10/26/18

‘La sabiduría del tiempo’

El Papa con jóvenes y ancianos el día 23


Federica Ancona (Italia, 26 años): Papa Francisco, hoy los jóvenes estamos siempre expuestos a modelos de vida que exprimen una visión de “usar y tirar”, la que Usted llama “cultura del descarte”. Me parece que la sociedad de hoy nos empuja a vivir una forma de individualismo que acaba en la competencia. No me piden dar lo mejor de mí, sino que sea siempre mejor que los demás. Pero tengo la impresión de que quien cae en ese mecanismo al final acaba por sentirse un fracasado. ¿Cuál es el camino para la felicidad? ¿Qué hago para vivir una vida feliz? ¿Cómo podemos los jóvenes mirarnos por dentro y entender qué es verdaderamente lo importante? ¿Cómo podemos los jóvenes crear relaciones verdaderas y auténticas cuando todo a nuestro alrededor parece falso, de plástico? Gracias, Santo Padre.
“Falso y de plástico”: es la cultura del maquillaje, lo que importa son las apariencias; lo que cuenta es el éxito personal, incluso al precio de pisotear la cabeza ajena, y avanzar con esa competencia que tú dices −tengo aquí las preguntas escritas, para no perderme−. Y tu pregunta es: ¿cómo ser felices en este mercado de la competencia, en este mercado de la apariencia? Tú no has dicho la palabra, pero me permito decirla yo: en este mercado de la hipocresía; lo digo no en sentido moral, sino en sentido psicológico-humano: aparentar algo que no hay dentro, se aparenta de un modo pero por dentro hay vacío, por ejemplo, o está el afán por llegar. ¿Verdad?
Sobre esto se me ocurre decirte un gesto para explicar lo que quiero decirte en mi respuesta. El gesto es la mano tendida y abierta. La mano de la competencia está cerrada y agarra: siempre coger, acumular, tantas veces a caro precio, a costa de anonadar a los demás, por ejemplo, a costa del desprecio ajeno… ¡eso es la competencia! El gesto de la anti-competencia es este: abrirse. Y abrirse en camino. La competencia generalmente está cerrada: hace sus cálculos, tantas veces inconscientemente, pero está cerrada, no se pone en juego; en cambio, la madurez de la personalidad sucede siempre en camino, se pone en juego. Por decirlo con una expresión común: se ensucia las manos. ¿Por qué? Porque tiene la mano tendida para saludar, para abrazar, para recibir. Y esto me hace pensar en lo que dicen los santos, también Jesús: “Hay más alegría en dar que en recibir”.Contra esta cultura que mata sentimientos, está el servicio, servir. Y verás que la gente más madura, los jóvenes más maduros −maduros en el sentido de desarrollados, seguros de sí mismos, sonrientes, con sentido del humor− son los que llevan las manos abiertas, en camino, con el servicio. Y la otra palabra: que arriesguen. Si en la vida no arriesgas, nunca jamás serás madura, nunca dirás una profecía, solo tendrás la falsa ilusión de acumular para estar segura. Es una cultura del descarte, pero para los que no se sienten descartados es la cultura de la seguridad: tener todos los seguros posibles para estar bien. Y me viene a la mente aquella parábola de Jesús: el hombre rico que tuvo una cosecha tan grande que no sabía dónde guardar el grano. Y dijo: “Haré graneros más grandes y así estaré seguro”. La seguridad para toda la vida. Y Jesús dice que esa historia acabó así: “Necio: esta noche morirás” (cfr. Lc 12,16-21). La cultura de la competencia nunca mira el final; mira el final que se ha propuesto en su corazón: llegar, trepando, de cualquier modo, pero siempre pisoteando cabezas. En cambio, la cultura del convivir, de la fraternidad es una cultura del servicio, una cultura que se abre y se ensucia las manos.
Ese es el gesto. No sé, no quiero repetirme pero creo que esa es la respuesta esencial a tu pregunta. ¿Quieres salvarte de esa cultura que te hace sentirte una fracasada, de la cultura de la competencia, de la cultura del descarte, vivir una vida feliz? Abre: el gesto de la mano siempre tendida así, la sonrisa, en camino, nunca sentada, en camino siempre, ensúciate las manos. Y serás feliz. No sé, eso es lo que se me ha ocurrido decirte.
Tony y Grace Naudi (Malta, 71 y 65 años): Santo Padre, me llamo Tony. Mi mujer Grace y yo hemos creado una familia de cuatro hijos, un hijo y tres hijas, y tenemos cinco nietos y otro en camino. Como muchas familias, hemos dado a nuestros hijos una educación católica, y hemos hecho de todo para ayudarles a vivir la palabra de Dios en su vida diaria. Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos como padres por trasmitir la fe, los hijos alguna vez son muy críticos, nos contestan, parecen rechazar su educación católica. ¿Qué debemos decirles? Para nosotros la fe es importante. Es doloroso para nosotros ver a nuestros hijos y nietos alejados de la fe o muy cogidos por las cosas más mundanas o superficiales. Díganos unas palabras de ánimo y de ayuda. ¿Qué podemos hacer como padres y abuelos para compartir la fe con nuestros hijos y nuestros nietos?
Hay una cosa que dije una vez, porque me vino espontánea, sobre la trasmisión de la fe: la fe se trasmite “en dialecto”. Siempre. El dialecto familiar, el dialecto… Pensad en la madre de aquellos siete jóvenes que leemos en el Libro de los Macabeos: hasta dos veces el relato bíblico dice que la madre les animaba “en dialecto”, en su lengua materna, porque la fe la había trasmitido así, la fe se trasmite en casa. Siempre. Son precisamente los abuelos, en los momentos más difíciles de la historia, los que han trasmitido la fe. Pensemos en las persecuciones religiosas del siglo pasado, en las dictaduras genocidas que todos hemos conocido: eran los abuelos los que, a escondidas, enseñaban a los nietos a rezar, la fe, y también a escondidas los llevaban al bautismo. ¿Por qué no los padres? Porque los padres estaban involucrados en la filosofía del partido, de ambas partes [nazi y comunista] y, si se hubiese sabido que hacían bautizar a sus hijos, habrían perdido el trabajo, por ejemplo, o se habrían convertido en víctimas de persecuciones. Me contaba una maestra de uno de esos países, que el lunes después de Pascua tenían que preguntar a los niños: “¿Qué comisteis ayer en casa?”, simplemente, y de los que decían “huevos, huevos”, pasar la información para castigar a los padres. Así que no podían trasmitir la fe: eran los abuelos los que lo hacían. Y tuvieron, en esos momentos de persecución, una gran responsabilidad por eso, asumida por ellos mismos, y la llevaban adelante, a escondidas, con los métodos más elementales.
Repito: la fe se trasmite siempre en dialecto: el dialecto de casa. Y también el dialecto de la amistad, de la cercanía, pero siempre en dialecto. No se puede trasmitir la fe con el Catecismo: “lee el Catecismo y tendrás la fe”. No. Porque la fe no son solo los contenidos, es el modo de vivir, de valorar, de gozar, de entristecerse, de llorar…: es toda una vida lo que lleva allí. Y la pregunta es un poco −permítame−, parece un poco expresar un sentido de culpa: “¿Quizá hemos fracasado en la trasmisión de la fe?”. No. No se puede decir eso. La vida es así. Al inicio trasmitisteis la fe, pero luego se vive, y el mundo hace propuestas que entusiasman a los hijos en su crecimiento, y muchos se alejan de la fe porque hacen una elección, no siempre mala, pero tantas veces inconsciente, entre los valores, oyen ideologías más modernas y se alejan. He querido detenerme en esta descripción de la trasmisión de la fe para decir mi parecer. Lo primero es no asustarse, no perder la paz. La paz, siempre hablando con el Señor: “Hemos trasmitido la fe y ahora…”. Tranquilos. Nunca intentar convencer, porque la fe, como la Iglesia, no crece por proselitismo, crece por atracción −esta es una frase de Benedicto XVI−, es decir, por testimonio. Escucharlos, acogerlos bien, a los nietos, a los hijos, acompañarles en silencio.
Me viene a la mente una anécdota de un sindicalista −un dirigente, un sindicalista que conocí−, que a los 20 o 21 años había caído en el alcohol. Vivía solo con su madre, porque la madre lo tuvo de joven. Él se emborrachaba. Y por la mañana veía que su madre salía para ir a trabajar: trabajaba lavando las sábanas, las camisas, como se lavaba en aquel tiempo, con una madera. Trabajaba toda la jornada, y el hijo allí… Y él veía a su madre, pero se hacía el dormido −no tenía trabajo en un tiempo en que había mucho trabajo−, y veía cómo la madre se paraba, lo miraba con ternura y se iba a trabajar. Esto le hizo derrumbarse: aquel silencio, aquella ternura de la madre hizo derrumbarse todas las resistencias, y un día dijo: “No, esto no puede ser”, se esmeró, maduró y formó una buena familia, una buena carrera… Silencio, ternura… Silencio que acompaña, no el silencio de la acusación, no, el que acompaña. Es una de las virtudes de los abuelos. Hemos visto tantas cosas en la vida que muchas veces solo el silencio bueno, el cálido, puede ayudar.
Luego, si uno se pregunta cuáles son las causas de ese alejamiento, siempre hay una sola causa que abre las puertas a las ideologías: los ejemplos negativos. No siempre en la familia, no, la mayor parte son los malos ejemplos de gente de Iglesia: curas neuróticos, o gente que dice ser católica y lleva una doble vida, incoherente, por buscar dentro de las comunidades cristianas cosas que no son valores cristianos… Son siempre los malos ejemplos los que alejan de la fe. Y luego, las personas que reciben esos ejemplos negativos, acusan. Dicen: “Yo he perdido la fe porque he visto esto y esto…”. Y tienen razón. Solamente hace falta otro testimonio, el de la bondad, de la mansedumbre, de la paciencia, el ejemplo que dio Jesús en su pasión, cuando sufría y era capaz de tocar el corazón.
A los padres y abuelos que tienen esa experiencia les aconsejo mucho amor, mucha ternura, comprensión, buen ejemplo y paciencia. Y oración, oración. Pensad en Santa Mónica: venció con las lágrimas. Era estupenda. Pero nunca discutir, jamás, porque eso es una trampa: los hijos quieren llevar a los padres a la discusión. No. Mejor decir: “No sé responder a eso, busca en otra parte, pero busca, busca…”. Siempre evitar la discusión directa, porque eso aleja. Y siempre el buen ejemplo “en dialecto”, o sea, con esas caricias que ellos comprenden. Eso.
Rosemary Lane (Estados Unidos, 30 años): Santo Padre, he tenido el privilegio de pasar un año recogiendo la sabiduría de los ancianos de todo el mundo para el libro “La sabiduría del tiempo”. He preguntado a algunos ancianos cómo afrontan sus fragilidades, sus incertidumbres para el futuro. Una mujer sabia, Conny Caruso, me dijo que nunca hay que darse por vencidos. Debo trabajar, luchar, tener confianza en la vida. Pero hoy la confianza no se puede dar por descontada. Incluso de Usted advertí personalmente ese mensaje de confianza. Me hace pensar que la confianza me venga de personas que han vivido ya mucho. Los jóvenes vivimos una vida difícil, vivimos en un mundo inestable y lleno de desafíos. ¿Qué diría Usted, como abuelo, a jóvenes que quieren tener confianza en la vida, que desean construirse un futuro a la altura de sus sueños?
¡Un buen trabajo has hecho con esas entrevistas! ¡Es una bonita experiencia que no olvidaré nunca, jamás! Una hermosa experiencia. Tomo la última palabra: “a la altura de sus sueños”. Sueños es la última palabra. Y la respuesta es: comienza a soñar. Sueña todo. Me viene a la cabeza aquella bonita canción: “Nel blu dipinto di blu, felice di stare lassù”.Soñar así, descaradamente, sin vergüenza. Soñar es la palabra. Y defender los sueños como se defiende a los hijos. Esto es difícil de entender pero es fácil de sentir: cuando tienes un sueño, algo que no sabes cómo decir, pero lo guardas y lo defiendes para que la costumbre diaria no te lo quite. Abrirse a horizontes que son contra las clausuras. ¡Las clausuras no conocen horizontes, los sueños sí! Soñar, y tomar los sueños de los ancianos. Cargar a cuestas a los ancianos y sus sueños. Cargar a esos ancianos, sus sueños; no escucharlos, grabarlos, y luego decir “ahora vamos a divertirnos”. No. Llevarlos encima. El sueño que recibimos de un anciano es un peso, cuesta llevarlo adelante. Es una responsabilidad: debemos llevarlo adelante.
Hay una imagen que viene del Monasterio de Bose, que se llama “la Santa Comunión”, es un monje joven que lleva a un anciano, lleva adelante los sueños de un anciano, y no es fácil, se ve que le cuesta. En esa imagen tan bonita se ve a un joven que fue capaz de cargar los sueños de los ancianos y los lleva adelante, para hacerlos fructificar. Esto quizá sirva de inspiración. No puede cargar a todos los ancianos a cuestas, pero sus sueños sí, y llévalos adelante, cárgalos, que te hará bien. No solo escucharlos, escribirlos, no: cárgalos y llévalos adelante. Y eso te cambia el corazón, eso te hace crecer, eso te hace madurar. Es la madurez propia de un anciano.
Ellos, en los sueños, te dirán también lo que han hecho en la vida; te contarán los errores, los fracasos, los éxitos, te dirán eso. Tómalo. Toma toda esa experiencia de vida y ve adelante. Ese es el punto de partida. ¿Qué diría a los jóvenes que quieren tener confianza en la vida?: carga los sueños de los ancianos y llévalos adelante. Eso te hará madurar. Gracias.
Fiorella Bacherini (Italia, 83 años): Papa Francisco, estoy preocupada. Tengo tres hijos. Uno es jesuita como Usted. Han elegido su vida y van adelante por su camino. Pero miro también a mi alrededor, miro mi país, el mundo. Veo crecer las divisiones y la violencia. Por ejemplo, Me sorprendió mucho la dureza y la crueldad que hemos presenciado en el trato a los refugiados. No quiero discutir de política, hablo de la humanidad. ¡Qué fácil es hacer crecer el odio entre la gente! Y me vienen a la cabeza los momentos y recuerdos de la guerra que viví de niña. ¿Con qué sentimientos está Usted afrontando este momento difícil de la historia del mundo?
Gracias. Me ha gustado ese “no hablo de política, hablo de humanidad”. Eso es sabio. Los jóvenes no tienen la experiencia de las dos guerras. Yo aprendí de mi abuelo que hizo la primera, en Piave, aprendí muchas cosas de su relato. Hasta las canciones un poco irónicas contra el rey y la reina, todo eso aprendí. Los dolores, los dolores de la guerra… ¿Qué deja una guerra? Millones de muertos, en la gran tragedia. Luego vino la segunda, y esa la conocí en Buenos Aires con tantos inmigrantes que llegaron: tantos, tantos, después de la Segunda Guerra Mundial: italianos, polacos, alemanes… tantos, tantos. Y escuchándoles comprendí, todos comprendimos qué era una guerra, que nosotros no conocíamos. Creo que es importante que los jóvenes conozcan los efectos de las dos guerras del siglo pasado: es un tesoro, negativo, pero un tesoro para trasmitir, para crear conciencias. Un tesoro que también hizo crecer el arte italiano: el cine de la posguerra es una escuela de humanismo. Que ellos conozcan esto es importante, para no caer en el mismo error. Que ellos conozcan cómo crece un populismo: por ejemplo, pensemos en el ’32-’33 de Hitler, aquel jovencito que había prometido el desarrollo de Alemania tras un gobierno que había fracasado. Que sepan cómo comienzan los populismos.
Ha dicho usted una palabra muy fea pero muy cierta: “sembrar odio”. Y no se puede vivir sembrando odio. Nosotros, en la experiencia religiosa de la historia de la religión, pensemos en la Reforma: hemos sembrado odio, tanto, por ambas partes, protestantes y católicos. Esto lo dije explícitamente en Lund, y ahora desde hace 50 años lentamente nos hemos dado cuenta de que ese no era el camino y estamos intentando sembrar gestos de amistad y no de división. Sembrar odio es fácil, y no solo en la escena internacional, también en el barrio. Uno va, habla mal de una vecina, de un vecino, siembra odio, y cuando se siembra odio hay división y maldad en la vida ordinaria. Sembrar odio con comentarios, con los chismes… De la gran guerra bajo a los chismorreos, pero son de la misma especie. Sembrar odio también con las murmuraciones en familia, en el barrio, es matar: matar la fama ajena, matar la paz y la concordia en familia, en el barrio, en el lugar de trabajo, hacer crecer los celos, las competencias de que hablaba la primera chica. ¿Qué hago yo −era su pregunta− cuando veo que el Mediterráneo es un cementerio? Yo, le digo la verdad, sufro, rezo, hablo. No debemos aceptar ese sufrimiento. No decir “bueno, en todas partes se sufre, sigamos adelante…”. No, eso no va. Hoy está la tercera guerra mundial a pedacitos: un pedacito aquí, un pedacito allá, y ahí, y… Mirad los lugares de conflicto. Falta de humanidad, agresión, odio entre culturas, entre tribus, hasta una deformación de la religión para poder odiar mejor. Ese no es el camino: esa es la senada del suicidio de la humanidad. Sembrar odio, preparar la tercera guerra mundial, que está en marcha a pedacitos. Y creo que no exagero en esto. Me viene a la mente −y esto hay que decirlo a los jóvenes− aquella profecía de Einstein: “La cuarta guerra mundial se hará con piedras y palos”, porque la tercera habrá destruido todo. Sembrar odio y hacer crecer el odio, crear violencia y división es un camino de destrucción, de suicidio, de otras destrucciones. ¡Esto se puede tapar con la libertad, se puede tapar con tantos motivos! Aquel jovencito del siglo pasado, en los años 30, lo tapaba con la pureza de la raza; y aquí, los inmigrantes. Acoger al inmigrante es un mandato bíblico, porque “tú mismo fuiste inmigrante en Egipto” (cfr. Lv 19,34). Y pensemos: Europa fue hecha por inmigrantes, tantas corrientes migratorias en los siglos han hecho la Europa de hoy, las culturas se han mezclado. Y Europa sabe bien que en los momentos malos otros países, de América, por ejemplo, tanto del Norte como del Sur, recibieron a los inmigrantes europeos, sabe qué significa eso. Debemos, antes de expresar un juicio sobre el problema de las migraciones, retomar nuestra historia europea. Yo soy hijo de un inmigrante que fue a Argentina, y muchos, en América, tienen un apellido italiano, son inmigrantes. Acogidos con el corazón y con las puertas abiertas. Pero la clausura es el inicio del suicidio. Es verdad que se deben acoger inmigrantes, se deben acompañar, pero sobre todo se deben integrar. Si acogemos “así sin más”, no hacemos un buen servicio: está la labor de la integración. Suecia fue un ejemplo por más de 40 años en esto. Yo lo viví de cerca: cuántos argentinos y uruguayos, en el tiempo de nuestras dictaduras militares, se refugiaron en Suecia. Y los integraron enseguida, inmediatamente. Escuela, trabajo… Integrados en la sociedad. Y Cuando el año pasado fui a Lund, me recibió en el aeropuerto el Primer Ministro, y luego, como no podía venir él a despedirse, envió a una Ministra, creo de cultura… En Suecia, donde todos son rubios, esta era un poco oscura: una Ministra de cultura así… Luego supe que era hija de una sueca y de un inmigrante de África. Tan integrada que llegó a ser Ministra del país. Así se integran las cosas. En cambio, la tragedia que todos recordamos de Zaventem, no fue hecha por extranjeros: ¡la hicieron jóvenes belgas! Pero jóvenes belgas que habían sido marginados en un barrio. Sí, fueron recibidos pero no integrados. Y ese no es el camino. Un gobierno debe tener −estos son los criterios− el corazón abierto para recibir, las estructuras buenas para hacer el camino de la integración y también la prudencia de decir: hasta este punto, puedo, más no puedo. Y para eso es importante que toda Europa se ponga de acuerdo en este problema. Al contrario, el peso más fuerte lo llevan Italia, Grecia, España, Chipre un poco, estos tres o cuatro países… Es importante.
Pero, por favor, no sembrar odio. Y hoy, yo pediría por favor a todos que miren el nuevo cementerio europeo: se llama Mediterráneo, se llama Egeo. Esto es lo que se me ocurre decirle. Y gracias por haber hecho esa pregunta, no por política, sino por humanidad. Gracias.
Jennifer Tatiana Valencia Morales (Colombia, 20 años): Papa Francisco, recogiendo las historias de este libro me ha sorprendido profundamente la vida de los ancianos. Usted habrá escuchado ya tantas historias en su vida. ¿Qué le empujó a aceptar este proyecto y a escuchar las historias de vida de las personas ancianas presentes en este libro? En este libro muchas historias son de ancianos que viven situaciones de gran pobreza, gente no importante a los ojos del mundo, de la sociedad. Nadie les escucharía. Después de haber escuchado historias de vida, ¿se siente Usted impresionado, cambiado? ¿Le gusta escuchar las historias de vida? ¿Le ayuda en su oficio de Papa?
La última pregunta: “¿Le gusta escuchar las historias de vida? ¿Le ayuda en su oficio de Papa?” Sí, me gusta. Me gusta. Cuando estoy en las Audiencias de los miércoles, comienzo a saludar a la gente, y me paro donde hay niños y ancianos. Y tengo tantas experiencias de escuchar ancianos. Os diré una solo, que se refiere a la familia. Una vez había una pareja que cumplían 60 años de matrimonio, pero eran jóvenes, porque en aquellos tiempos se casaban jóvenes. Hoy para casar a un hijo, la madre debe dejar de plancharle las camisas, porque si no, ¡no se va de casa! Pero en aquellos tiempos se casaban jóvenes. Yo les pregunté: “¿Valía la pena hacer ese camino?”, y ellos, que me miraban, se miraron entre sí, y luego volvieron a mirarme y tenían los ojos llorosos, y entonces me respondieron: “¡Estamos enamorados!”. Yo jamás pensé una respuesta tan “moderna” de una pareja que cumplía 60 años de matrimonio. Siempre te encuentras cosas nuevas, cosas nuevas que te ayudan a seguir adelante.
Y otra cosa: tuve una experiencia de diálogo con los ancianos, por casualidad, de niño. Me gustaba escucharlos. Una vecina nuestra era amante de la ópera, y yo de adolescente, con 16 o 17 años, la acompañé a la ópera, sí, en el “gallinero”, donde era menos costoso… Luego, mis dos abuelas, yo hablaba mucho con ellas: era curioso de su vida, me impresionaba. Una cosa que recuerdo mucho de los ancianos es una señora que venía a casa para ayudar a mi madre a lavar: era una siciliana, inmigrante, que tenía dos hijos; había pasado la guerra, la segunda guerra, y luego se fue con sus hijos; y ella contaba historias de guerra, y aprendí mucho del dolor de aquella gente, lo que significa dejar el país, hasta el punto de que a esa mujer la acompañé hasta su muerte, con 90 años. Y una vez que hubo un distanciamiento, por un acto mío de egoísmo, y la perdí de vista, sufrí mucho por no encontrarla.
Fue una bonita experiencia, con los ancianos, no me asustaban. Estaba siempre con los jóvenes, pero… Y con esas experiencias comprendí la capacidad de soñar que tienen los ancianos, porque siempre hay un consejo: “Ve así, haz eso…, te cuento esto, no te olvides de aquello…”. Un consejo no imperativo, sino abierto, y con ternura. Esos consejos me daban un poco el sentido de la historia y de la pertenencia. Nuestra identidad no es el carnet de identidad que tenemos: nuestra identidad tiene raíces, y escuchando a los ancianos encontramos nuestras raíces, como el árbol, que tiene sus raíces para crecer, florecer, dar fruto. Si cortas las raíces al árbol, no crecerá, no dará frutos, morirá quizá. Hay una poesía −la he dicho muchas veces− argentina de uno de nuestros grandes poetas, Bernárdez, que dice: “Lo que el árbol tiene florecido, viene de lo que tiene enterrado”. Pero no ir a las raíces para encerrarse ahí, como un conservador cerrado, no. Es hacer −y esto lo oí en el Aula del Sínodo, a uno de esos obispos sabios− como la trufa −¡es cara la trufa!−: nace cerca de la raíz, asimila todo y luego, ¡mira qué joya, la trufa! ¡Y qué daño hace al bolsillo tener una! Tomar la linfa de las raíces, las historias, y eso te da la pertenencia a un pueblo. Y esa pertenencia es lo que te da la identidad. Si me dices: ¿por qué hoy hay tantos jóvenes “líquidos”, con esa liquidez cultural que está de moda, que no sabes si son “líquidos” o “gaseosos”? ¡No es culpa de ellos! Es culpa de ese separarse de las raíces de la historia. Pero no se trata de ser como los ancianos, sino de tomar el jugo, como la trufa, y crecer y seguir adelante con la historia. Identidad, pertenencia a un pueblo.
Y otra experiencia que tuve, ya como cura y como obispo, es la que hacen los jóvenes cuando van de visita a una casa de reposo. En Buenos Aires, una pequeña experiencia. “¿Vamos allá? Pero es aburrido con esos viejos”. Esa era la primera reacción. Luego van, con la guitarra, comienzan… y los ancianos empiezan a despertarse, y al final son los jóvenes los que no quieren irse. Siguen tocando y tocando porque se crea ese vínculo.
Finalmente, la figura bíblica: cuando María y José llevan al Niño al Templo, hay dos ancianos que los reciben. Aquel hombre sabio que soñó toda la vida con encontrar, con ver al Liberador, al Salvador. Y canta aquella liturgia, inventa una liturgia de alabanza a Dios. Y aquella anciana que estaba en el Templo, con la misma esperanza, y hace la chismosa y va por todas partes diciendo: “Es este, es este…”, sabe trasmitir lo que ha descubierto en el encuentro con Jesús. Esa imagen de los dos viejos. La Biblia repite que son movidos por el Espíritu. Y dice que los jóvenes, María y José, con Jesús, quieren observar la Ley del Señor. Es una imagen muy bonita del diálogo y de la riqueza que se da en esto, que es riqueza de pertenencia y de identidad. No sé si te he respondido…
Martin Scorsese (Estados Unidos, 75 años): Santo Padre, ya hace mucho que hago películas, pero crecí en la clase trabajadora, en los barrios periféricos de Nueva York. Allí hay una iglesia, la catedral de San Patricio: es la primera catedral católica de Nueva York. Pasé tanto tiempo en aquella iglesia. Pero fuera de la iglesia, las cosas eran muy distintas: había pobreza, violencia… De niño comprendí que los sufrimientos que veía no estaban en la tele o en el cine: estaban justo allí, ante mis ojos, eran reales. Comprendí que en la calle había una verdad y que en la iglesia se presentaba otra verdad, y que no eran, o no parecían ser iguales. Fue verdaderamente muy difícil juntarlas, reconciliar esos dos mundos. El amor de Jesús parecía ser una cosa completamente “aparte”, a menudo extraña, respecto a lo que veía en la calle. Fui afortunado porque tuve padres buenos que me amaron y un sacerdote joven, extraordinario, que acabó siendo una especie de mentor para mí y para otros, en los años de formación. Pero, también hoy, mirando a nuestro alrededor −periódicos, televisión− parece que el mundo esté marcado por el mal. Hoy a las personas les cuesta cambiar, creer en el futuro. Ya no se cree en el bien. Asistimos incluso a penosos fracasos humanos en la misma institución de la Iglesia. ¿Cómo podemos las personas ancianas reforzar y guiar a los jóvenes en las experiencias que tendrán que afrontar en la vida? ¿Cómo, Santo Padre, puede sobrevivir la fe de un joven en este huracán? ¿Cómo podemos ayudar a la Iglesia en este esfuerzo? ¿De qué modo hoy un ser humano puede vivir una vida buena y justa en una sociedad donde lo que mueve a actuar son avaricia y vanidad, donde el poder se expresa con violencia? ¿Qué hago para vivir bien cuando experimento el mal?
Es un huracán, ciertamente. También cuando éramos niños se manifestaba un fenómeno que siempre ha estado, pero no tan fuerte… Hoy se ve más claramente lo que la crueldad puede hacer en un niño… El problema de la crueldad: ¿cómo se actúa respecto a la crueldad? Crueldad por todas partes. Crueldad fría en los cálculos para arruinar al otro… Y una de las formas de crueldad que me sorprende, en este mundo de los derechos humanos, es la tortura. En este mundo, la tortura es el pan de cada día, y parece normal, y nadie habla. La tortura es la destrucción de la dignidad humana. Una vez, dirigía a unos padres jóvenes, y hablé de cómo corregir a los niños, como castigarlos: a veces hace falta la “filosofía práctica” de la bofetada, un cachete, pero nunca en la cara, jamás, porque eso quita la dignidad. Vosotros sabéis dónde darlo −decía a los padres−, pero nunca en la cara. Y la tortura es como una bofetada en la cara, es jugar con la dignidad de las personas. La violencia. La violencia para sobrevivir, la violencia en ciertos barrios donde si no robas no comes. Y eso es parte de nuestra cultura, que no podemos negar, porque es la verdad y debemos reconocerla.
Pero dejo la pregunta: ¿cómo actuar respecto a la crueldad, la gran crueldad −he hablado de la tortura− y la pequeña crueldad que hay entre nosotros? ¿Cómo enseñar, cómo trasmitir a los jóvenes que la crueldad es un camino equivocado, una senda que mata, no solo a la persona, también a la humanidad, el sentido de pertenencia, la comunidad? Y aquí, hay una palabra que debemos decir: la sabiduría de llorar, el don de llorar. Ante esas violencias, esa crueldad, esa destrucción de la dignidad humana, el llanto es humano y cristiano. Pedir la gracia de las lágrimas, porque el llanto ablanda el corazón, abre el corazón. Es fuente de inspiración, llorar. Jesús, en los momentos más sentidos de su vida, lloró. En el momento en que vio el fracaso de su pueblo, lloró sobre Jerusalén. Llorar. No tengáis miedo de llorar por estas cosas: somos humanos.
Y luego, compartir la experiencia, y vuelvo a hablar del dialecto y de la empatía. Compartir la experiencia con empatía, con los jóvenes: no se puede tener una conversación con un joven sin empatía. ¿Dónde encuentro esa empatía? No condenar a los jóvenes, como los jóvenes no deben condenar a los ancianos, sino tener empatía: empatía humana. Yo me voy porque soy viejo, pero tú te quedarás, y esa es la empatía de la trasmisión de los valores.
Y la cercanía. La cercanía hace milagros. La no-violencia, la mansedumbre, la ternura: estas virtudes humanas que parecen pequeñas pero son capaces de superar los conflictos más difíciles, más feos. Cercanía, como usted quizá de niño se acercó a esa gente con tantos sufrimientos, y quizá de ahí comenzó a tomar la sabiduría que hoy nos muestra en sus películas. Cercanía a los que sufren. No tener miedo. Cercanía a los problemas. Y cercanía entre jóvenes y ancianos. Son pocas cosas: mansedumbre, ternura, cercanía. Y así se trasmite una experiencia y se hace madurar a los jóvenes, a nosotros mismos y a la humanidad.
Agradezco todas estas preguntas y vuestra reflexión, que me ha hecho hablar quizá demasiado. Gracias por vuestro trabajo, gracias a vosotros jóvenes sinodales y gracias a vosotros ancianos. Os pido que recéis por mí. Gracias.

Del prefacio del Papa al libro La sabiduría del tiempo
Últimamente llevo en el corazón un pensamiento. Siento que esto es lo que el Señor quiere que yo diga: que se haga una alianza entre jóvenes y mayores.
Este es el momento en el que los abuelos deben soñar, así los jóvenes podrán tener visiones. Tuve la certeza meditando el libro del profeta Gioele, donde dice: “Infundiré mi espíritu sobre todos los hombres y se convertirán en profetas vuestros hijos y vuestras hijas; vosotros ancianos soñarán, vuestros jóvenes tendrán visiones” (3,1).
¿Qué significa esto? Solamente si nuestros abuelos tienen el coraje de soñar y nuestros jóvenes de profetizar grandes cosas, nuestra sociedad avanzará. Si queremos “visiones” para el futuro, dejemos a nuestros abuelos que cuenten, que compartan sus sueños. ¡Necesitamos abuelos soñadores! Son ellos los que podrán inspirar a los jóvenes a correr hacia delante con la creatividad de la profecía.
Hoy los jóvenes necesitan de los sueños de los ancianos para tener esperanza, para tener un “mañana”. Por lo tanto los ancianos y los jóvenes caminan juntos y necesitan los unos de los otros.
Esto es lo que me gustaría: un mundo que viva un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos.