Rafael María de Balbín
Siendo como es el pecado una libre acción humana que ofende a Dios y perjudica al hombre mismo, tiene un gran interés preguntarse si todos los pecados tienen la misma entidad
La Tradición cristiana, basada en las enseñanzas de la Sagrada Escritura, y la misma experiencia humana nos enseñan que la gravedad de todos los pecados no es la misma: se distinguen los pecados mortales de los pecados veniales.
“El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación” (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1855-1856).
Para que un pecado sea mortal basta con que su materia sea grave, haya un pleno conocimiento de la inteligencia y un deliberado consentimiento de la voluntad. No se requiere que exista una expresa voluntad de ofender a Dios, lo cual tendría una especial y cualificada gravedad. La materia grave queda señalada por los Diez Mandamientos de la Ley de Dios: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Marcos 10, 19). La ignorancia involuntaria puede disminuir y aun excusar de pecado grave, pero es preciso señalar que los principios más generales de la ley moral están profundamente grabados en la conciencia de todo hombre, si bien en ocasiones cabe desconocer sus implicaciones más particulares. Las pasiones desordenadas, los influjos ambientales o los trastornos patológicos pueden disminuir la culpabilidad.
La distinción entre el pecado mortal y el venial tiene una gran importancia práctica en la vida moral, teniendo en cuenta que suponen un alejamiento de Dios totalmente diferente. “El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios” (Catecismo..., n. 1861).
Bien diverso es el pecado venial, que “deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere. (...). Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento” (Catecismo..., nn. 1855 y 1862).
¿Es preferible cometer pecados mortales o pecados veniales? La disyuntiva no es válida, porque entre dos males no hay por qué elegir ninguno de los dos. El pecado venial causa también notables perjuicios: debilita el amor de caridad, nos aferra desordenadamente a los bienes terrenos, impide el progreso moral, merece un castigo, hace al hombre deslizarse hacia el pecado mortal. Pero es más fácilmente reparable, con ayuda de la gracia de Dios.
Escribe San Agustín, en su Comentario a las Cartas de San Juan (1,6): “El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón... ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión...”.
Especial gravedad revisten los llamados pecados contra el Espíritu Santo (cfr. Marcos 3, 29; Mateo 12, 32; Lucas 12, 10), pues suponen un voluntario endurecimiento para rechazar el arrepentimiento y la ayuda de la misericordia de Dios, y pueden conducir a la perdición eterna. También poseen particular malicia los llamados pecados que claman al cielo, que son aquellos que dañan particularmente el orden social, además de dañar a las personas singulares. La Biblia enumera varios: el asesinato de Abel; el pecado de los sodomitas; el clamor del pueblo oprimido en Egipto; el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano; la injusticia para con el asalariado (cfr. Catecismo..., n. 1867).
Cuando los pecados se repiten engendran los vicios. Se llaman vicios o pecados capitales aquellos que son como cabeza u origen de otros. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.
También se habla a veces de los pecados sociales o estructuras de pecado, que favorecen la difusión del mal y el hacerse cómplices de los pecados ajenos: así por ejemplo la pornografía, el terrorismo, la corrupción administrativa o el narcotráfico. La responsabilidad es, en cada caso, personal. Pero el daño moral se extiende a muchos, que cooperan o que simplemente sufren las consecuencias.
Fuente: https://www.almudi.org