Rafael María de Balbín
Dada la importancia que revisten los derechos humanos para el reconocimiento y protección de la dignidad humana, conviene mucho especificar su contenido
Las enseñanzas de San Juan XXIII, del Concilio Vaticano II, de San Pablo VI, han ofrecido amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos humanos delineada por el Magisterio. San Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos en la encíclica Centesimus annus:
«El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona» (Carta enc. Centesimus annus, 47; cf. también Id., Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 13).
El primer derecho enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su concepción hasta su conclusión natural, que condiciona el ejercicio de cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de aborto provocado y de eutanasia. Se subraya el valor eminente del derecho a la libertad religiosa:
«Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2). El respeto de este derecho es un signo emblemático «del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente» (San Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17).
Así pues, no cualquier derecho es un derecho humano, sino sólo aquellos que hacen especial referencia a la verdad, a la dignidad y libertad de la persona, y al destino trascendente del hombre.
Conviene, además, recordar, que los derechos tienen unos correlativos deberes indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona humana que es su sujeto titular (Cf. San Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 259-264; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26). Este vínculo presenta también una dimensión social: «En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo» (San Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 264).
El Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos que no prevea una correlativa responsabilidad: «Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen» (Idem).