José R. Garitagoitia
Karol Wojtyla tuvo conciencia clara de sus raíces eslavas y de su misión: debía hablar ante Europa y ante el mundo de aquellas naciones ‘frecuentemente olvidadas’
Con la elección de Karol Wojtyla, el 16 de octubre de 1978, las naciones al otro lado del Telón de Acero cobraron una importancia especial. El primer Papa eslavo de la historia aceleró la transformación de la Europa surgida tras la II Guerra Mundial, y culminó con el fin de la Guerra Fría. Cuando aquella tarde escuchamos sus primeras palabras −«¡No tengáis miedo!»−, no imaginábamos el impacto que iba a tener en sus veintisiete años de pontificado. Quienes vivimos aquellos acontecimientos recordamos el amplio lapso de tiempo que transcurrió entre la fummata blanca, a media tarde, y el primer saludo desde el balcón central de la basílica, cuando ya había oscurecido.
¿Qué sucedió entre tanto? Me lo contó años más tarde el primer nuncio en los países bálticos tras la caída del Telón de Acero. Justo Mullor, ya fallecido, escuchó de Juan Pablo II que, después de aceptar la elección, una vez recibido el saludo de los cardenales, pidió ser llevado a la capilla de la Virgen de los Lituanos, bajo la basílica vaticana. La insólita petición alteraba el programa, pero el nuevo Papa estaba decidido a comenzar su ministerio arrodillado ante esa imagen. Desde el primer momento dirigió la mente y el corazón a aquellas naciones del Este de las que tomaba origen. Fue precisamente el nuncio Mullor quien, tras la caída del Muro de Berlín (1989), le recibió en la primera visita de un papa a territorio exsoviético.
El 4 de septiembre de 1993 Juan Pablo II aterrizó en Vilnius. Nada más llegar se dirigió al santuario de la puerta de la Aurora. Ante la patrona de los lituanos, un emocionado Wojtyla volvió con el recuerdo a la gruta vaticana la tarde de su elección. Manifestó su alegría por ver cumplida su petición, y recordó los años de sufrimiento con la «imposición del silencio sobre Dios y la paralizante privación de la libertad humana». Al día siguiente, desde esas tierras «que forman un puente natural entre Europa del centro, del norte y del este», dirigió un saludo especial a la cercana Rusia.
Karol Wojtyla tuvo conciencia clara de sus raíces eslavas y de su misión: debía hablar ante Europa y ante el mundo de aquellas naciones «frecuentemente olvidadas». Lo proclamó en Varsovia, desde la plaza de la Victoria, en junio de 1979. Con el Papa polaco, la Ostpolitik vaticana experimentó un cambio de óptica, centrándose en la identidad de los pueblos del Este europeo, y no tanto como táctica para una negociación. Wojtyla concebía una Europa unida, con dos pulmones, uno occidental y otro eslavo, extendida desde el Atlántico hasta los Urales.
La influencia de Juan Pablo II fue espiritual, ética y cultural, y tuvo también efectos políticos. Su presencia y su voz encendieron la mecha del movimiento popular que empezó con la primera visita a Polonia, en 1979, y llevaría a las transformaciones democráticas que tuvieron lugar diez años después: entre los meses de junio y diciembre de 1989 fueron desmoronándose uno tras otro los regímenes satélites de Moscú. «Pueblos enteros han tomado la palabra −reconocería ante el Cuerpo Diplomático al término de aquel año excepcional−, manifestando los inagotables recursos de dignidad que posee la persona».
Antes, en junio de 1988, envió una delegación vaticana al más alto nivel para la celebración del milenario del cristianismo en tierras de la antigua Rusia. La carta personal del hoy san Juan Pablo II al que fuera último secretario general del Partido Comunista soviético, entregada en aquella ocasión, fue el primer paso para la histórica visita de Mijail Gorbachov al Vaticano, el 1 de diciembre de 1989. Fue el comienzo de una relación especial entre ambos eslavos. Juan Pablo II reconoció en Gorbachov un líder que, a pesar de sus errores, dejó caer el muro que dividía artificialmente Europa, tomando distancia de las intervenciones de la URSS en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968). Por su parte, el líder soviético reconoció el papel decisivo de Wojtyla «como defensor sincero y activo en todo el proceso de la unificación de Europa».
La cita es de una carta que me escribió con motivo de la investigación académica sobre la transformación de Europa Central y Oriental que me ocupa hace algunos años. Gorbachov precisa que Juan Pablo II no sólo reivindicó «el reconocimiento de las raíces cristianas de la civilización europea», sino que también «actuó como un gran político contemporáneo que persiguió con coherencia alcanzar una victoria: conseguir que la dignidad de la persona esté en la esencia de toda sociedad». Su insistencia en reclamar la libertad, y la constante referencia a la verdad de la persona como necesario complemento son los ejes del legado social y político de quien contribuyó a la transformación de Europa.