11/21/20

Fiesta de la Presentación de María en el templo

 


Antigua y piadosa tradición

Muchos de nosotros guardamos en el corazón, como un tesoro, nuestro cariño a la Virgen María. Con frecuencia ese cariño es una preciosa herencia de nuestros padres: ¡qué bonito recordar mi primer beso a la Virgen lanzado desde los brazos de Nuestra Madre!

Querríamos saber todo sobre Ella: dónde nació, la historia de sus padres; si tuvo hermanos; cómo fue su infancia… Sin embargo, lo primero que conocemos a ciencia cierta de María, por la Revelación, es el momento de su vocación. Ahí se cumplieron las promesas más antiguas de Dios (Génesis 3, 14-15). Ahí cambió definitivamente el curso de la Historia: en el seno purísimo de María el Verbo de Dios se hizo carne (Lucas 1, 26-38).

La Revelación divina nos dice lo esencial para nuestra salvación. Pero no dice más. El Evangelio de san Lucas es llamado el Evangelio de María, porque relata hechos y situaciones que solo María podía conocer y contar a otros. Y, sin embargo, María, siempre discreta, no nos habla nunca de sí misma, no toma nunca para sí un papel de protagonista: habla siempre de la bondad de Dios y nos lleva siempre a Dios.

Nuestro cariño de hijos nos lleva a explorar terrenos desconocidos para saber más de nuestra Madre Santa María. Y la tradición, basada en un episodio narrado en los evangelios apócrifos y la Vida de María de Epifanio el Monje, nos cuenta como a los tres años, María fue llevada al templo de Jerusalén por sus padres, Joaquín y Ana, para ser consagrada a Dios. Ahí la dejaron un tiempo con un grupo de niñas para ser instruida sobre la religión y sus deberes con Dios.

Por medio de este servicio a Dios en el templo, María preparó su cuerpo y alma para recibir al Hijo de Dios. Y así nos lo propone la liturgia de la Iglesia en el día de hoy: «Concédenos, Señor, a cuantos honramos la gloriosa memoria de la santísima Virgen María, por su intercesión, participar como ella de la plenitud de tu gracia» (Oración Colecta de la Misa en la Fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen).

María, una criatura como nosotros, pero al mismo tiempo libre de pecado desde su concepción, nacida de unos padres especialmente elegidos por Dios para la que habría de ser la Madre del Salvador, buscó a Dios de todo corazón desde su primera infancia. Podemos así imitar su ejemplo y poner a Dios en el centro de nuestra vida.

Meter a la Virgen en nuestra vida para que Ella nos lleve a Dios. Éste es el propósito al que nos puede llevar una fiesta tan entrañable como la de hoy. María, a la que invocamos como camino seguro, nos quiere acompañar, cumpliendo así el encargo recibido de su Hijo poco antes de que Él entregara su vida en rescate nuestro. Ella como nadie nos puede mostrar a Jesús fruto bendito de su vientre y puede también venir a recogernos en el momento final de nuestra vida, para acompañarnos en nuestro encuentro directo y definitivo con Dios: ¡Qué consuelo será entonces verla a nuestro lado! No estamos solos: tampoco entonces estaremos solos. María es verdaderamente nuestro consuelo, nuestra abogada, como tantas veces le cantamos en la Salve.

Si queremos ir a Jesús, nada mejor que ir con María. En la Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio de la Cruz, allí está Ella uniéndose a su Hijo y recibiéndonos como hijos. Junto al sacerdote que nos trae a Jesús está María, que lo trajo por primera vez al mundo. En el momento de la Comunión, allí está Ella: quizá la hemos invocado con la Comunión espiritual para que nos ayude a recibir a su Hijo con la pureza, humildad y devoción con que Ella le recibió…

Queremos pedir perdón… y ahí está María, para ayudarnos a hacer nuestro examen de conciencia. “Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo -prueba de su cariño por ti- de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor. Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano…, y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús”. (San Josemaría, Forja 161). Siempre que la necesitemos, junto a nosotros estará María, también para ayudarnos a confesar nuestros pecados y a sentirnos perdonados: como ocurrió con los apóstoles después de abandonar al Señor: ¿Quién aseguró a cada uno el perdón de su Hijo? ¡María!

En nuestra oración, ahí está María. Lo describe esa antigua antífona mariana que tanto gustaba al Papa Juan Pablo II y tanto gusta a Francisco: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”.

O esa otra, tan consoladora, que nos enseña san Bernardo y que podemos rezar no sólo por nosotros mismos, sino por quienes más lo necesiten: “Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu presencia soberana. No deseches mis humildes súplicas, oh Madre del Verbo divino, antes bien, escúchalas y acógelas benignamente. Amén”. ¡Qué seguridad: jamás se ha oído decir que ninguno haya dejado de ser escuchado por María!

Si queremos aprender a rezar, María (que enseñó a Jesús Niño a rezar) será nuestra maestra. Si queremos, Ella nos podrá explicar cómo fue la Anunciación, y la Navidad… ¿Y la Pasión? Quién nos podría hablar de ella mejor que María, que la vivió en su Corazón bendito. Con María entenderemos el Cielo que nos espera, y arderemos en deseos de participar en la gran fiesta de su Coronación. Con María, aprenderemos a mirar a Jesús, a escucharle y entenderle, a vivir con Él y como Él…

Tener a la Virgen muy presente, cada día: ¡Qué bonita aspiración! Es como darle permiso para que ejerza de Madre y cuide siempre de nosotros. Muchas veces no nos daremos cuenta de sus cuidados, como pasó en Caná (Juan 2, 1-11), pero ahí estará Ella, pidiendo a Jesús que nos saque de apuros…

Por eso, qué bonito es recordar con Ella el momento de su vocación, con el rezo del Ángelus a mitad del día, y quizá aprovechar esa ocasión para agradecer el sí de María a su vocación divina y renovar nuestro propósito de ser muy fieles… ¡Y qué ilusión terminar cada día ofreciéndole tres Avemarías delante de esa imagen querida de nuestra habitación!

María nos lleva a su Hijo Jesús. Y, con Jesús y por Jesús, nos lleva a estar cerca de sus hijos más necesitados, a los que podemos considerar, sin temor a equivocarnos, como pobres y queridos hijos predilectos de la Virgen. A veces los tenemos muy cerca, y están muy solos: María nos llevará nos ayudará a descubrir sus necesidades y a llenarles de consuelo y esperanza.

Cada día María acompaña a muchos de sus hijos al Cielo: cumplieron su misión en la tierra y toca ya ir a la casa del Padre. Hace unos años, en una fiesta como la de hoy, se nos fue Pablo, un “santo de la puerta de al lado”, como diría el papa Francisco. Pablo eligió desde su más tierna infancia a la Virgen María como reina de su corazón: así lo aprendió en casa. Y así vivió cada día de su vida. Por eso ahora estará disfrutando, para siempre, de ese mirar sin cansancio a la Virgen. Y lo mejor de todo: cuando miramos a la Virgen Ella nos mira a nosotros: ahora Pablo estará recibiendo el mejor regalo que ya nunca perderá: la mirada sonriente y dulcísima de María.