Recientemente, Francisco lanzó un desafío o #challenge a los jóvenes: “vayan a buscar su herencia. El cristianismo los convierte en herederos de un patrimonio cultural insuperable del que deben tomar posesión. Apasiónense de esta historia, que es de ustedes”.
En el fondo se trataba de una urgente invitación a redescubrir sus raíces, y volver a poner en valor todo el rico acervo de la identidad cristiana. Lo hizo en un interesantísimo documento reciente, que ha pasado un tanto desapercibido, se trata de la carta Scripturae sacrae affectus, del 30 de septiembre pasado.
Podrían resumirse en tres las ideas clave de la carta papal: Traducir, inculturar, construir puentes. Tres conceptos que adquieren el tono de un llamado urgente, en un Papa preocupado por conectar con la cultura contemporánea, particularmente con los jóvenes, para transmitir el mensaje cristiano en su radical novedad e integridad.
Lo curioso es que escoge como modelo, para este delicado momento, donde es primordial transmitir la rica herencia a la siguiente generación o perderla, a San Jerónimo, un hombre que murió hace 1600 años, pero cuyo ejemplo de vida cobra hoy peculiar relevancia.
El diagnóstico de la situación es doloroso. Al Papa no le queda sino reconocer que entre los creyentes hay muchos “analfabetos bíblicos” que ignoran “el lenguaje bíblico, sus modos expresivos y las tradiciones culturales antiguas”. Se requiere la “mediación de un intérprete” que haga accesible la Palabra de Dios.
Pero para ello no basta conocerla bien; es preciso tener un “amor apasionado por la Palabra de Dios”, es decir, por la Biblia o, dicho de otro modo, por Jesucristo. Y eso lo podemos aprender de San Jerónimo, conocedor, traductor y amante de la Biblia.
El amante de la Escritura debe conocerla bien, pero también debe entender lo más perfectamente posible a los destinatarios de esa Palabra. Como diría San Juan Pablo II, el evangelizador debe ser “experto en humanidad”.
No basta conocer bien la Palabra de Dios, es necesario comprender también el mundo al que va dirigida, los corazones de las personas de nuestro tiempo. Sólo así la traducción se configura como “inculturación”, la cual no es una colonización, porque supone hacer propio el tesoro recibido.
“Jerónimo logró inculturar la Biblia en la lengua y la cultura latina, y esta obra se convirtió en un paradigma permanente para la acción misionera de la Iglesia”. A nosotros nos toca inculturar la Palabra de Dios en el mundo de hoy, tarea no fácil.
Sin embargo, una característica del traductor es su visión positiva. Requiere saber descubrir los puntos en común, las convergencias necesarias, muy útiles a la hora de construir los puentes del diálogo. Por eso, señala el Papa, “los valores y las formas positivas de cada cultura representan un enriquecimiento para toda la Iglesia”.
El traductor no solo enseña, sobre todo aprende y descubre las inquietudes a las que puede dar respuesta su mensaje en la cultura de llegada. En este sentido, “la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la secularizada cultura global de nuestro tiempo”.
Para ello, se precisa conocer muy bien esta cultura y ser capaz de descubrir puntos de encuentro con ella, y eso supone tener una mentalidad joven, abierta.
Francisco acentúa la aguda analogía que existe entre “traducción” y la “hospitalidad”, lingüística en este caso. La “traducción… está relacionada con toda la visión de la vida”. Sin ella las culturas están cerradas entre sí y no sería posible construir una cultura del encuentro.
“Por eso, el traductor es un constructor de puentes”, pues, parafraseando a George Steiner, “No existe comprensión sin traducción”. Comprender, traducir, acoger, construir puentes. Esas son las labores que realizó San Jerónimo hace 1600 años, fueron fundamentales para tener la traducción Vulgata de la Biblia, “Atlas iconográfico” (Marc Chagall) de la cultura cristiana.
Pero se precisa una nueva traducción que tienda puentes con la cultura global y secularizada de nuestro tiempo, que comprenda y acoja los anhelos de los jóvenes de hoy. Esa es labor del creyente, que debe ser, a un tiempo, amante de la Escritura y amante del Mundo, al que va dirigida.