de los propietarios no quieren estar en la habitación cuando se les administra la inyección letal”. Según el profesional, los animales “buscan en cada rostro a la persona amada. No entienden por qué los dejas cuando están enfermos, asustados, viejos o muriendo de cáncer y necesitan tu cariño…”.
Tenemos en casa una frenchie y una mastina (algún día os contaré la historia de Vilma y Betty) que llenan nuestros días de esa luz que solo un peludo puede dar, y conforme iba leyendo el artículo me asaltaban infinidad de sensaciones y pensamientos. Desde la pena infinita y el vértigo ante la realidad de que algún día nos dirán adiós, hasta la rabia y la indignación contenida por ver cómo somos capaces de empatizar con las causas más nobles, animalismos y ecologías, mientras nosotros nos deshumanizamos (¿o debería decir nos desanimalizamos?) muriendo entre cables, en la aséptica sala de un hospital, más solos que la una, cuando no pidiendo la hora de pura depresión.
Menos mal que todavía quedan doctoras como Katryn Mannix, pionera en cuidados paliativos, que no se muerde la lengua: “En lugar de terminar nuestra vida en una habitación conocida y grata, rodeados de personas que nos quieren, ahora morimos en ambulancias, en quirófanos y en las unidades de cuidados intensivos, separados de nuestros seres queridos por la maquinaria de la preservación de la vida”. La doctora Mannix, que se ha convertido en todo un fenómeno editorial con su (absolutamente recomendable) libro Cuando el final se acerca sobre su experiencia de más de treinta años con enfermos terminales, ha tenido que venir a recordarnos que darle la espalda a la muerte es tan absurdo como pensar que la ciencia o la medicina pueden dar respuesta al sufrimiento existencial que asalta al ser humano en sus últimos días. Que no nombrarla para que deje de existir y no aceptar lo inevitable es, una vez más, como en tantos otros males que aquejan al desnortado hombre del siglo XXI, una lamentable demostración de infantilismo.
La muerte −la de verdad, no la que se exorciza cada año en el aquelarre hortera de Halloween− “se ha convertido en un tabú cada vez mayor”, asegura Mannix en un reciente reportaje en el diario El Mundo. “Al no saber qué esperar, la gente se cree a pies juntillas lo que ve en la televisión, el cine, las novelas o las redes sociales. Estas versiones de la agonía y de la muerte, que recurren al sensacionalismo y se trivializan al mismo tiempo, han reemplazado lo que en su día era una experiencia común: observar a las personas moribundas del entorno, ver la muerte lo suficientemente de cerca para reconocer sus patrones, entender que se puede vivir bien dentro de los límites de la pérdida de energía e incluso desarrollar cierta familiaridad con las fases que se suceden en el lecho de muerte”, explica, dejando en evidencia a la generación de la posverdad.
Si la abuela pudiera morir en casa −o en la residencia, si no hay más remedio, pero siempre con nuestra mano agarrando la suya− en lugar de en un box con cortinillas; si nuestro padre o nuestro hermano, o nuestro hijo, cuya vida llega naturalmente a su fin (queda para otro día el debate sobre la eutanasia, para el que la doctora Mannix tiene también serias reflexiones que aportar) pudiera morir en el que ha sido su hogar, abrazado y oyendo cuánto lo queremos y lo mucho que ha hecho por su familia en lugar de abandonarlo a una estéril tortura de cables; si pudiéramos velar su cadáver unas horas en la que ha sido su casa, rodeado de los suyos, dando gracias al Señor de la Vida por su vida y recuperando el sentido de la sacralidad y la trascendencia que necesariamente acompañan a la muerte en lugar de sacarlo rápidamente en una sedante funda con cremallera camino del tanatorio; si nos dejáramos, en fin, de tanta asepsia deshumanizante y decidiéramos acompañar en su último aliento al familiar enfermo que, como el perro (¿de verdad era necesario recordarlo?), busca en cada rostro a la persona amada y que no entiende por qué lo dejas solo cuando están asustado, viejo o muriendo de cáncer y necesita tu cariño… entonces, sí, morir como perros sería, parafraseando al joven Hamlet, un final piadosamente deseable.