11/03/20

La esperanza, regalo de Dios y ancla

 Homilía del Papa en la Misa por los Fieles Difuntos


Job derrotado, o mejor dicho, acabado en su existencia, a causa de la enfermedad, con la piel desgarrada, casi a punto de morir, casi sin carne, Job tiene una certeza y dice: “¡Yo sé que mi Redentor vive, y al fin, se levantará sobre el polvo” (Jb19:25) Cuando Job está más hundido, en lo peor, hay un abrazo de luz y calor que le asegura: “Veré al Redentor”. Con estos ojos lo veré. “Al cual veré por mí mismo.Y mis ojos lo verán, y no otro” (Jb 19, 27).

Esta certeza, en el  momento preciso, casi el último de la vida, es la esperanza cristiana. Una esperanza que es un regalo: no nos pertenece. Es un don que debemos pedir: “Señor, dame esperanza”. Hay tantas cosas malas que nos llevan a desesperar, a creer que todo será una derrota final, que después de la muerte no habrá nada… Y la voz de Job vuelve, vuelve: “¡Sé que mi Redentor vive y, al fin, se levantará sobre el polvo! …Al cual veré por mí mismo”, con estos ojos.

“La esperanza no defrauda” (Rom 5:5), nos dice Pablo. La esperanza nos atrae y da sentido a nuestras vidas. No veo el más allá, pero la esperanza es el don de Dios que nos atrae hacia la vida, hacia la alegría eterna. La esperanza es un ancla que tenemos al otro lado, y nosotros, aferrándonos a la cuerda, nos sostenemos (cf. Heb 6:18-20). «Sé que mi Redentor vive y lo veré». Y esto, hay que repetirlo en los momentos de alegría y en los malos momentos, en los momentos de muerte, digámoslo así.

Esta certeza es un don de Dios, porque nosotros nunca podremos alcanzar la esperanza con nuestras propias fuerzas. Tenemos que pedirla. La esperanza es un don gratuito que nunca merecemos: se da, se regala. Es gracia.

Y después, el Señor la confirma, esta esperanza que no defrauda: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”. (Jn 6.37). Este es el propósito de la esperanza: ir a Jesús. Y “al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6, 37-38). El Señor que nos recibe allí, donde está el ancla. La vida en esperanza es vivir así: aferrados, con la cuerda en la mano, con fuerza, sabiendo que el ancla está ahí. Y esta ancla no defrauda, no defrauda.

Hoy, pensando en los tantos hermanos y hermanas que se han ido, nos hará bien mirar los cementerios y mirar hacia arriba. Y repetir, como Job: “Sé que mi Redentor vive, al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro”. Y esta es la fuerza que nos da la esperanza, este don gratuito que es la virtud de la esperanza. Que el Señor nos la dé a todos.