8/26/20

El destino universal de los bienes y la virtud de la esperanza

 El Papa en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas:

La pandemia actual ha puesto de relieve y ha agravado algunos problemas ya existentes, especialmente la brecha entre las clases sociales.

Esto hace que muchas personas corran el peligro de perder la esperanza. La desigualdad que se vive revela una enfermedad social; un virus que proviene de una economía enferma; fruto de un crecimiento económico que ignora los valores humanos fundamentales. El modelo económico se muestra indiferente ante el daño infligido a la Casa común; es el pecado de querer poseer y dominar a los demás, a la naturaleza y al mismo Dios.

Sin embargo, debemos recordar que Dios nos dio la tierra “a todos” para que la cuidáramos y la cultiváramos. Nosotros somos administradores de lo que el Señor nos ha otorgado y estamos llamados a asegurar que sus frutos lleguen a todos, no sólo a unos pocos. Sin embargo, observamos que el homo sapiens, llamado a ser solidario, se deforma y se convierte en una especie de homo œconomicus, que busca su propio interés de forma individualista.

Con la mirada fija en Jesús, y unidos como comunidad, necesitamos actuar todos juntos, con la esperanza de generar algo diferente y mejor. La esperanza cristiana, arraigada en Dios, es nuestra ancla. Así lo entendieron y practicaron las primeras comunidades cristianas que, viviendo también tiempos difíciles, se sostenían recíprocamente y ponían todo en común.

Ante la pandemia y sus consecuencias sociales, muchos corren el riesgo de perder la esperanza. En este tiempo de incertidumbre y de angustia, invito a todos a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo. Es Él quien nos ayuda a navegar en las aguas tumultuosas de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última palabra sobre nuestro destino final.

La pandemia ha puesto de relieve y agravado los problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras eso significaría hipotecar el futuro.

Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Debemos decirlo claramente: la economía está enferma. Se ha enfermado. Es el fruto de un crecimiento económico inicuo −esa es la enfermedad: el fruto de un crecimiento económico inicuo− que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. Repito esto porque nos hará pensar: pocos riquísimos, un grupito, poseen más que todo el resto de la humanidad. Esto es estadística pura. ¡Es una injusticia que clama al cielo! Al mismo tiempo, ese modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común. No se preocupa de la casa común. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con graves e irreversibles consecuencias: desde la pérdida de biodiversidad y el cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y la destrucción de los bosques tropicales. La desigualdad social y el degrado ambiental van de la mano y tienen la misma raíz (cfr. Enc. Laudato si’, 101): la del pecado de querer poseer, de querer dominar a los hermanos y hermanas, de querer poseer y dominar la naturaleza y al mismo Dios. Pero ese no es el plan de la creación.

«Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2402). Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre (cfr. Gen 1,28), cultivándola y cuidándola como un jardín, el jardín de todos (cfr. Gen 2,15). «Mientras “cultivar” significa arar o trabajar [...], “custodiar” quiere decir proteger, preservar» (LS, 67). Pero atención a no interpretar esto como carta blanca para hacer de la tierra lo que queremos. No. Existe «una relación de reciprocidad responsable» (ibíd.) entre nosotros y la naturaleza. Una relación de reciprocidad responsable entre nosotros y la naturaleza. Recibimos de la creación y damos a nuestra vez. «Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla» (ibíd.). Ambas partes.

De hecho, «la tierra nos precede y nos ha sido dada» (ibíd.), ha sido dada por Dios «a todo el género humano» (CCC, 2402). Y por tanto es nuestro deber lograr que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos. Y esto es un elemento clave de nuestra relación con los bienes terrenos. Como recordaban los padres del Concilio Vaticano II, «el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás» (Gaudium et spes, 69). Porque «la propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros» (CCC, 2404). Nosotros somos administradores de los bienes, no dueños. Administradores. “Sí, pero el bien es mío”. Es verdad, es tuyo, pero para administrarlo, no para tenerlo egoístamente para ti.

Para asegurar que lo que poseemos aporte valor a la comunidad, «la autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad» (ibíd., 2406) (cfr. GS, 71; S. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 42; Centesimus annus, 40.48). La «subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes [...] es una “regla de oro” del comportamiento social, y el primer principio de todo el ordenamiento ético-social» (LS, 93) (cfr. S. Juan Pablo II, Laborem exercens, 19).

Las propiedades, el dinero son instrumentos que pueden servir a la misión. Pero los transformamos fácilmente en fines, individuales o colectivos. Y cuando esto sucede, se socavan los valores humanos esenciales. El homo sapiens se deforma y se vuelve una especie de homo œconomicus −en el peor sentido− individualista, calculador y dominador. Nos olvidamos de que, siendo creados a imagen y semejanza de Dios, somos seres sociales, creativos y solidarios, con una inmensa capacidad de amar. Nos olvidamos a menudo de esto. De hecho, somos los seres más cooperativos de todas las especies, y florecemos en comunidad, como se ve bien en la experiencia de los santos. Hay un dicho español que me ha inspirado esta frase, y dice: “florecemos en racimo como los santos”.

Cuando la obsesión de poseer y dominar excluye a millones de personas de los bienes primarios; cuando la desigualdad económica y tecnológica es tal que rasga el tejido social; y cuando la dependencia de un progreso material ilimitado amenaza la casa común, entonces no podemos quedarnos mirando. No, eso es desolador. ¡No podemos quedarnos mirando! Con la mirada fija en Jesús (cfr. Hb 12,2) y con la certeza de que su amor obra mediante la comunidad de sus discípulos, debemos actuar todos juntos, con la esperanza de generar algo distinto y mejor. La esperanza cristiana, radicada en Dios, es nuestra ancla. Sostiene la voluntad de compartir, reforzando nuestra misión como discípulos de Cristo, que compartió todo con nosotros.

Y esto lo entendieron las primeras comunidades cristianas, que como nosotros vivieron tiempos difíciles. Conscientes de formar un solo corazón y una sola alma, ponían todos sus bienes en común, manifestando la gracia abundante de Cristo sobre ellos (cfr. Hch 4,32-35). Nosotros estamos viviendo una crisis. La pandemia nos ha puesto a todos en crisis. Pero recordad: de una crisis no se puede salir iguales: o salimos mejores, o salimos peores. Esa es nuestra opción. Después de la crisis, ¿continuaremos con este sistema económico de injusticia social y de desprecio por el cuidado del ambiente, de la creación, de la casa común? Pensémoslo. Ojalá las comunidades cristianas del siglo XXI puedan recuperar esa realidad −el cuidado de la creación y la justicia social: van juntas−, dando así testimonio de la Resurrección del Señor. Si nos preocupamos de los bienes que el Creador nos da, si ponemos en común lo que poseemos de modo que a nadie le falte, entonces de verdad podremos inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo.

Y para acabar, pensemos en los niños. Leed las estadísticas: cuántos niños, hoy, mueren de hambre por una no buena distribución de las riquezas, por un sistema económico como he dicho antes; y cuántos niños, hoy, no tienen derecho a la escuela, por el mismo motivo. Que sea esta imagen, de los niños necesitados por hambre y por falta de educación, la que nos ayude a entender que después de esta crisis debemos salir mejores. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a las personas de lengua francesa. Espero que en nuestras comunidades cristianas cuiden los bienes que nos da el Creador, y compartan lo que poseemos de modo que a nadie le falte lo necesario. Daremos así buen ejemplo del Señor resucitado. Dios os bendiga.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua inglesa. Mientras el verano llega a su fin, espero que estos días de descanso traigan a todos paz y serenidad. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de Cristo. Dios os bendiga.

Dirijo un cordial saludo a los hermanos y hermanas de lengua alemana. Procuremos superar el individualismo de este tiempo. Tantas personas pobres, enfermas y abandonadas nos necesitan. Que el Espíritu Santo os colme con su caridad y su alegría.

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En estos momentos de pandemia que aflige al mundo entero, los animo a acoger el don de la esperanza que viene de Dios. Cristo, Señor de la Historia, nos ayuda a navegar por las tumultuosas aguas que nos toca atravesar, de la enfermedad, de la muerte, de la injusticia, y a navegar siempre con la mirada fija en Él. Que Dios los bendiga.

Saludo a los oyentes de lengua portuguesa y os deseo una gran fe para ver la realidad con la mirada de Dios y una gran caridad para acercarse a las personas con su corazón misericordioso. ¡Fiaos de Dios, como la Virgen María! Con mucho gusto os bendigo a vosotros y a vuestros seres queridos.

Saludo a los fieles de lengua árabe. Si cuidamos los bienes que el Creador nos da, si ponemos en común lo que poseemos de modo que a nadie le falte, entonces de verdad podremos inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo. Que el Señor os bendiga a todos y os proteja ‎siempre de todo mal.

Saludo cordialmente a todos los polacos. Queridos hermanos y hermanas, hoy la Iglesia en Polonia celebra la solemnidad de la Virgen Negra de Czestochowa. Llevando vivo en el corazón el recuerdo de mi visita a aquel Santuario, hace cuatro años, con ocasión de la JMJ, me uno hoy a los miles y miles de peregrinos que allí se reúnen, junto al Episcopado Polaco, para encomendarse ellos mismos, sus familias, la nación y toda la humanidad a su materna protección. Rezad a la Madre Santísima para que interceda por todos, y sobre todo por los que de diversos modos sufren a causa de la pandemia, y les dé alivio. Por favor rezad también por mi. Dios os bendiga.

Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana, animando a todos a ser en cada ambiente generosos testigos de la gratuidad del amor de Dios.

Mi pensamiento va finalmente a los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. Mañana y pasado mañana la liturgia hace memoria de dos grandes Santos, santa Mónica y su hijo san Agustín, unidos en la tierra por vínculos familiares y en el cielo por el mismo destino de gloria. Que su ejemplo e intercesión lleven a cada uno a una búsqueda sincera de la Verdad evangélica.